Este artículo se publicó hace 3 años.
Javier Krahe, el último profeta
"Es un lujo que España no se merece", creía Joaquín Sabina, quien lo acompañó en La Mandrágora, el pesebre musical donde se fraguó el mito. Sin embargo, nuestro Brassens fue esquivo al éxito, entregado a sus devotos, fiel a la palabra y amante de la pereza. Federico de Haro traza su retrato en la biografía 'Javier Krahe. Ni feo, ni católico, ni sentimental'.
Madrid--Actualizado a
Huyó siempre de la masa y del trabajo, pero paradójicamente fue perseguido a lo largo de su vida por una legión de fieles y se aplicó en sus empleos alimenticios, pues aborrecía tanto currar que cumplía con rapidez para terminar cuanto antes y dedicarse a sus menesteres, sin duda más placenteros. Era, como decía él, un hombre de poquedumbres, aunque en su día pensó que el éxito de La Mandrágora —bar y disco, Pérez y Sabina— lo catapultaría a las mansedumbres.
Javier Krahe (Madrid, 1944 - Zahara de los Atunes, 2015) vio cómo el primero se apeaba de la canción y el segundo era propulsado al estrellato, si bien nunca sintió envidia de su colega porque, como solía cantar, no tenía noticia de ese pecado capital. "Entre otras cosas por su propia vanidad", justifica Joaquín Sabina. "Él siempre creyó que era el tipo más listo y más guapo del mundo y, además, lo era".
Aquella España, sin embargo, no era Francia, por lo que no pudo emular la gloria y la fama de George Brassens, el único artista a la vista con el que cabría establecer una comparación. "Como autor de canciones, es alguien completamente singular. No hay otro —ni lo ha habido, ni lo habrá— como él", explica Federico de Haro, autor de la biografía Javier Krahe. Ni feo, ni católico, ni sentimental (Reservoir Books), quien revela el secreto del inimitable cóctel.
"Es la mezcla de un rigor absoluto —tanto métrico como documental— y de un particular sentido del humor que consiste en colocarse en un lugar donde nadie más se ha situado. Y no me refiero a un punto de vista original, sino completamente inédito. Aunque su obra está trufada de ocurrencias o, mejor dicho, de hallazgos, Krahe es sinónimo de ingenio, una virtud más duradera y con mayor poso", añade el periodista, acunado por la bella y traidora Marieta hasta que el DNI le permitió disfrutar de sus conciertos.
Sin embargo, no fueron la música ni las letras los motivos que lo empujaron a dedicarle una magnífica biografía, enhebrada por los testimonios de familiares y amigos, sino su actitud ante el mundo: "Esa manera de enfrentarse a la vida que consistía precisamente en no enfrentarse a ella, que es lo que hacen los sabios. Un ser libre que nunca fue esclavo del dinero, ni tampoco del exceso de ambición ni —cuando le vinieron mal dadas— de la autocompasión, dos inflamaciones del ego. Y ya se sabe que el ego es una cárcel…".
Habría que escudriñar el diccionario para escoger los adjetivos precisos con los que definir a Krahe o, en su defecto, inventárselos. Una tarea en vano, pues sería rechazada por el cantautor amparándose en la frase con la que solía despedirse: "Que sepáis que no tenéis razón". Quizás, por una vez y sin que sirva de precedente, se la daría a Federico de Haro, cuya pluma ha volado hasta la altura de nuestro Jesucristo ateo de la chanson.
Suyas son las frases: "Trabajó lo menos que pudo, pero siempre más de lo que deseaba" —en sus tiempos de publicitario en la agencia Fontán de Madrid— y "Krahe lo intentaba, pero el trabajo huía de él" —en Quebec lo despidieron de una librería ¡por leer!, luego cocinó sopa castellana en un restaurante donde no cobraba y finalmente un emigrante gallego le sugirió que se quitase de la cabeza la insensata idea de currar en una fábrica porque "eso" no era para él—. Al cantautor le bullía el cerebro, mas era alérgico al esfuerzo físico: tal vez por ello se entregó con pasión al ajedrez.
Maestro de la rima y autócrata de la métrica, "trabajaba cada verso hasta la náusea, no solo hasta que considerara que ya no podía mejorarlo, sino hasta que fuera inmejorable" (Sabina). Las canciones eran un juego que consistía en encerrar las palabras en la formalidad de una jaula para que pudiesen aletear en libertad. Y la música, un envoltorio que no opacaba el contenido, sino que lo abrillantaba con su menos es más. Labor impagable la de su guitarrista y productor, Javier López de Guereña, autoproclamado hijo predilecto que liberó sus manos, desde entonces desprendidas de las cuerdas y diligentes en el aspaviento.
A Guereña lo acompañaron en el escenario los vientos de Andreas Prittwitz y el contrabajo de Fernando Anguita, los hoy Huérfanos de Krahe, quien siempre se mostró generoso con ellos y también con el público, pues procuró que la entrada a sus conciertos fuese asequible para que sus adeptos —que no su rebaño— siguiesen rindiéndole devoción en las salas donde se prodigaba. Templos de pequeño y mediano aforo, porque el último profeta siempre tiró piedras contra el tejado de su propia iglesia.
Krahe renegó de las cámaras y, sobre todo, de los programas televisivos de variedades. Su áspera relación con las multinacionales provocó que editase sus álbumes en la discográfica 18 Chulos, que fundó junto a otras rara avis como Pepín Tre, El Gran Wyoming o Pablo Carbonell. Y su honestidad ideológica —era un escéptico abstencionista o, como ironizaba él, un "anarquista de cinco a seis y media, que es cuando duermo la siesta"— lo llevó a criticar la traición del PSOE por meter a España en la OTAN en Cuervo ingenuo.
Lo pagó con una travesía en el desierto socialista, pues muchos ayuntamientos cancelaron sus actuaciones o dejaron de contratarlo. Vetado en la tele y en las plazas progres, aprovechó el vacío para echarse todo el verano en Zahara de los Atunes, donde dormía, comía, bebía y componía, siempre que se lo permitiese el recibía. "Nuestra carrera ha sido decir que no", resume Guereña. O sea, nada ni nadie comprometió la pureza de Krahe, quien desdeñaba actuar en los teatros —aunque el aforo fuese mayor— porque se sentía demasiado lejos del público.
Pese a que su filiación con Brassens era clara, Joaquín Sabina lo emparenta con otro grande: "Los dos eran escritores metidos a cantante, y Krahe, como Leonard Cohen, nunca fue viejo, porque nunca fue joven". De Haro cree que su obra es más literaria que musical, entre la que habría que antologizar las prédicas que antecedían a sus canciones. Y, aunque sus escuderos eran y siguen siendo de campanillas, ha trascendido por sus letras, "cosidas y descosidas innumerables veces pero a las que rara vez se les ven las costuras", apunta su biógrafo. "A Krahe le importa, sobre todo cuando escribe, que cada palabra importe".
El verbo era su biblia, tanto en el escenario como en la vida, de ahí que en las tertulias podía defender una idea y la opuesta con la misma solidez, porque la lona que pisaba no era la de [tener] la razón. El combate, para él, era dialéctico, a poder ser desconcertante y surrealista. Así, cuando fue llevado a juicio por el corto Sobre la cristofagia, le fastidió que los medios de comunicación rebautizasen el vídeo con el título Cómo cocinar un cristo. Una minúscula que no es baladí, pues lo habían denunciado por meter al hijo de Dios en un horno, cuando en realidad el ingrediente principal de la receta era un crucifijo mundano.
Pese a los reveses, "fue un maestro en no dejarse herir por las pequeñas desgracias cotidianas, ese cordón del zapato de Bukowski que, si se desata en el momento menos propicio, puede enviar a un hombre al manicomio", explica Federico de Haro, quien lo delinea como "un genio a la hora de no confundir nunca lo urgente con lo importante". Hedonista, sin reloj pero "puntual en su retraso", logró "vivir como quería a fuerza de haber vivido siempre como quiso". Profundo y profano, culto y aparentemente vulgar —el taco como licencia artística—, "más que un sabio trascendente era un sabio cotidiano", añade el periodista.
Escucharlo era un reírse serio. Sus letras arqueaban la comisura izquierda —o ácrata— de la boca, sin riesgo de luxación mandibular: la retranca de la sal fina de los mares del sur, donde se bañaba en pelotas hasta que la masificación lo forzó a comprarse un taparrabos. "El humor es en Javier más una actitud que un recurso y más una forma de mirar la realidad que un modo de burlarse de ella", escribe De Haro. "Es su escudo contra los problemas cotidianos, sí, pero también lo que le permite no caer en la pedantería".
La existencia de Krahe, quien antepuso el prestigio a la popularidad sin sufrir en el intento, da para un libro que encandilará a sus seguidores y satisfará a los neófitos, pues su singular carácter atrae al lector como la tira adhesiva a las moscas. No conviene ahora destripar la influencia paterna, su relación con Annick Bloyard, la socrática y delirante educación de sus hijos —Violante y Marco—, la amistad con Chicho Sánchez Ferlosio, la trayectoria paralela de Sabina, las referencias autóctonas —léase Capas Seseña— o el relevante papel de Guereña y su banda.
Basta bucear en la biografía, profusa en entrevistas, anécdotas y citas: "Creo en la profunda inutilidad de todos los actos de tipo político", afirmaba en el documental Esta no es la vida privada de Javier Krahe, dirigido por Ana Murugarren y Joaquín Trincado. Algunas, como la del fundador de La Mandrágora Enrique Cavestany, describen a la tribu originaria: "La parte de la Movida que salió movida en la foto de familia". Otras, de nuevo Sabina, condensan la figura del artista: "Krahe es un lujo que España no se merece".
Quién sabe si Javier se vería reflejado en esta quirúrgica y al tiempo amena biografía, aunque no resultaría extraño que por una vez [nos] diera la razón si nos atenemos a su apellido alemán, cuervo en español, un ave muy dada a mirarse —y reconocerse— en el espejo. Porque, como cantó el propio Krahe, todo es vanidad.
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