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Dos años después de la guerra de las Malvinas y con los mineros británicos en lucha tras la ofensiva ultraliberal de Margaret Thatcher, el IRA planificó su atentado más ambicioso para vengarse de la impasibilidad de la Dama de Hierro ante los militantes republicanos que morían de inanición tras declararse en huelga de hambre con el objetivo de recuperar su condición de presos políticos. Jamás habían apuntado tan alto ni tan lejos, por lo que el ataque requería una precisión quirúrgica.
El escenario elegido fue el Grand Hotel de Brighton, donde el 12 de octubre de 1984 se celebraba la última jornada del congreso del Partido Conservador. Poco antes de las tres de la madrugada, cuando apenas había 286 personas en su interior, estalló una bomba en la sexta planta. Esa hora fue elegida para provocar un efecto sorpresa, pero también porque solo había once miembros del personal del establecimiento, además de los invitados a la convención y 23 policías.
"Nuestro conflicto no apuntaba a los miembros de la clase obrera. Estábamos intentando actuar contra los que considerábamos más culpables", le confesaría años después Patrick Magee a Owen Jones, precisamente el autor que describió en Chavs los devastadores efectos del cierre de las minas estatales en las comunidades vecinales del norte del Reino Unido, donde Margaret Thatcher no solo despedía a los trabajadores, sino que además arrasaba con el tejido social, comunitario, sindical, familiar y, a la postre, humano.
El entrevistado en el pódcast del escritor que había denunciado en el citado libro la demonización de la clase obrera no era otro que The Brighton Bomber, también conocido como el Temerario, aunque en realidad era un terrorista metódico, escurridizo, meticuloso y letal que había cometido numerosos atentados. Un preciado activo del Ejército Republicano Irlandés Provisional para dinamitar el estancamiento de los eufemísticos Troubles, es decir, los problemas que tenía el Reino Unido, inmunizado frente a la violencia, en Irlanda del Norte.
Era necesario, a juicio del IRA, atentar en el corazón del Reino Unido, contra el partido en el Gobierno y, por primera vez, con un premier como objetivo. "Esta era la única operación que podía cambiar el cálculo estratégico e incluso alterar el curso de la historia", escribe Rory Carroll en Habrá fuego (Ariel), donde reconstruye el intento de asesinato de Thatcher. "Se trataba de la conjura más audaz contra la Corona británica desde la Conspiración de la Pólvora de 1605, cuando los católicos ingleses instalaron barriles de pólvora bajo la Cámara de los Lores".
Una acción descabellada, pero planeada con minuciosidad, paciencia y, sobre todo, tiempo, la única forma de burlar el blindaje de la primera ministra. Así, dos meses antes del atentado, Patrick Magee logra entrar en Inglaterra y registrarse con un nombre falso en el Grand Hotel de Brighton, donde se aloja en la habitación 629, elegida en función de la estructura del edificio y de la probable ubicación de Margaret Thatcher. En todo caso, más que la exactitud geográfica, el IRA buscaba que la explosión provocase el colapso del inmueble.
El Temerario tenía tres días para colocar una bomba con temporizador en el baño de su cuarto, pero durante ese período no estuvo solo. Un ingeniero civil había estudiado el edificio, dos mensajeras entregaron materiales para fabricar el artefacto y un terrorista se pasó por allí en varias ocasiones para prepararlo, aunque no llegó a pernoctar en el establecimiento. Apenas cuatro personas para llevar a cabo un atentado con el mayor secretismo posible. Una vez activada, comenzaba la cuenta atrás: 24 días, 6 horas y 36 minutos.
Faltaba un suspiro para que dieran las tres de la madrugada, cuando en el baño de la 629 estalló la bomba, cuyo zambombazo derribó la chimenea del hotel. "Como si de una guillotina monstruosa se tratara, esta hizo trizas a su paso el hormigón, el acero y la madera hasta llegar a la planta baja [...]. Se desplomó por el agujero ocasionado por la explosión, se torció hacia un lado y se precipitó sobre toda la serie de habitaciones con números acabados en 8", relata en el libro el periodista irlandés.
Los cuartos acabados en 9 se libraron de la trayectoria que siguió la chimenea, incluida la suite Napoleón, donde se alojaba la primera ministra torie, que ocupaba la 129 y la 130. Margaret Thatcher se salvó por los pelos, aunque su característico peinado no se inmutó y, poco después, improvisaba una rueda de prensa y anunciaba que la convención proseguiría esa mañana. "Oyes hablar de semejantes atrocidades, de bombas como esta, y no esperas que te suceda a ti. Pero la vida debe proseguir con normalidad", declaró la líder conservadora. Todavía no se conocía el número de muertos.
"Thatcher, impecable con su vestido de gala, sin un pelo fuera de lugar, saludó a los rescatadores con tal cortesía que rayaba en el surrealismo, habida cuenta del caos. Buenos días, encantada de verlos. Gracias por venir", recuerda Rory Carroll. Todo debía seguir, pues, como estaba programado. Sin embargo, no procedía que los asistentes acudieran en pijama a la clausura del congreso, por lo que fueron trasladados en un autobús y en varios taxis a unos almacenes Marks & Spencer, donde los vistieron para la ocasión.
El IRA había fracasado en el intento de matar a Thatcher y a su gabinete, aunque hirió a una treintena de personas y mató a cinco, entre ellos a los conservadores Eric Taylor y sir Anthony Berry, así como a tres esposas de otros dirigentes tories, Roberta Wakeham, lady Jeanne Shattock y lady Muriel Maclean, quien se alojaba precisamente en la habitación donde había sido colocada la bomba, cinco pisos por encima de donde se encontraba la primera ministra preparando su discurso.
Cuando escuchó el fragor de la explosión y sintió cómo se estremecía la suite Napoleón, con su moqueta cubierta de trozos de yeso y vidrio, creyó que habían atentado en el paseo marítimo. No se imaginó que si hubiese estado en el lavabo, podría haber muerto. "La bomba no alcanzó a la Dama de Hierro. No le causó ni un rasguño. Pero estuvo muy muy cerca", según el autor de Habrá fuego, quien describe que la parte central del hotel quedó destruida. "De haber estado Thatcher aún en el cuarto de baño, habría acabado hecha pedazos, tal vez con fatales consecuencias".
Sin embargo, había salido de allí dos minutos antes y, en el momento de la detonación, se encontraba a cuatro metros del baño, en una sala que también podría haber sido destruida "si la chimenea hubiera girado levemente en otra dirección al desplomarse", añade Rory Carroll. "La venganza por los huelguistas [del IRA] muertos habría estado servida y una democracia occidental de primer orden se habría convulsionado. El thatcherismo habría muerto con ella".
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