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La máscara dionisíaca de Nietzsche frente a la introspección suicida de Pavese. Si exceptuamos su centralidad en la cultura contemporánea, poco o nada parecen compartir el filósofo alemán y el poeta italiano. Para empezar, ni siquiera fueron coetáneos, el primero había muerto ocho años antes de que naciera el segundo. Uno es alemán y sueña en francés e italiano, el otro es piamontés y mira de reojo a América.
Ambos fueron, sin embargo, huérfanos de padre y ambos crecieron en un ambiente exclusivamente femenino. A fuerza de pasear y croquizar las rígidas avenidas de un Turín sombrío y despoblado, el dibujante y escritor francés Frédéric Pajak supo dar con ese hilo misterioso que unía a estos dos melancólicos empedernidos. El resultado es La inmensa soledad. Con Friedrich Nietzsche y Cesare Pavese, huérfanos bajo el cielo de Turín (Errata Naturae). Artefacto de eterno epígrafe a medio camino entre la novela gráfica y el ensayo –algunos incluso hablan de un nuevo género, el “ensayo gráfico–.
El padre muerto
Cuenta Pajak en el prólogo de la obra que, con frecuencia, se tiende a describir a los protagonistas como “postrados y mórbidos, de una melancolía lánguida, extática y funesta”. Una melancolía que, por momentos, se torna explosiva, mostrando a dos sujetos que se dan de bruces con una realidad eternamente desapacible, “unidos por la condena de ser para siempre huérfanos, niños mojados ante la tumba del padre”.
Pero, al mismo tiempo, una soledad que se convierte también en hogar, una soledad que, en cierta forma, confiere sentido a sus vidas. “No hay por qué lloriquear: la soledad tiene su parte de goce, de quietud también. No siempre supone una infelicidad inconsolable”, añade Pajak, huérfano también, para quien este libro supone una “tentativa de inventario”.
Ineptitud amatoria
Comparten ambos cierta incapacidad para amar y sentirse amados. Sirva de ejemplo, la presentación que, a modo de cortejo, tuvo a bien perpetrar un talludito Nietzsche deslumbrado ante la belleza de la jovencísima Lou Andreas-Salomé –tenía entonces veintiún años– en la basílica de San Pedro de Roma; sus primeras palabras fueron: “¿De qué estrellas hemos caído que así nos hemos encontrado?”. Demasiada intensidad quizá para una Lou que a todas luces quedó horrorizada ante el ya por entonces asilvestrado mostacho teutón.
No le anda a la zaga el amigo Pavese, también esclavo de la grandilocuencia y la afectación cuando de ellas se trata. El italiano, además, le añade una buena dosis de misoginia de brocha gorda al asunto. Lean al Pavese despechado: “Cuando una mujer huele a esperma y este esperma no es el mío, no me gusta”, y esta otra: “Las mujeres son un pueblo enemigo, como el pueblo alemán”. Ni rastro de la pausa del genio, ni rastro de sus silencios, solo bilis.
Digamos que las mujeres les sitúan a ambos en una encrucijada, acostumbrados como están a colocarlas en un pedestal, convertidas en algo sublime, son incapaces de enfrentarse a ellas sin sentir el vértigo de la vida. Así las cosas, el gran psicólogo social de la época y el poeta italiano más brillante de su generación se muestran azorados ante la presencia del sexo débil.
Turín, capital de la zozobra
En Turín, Pavese se suicida en una habitación de hotel a los cuarenta y dos años. En Turín también, Nietzsche termina abrazando equinos por las calles poco antes de que lo ingresen en un sanatorio. Es ahí, explica el autor, entre esos “muros y sucias salas”, en ese perfume crepuscular de la ciudad de Turín, donde encontramos el nexo buscado, el nexo que explica su forma de entender la vida.
Pajak se patea durante años las rígidas avenidas con fachadas color rojizo de la ciudad para destilar, entre dibujos y breves semblanzas, la melancolía que rezuma su ambiente gris. Una grisura que Pavese descuartizó en sus páginas y que Nietzsche presenció desde su trattoria favorita entre filetes de carne tierna y menestras varias, siempre con los nervios a flor de piel, siempre tan pagado de sí mismo, hasta el punto de firmar sus misivas como “El Crucificado”.
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