Ignasi Gozalo, ensayista: "Los alumnos de las escuelas de negocios elitistas son los futuros malvados de la humanidad"
El autor de 'La excepcionalidad permanente' reflexiona sobre los nuevos poderes y la sumisión de los ciudadanos.
Madrid--Actualizado a
¿Vivimos en un estado de excepción constante? No, pero sí en una excepcionalidad cotidiana, "que no es otra cosa que la producción de una angustia permanente sobre nosotros en forma de vigilancias, amenazas y alarmas continuadas". El problema, según el ensayista Ignasi Gozalo Salellas (Darnius, 1977), es que la excepción se ha convertido en normalidad y que nuestra sumisión es voluntaria.
El profesor de la UOC lo explica con detalle en La excepcionalidad permanente (Nuevos Cuadernos Anagrama), donde sostiene que el poder nos somete mediante un pánico —o una alerta, matiza él— sin fin. Por sus páginas desfilan el 11S y Guantánamo, Musk y Trump, el procés y el juez Llarena, el tecnofeudalismo y Netflix, Giorgia Meloni y Grande-Marlaska, el ecototalitarismo y el laboratorio tecnopolítico del coronavirus.
El poder aprovecha el miedo, la amenaza o la precariedad para someternos a un estado de excepcionalidad. ¿Cómo relacionaría a todos esos actores?
El estado de excepción implica un período de tiempo determinado. Sin embargo, mediante el giro de la vida material a la virtual —un nuevo paradigma de vida a la que yo llamo la condición algorítmica—, no vivimos un estado de excepción, sino la excepcionalidad. Es una condición, no algo temporal que se acaba; que no solo permanece, sino que ya nos viene dada. Los jóvenes, por ejemplo, viven literalmente fuera de la vida real.
La excepcionalidad proyecta diversas formas de control y las genera mediante las redes, de modo que afecta a aspectos de la vida muy diferentes, aunque siempre con los mismos argumentos. Con la salud, a través del miedo, se genera un pánico sin fin. Con las redes y las plataformas, los algoritmos no solo generan ansiedad, sino también procesos de bullying, maltrato y tecnoansiedad.
También es muy importante la cuestión ecológica, o sea, toda la retórica del pánico vinculada a la idea del colapsismo. Esa idea de "no hay final" muy transmitida mediante redes, pero poco argumentada. Y, en el ámbito de discusión política, es evidente la confrontación permanente basada en la idea de rivalidad extrema y, sobre todo, de polarización. De alguna manera, todos los espacios son de alarma o de conflicto.
No nos domina la información, sino el algoritmo.
Se han sustituido las ágoras materiales, que eran para la discusión o la deliberación, por la nueva "ágora digital común", como llamó Elon Musk a su querido Twitter, ahora X, que solo busca la confrontación, la polarización o la negación de las ideas diferentes. O sea, las famosas cámaras de eco, donde solo nos tuiteamos, leemos y escuchamos entre nosotros.
De alguna manera, todas estas lógicas relacionadas con la economía digital niegan una temporalidad sostenida, que permite la deliberación, el argumento, el devaneo y el cambio de tema. En cambio, hoy en día tenemos aceleración, polarización y simplificación. Esa excepcionalidad es la condición sine qua non de nuestra existencia.
Más allá de los grandes dictadores, ahora hay una nueva pulsión hacia el deseo de control. Si tú no quieres ser controlado, no aceptas el juego de entrar en las redes sociales. Sin embargo, la gente tiene un extraño deseo de ser vista y, por lo tanto, de ser controlada.
Eso ya pasó en el período de las dictaduras: ese deseo del ciudadano de ser dominado por esas figuras. Antes eran los jefes militares y los grandes caudillos, tan vigorosos y todopoderosos, y ahora son los Trump, los Musk, los superopinadores o los superinfluencers, en los que la gente común proyecta ese deseo de ser dominada.
Subraya que mandan más los multimillonarios que los Estados. ¿Trump, Bolsonaro o Putin, pero también Abascal, Meloni, Salvini o Le Pen, son simples peones de los nuevos poderes y del tecnofeudalismo?
Son aliados y encarnaciones complementarias de esas figuras ultramasculinas que solo renacen en momentos de crisis de la civilización. Después de escribir el libro, Musk y Trump se hermanaron y empezaron a hacerse videollamadas.
Esa es la gran imagen que le falta a La excepcionalidad permanente: una especie de colaboración en equipo de dos figuras bastante similares que responden, desde el mundo de la empresa y de la administración, a una necesidad de nuevos superhombres —porque las masas están aborregadas y polarizadas— y a una pérdida de capacidad de los Estados para gestionar el mundo.
Donald Trump y Elon Musk pasaron por la Universidad de Pensilvania.
Yo también, por eso estoy escribiendo sobre eso, porque la conozco desde dentro. Los alumnos de las escuelas de negocios elitistas, como los que tenía en la Wharton Business School, son los futuros malvados de la humanidad. Les transmiten directamente una idea fundamental: Estados Unidos solo necesita al 1% de la población para gestionar al resto. Una idea casi biologista que enmarcaría en el darwinismo sociológico. O sea, "necesitamos auténticos líderes superhombres que gestionen el mundo".
Así funciona Estados Unidos desde hace muchos años con estas escuelas de negocios ultraelitistas, donde forjan a los nuevos líderes, esos empresarios con grandes capacidades. Jeff Bezos, la versión progre, estudió en Princeton. Mark Zuckerberg, fundador de Facebook y Meta, en Harvard, al igual que Bill Gates, el dueño de Microsoft. [En la costa oeste, Larry Page, cofundador de Google, estudió en Stanford, como Sundar Pichai, CEO de Alphabet, o Reid Hoffman, cofundador de LinkedIn]
No es casual que todas esas figuras hayan pasado, aunque algunas no acabasen sus estudios, por la Ivy League, una maquinaria de preparación de las élites de nuestro tiempo. La diferencia es que antes eran juristas y politólogos, como la generación de los Kennedy, y ahora estudian en escuelas de negocios, que son la fábrica del mal.
Un elemento específico de Estados Unidos es la vinculación entre empresa e ingeniería. De hecho, todas son grandes tecnológicas y hay un gran vínculo con el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT). Es decir, hay una clara colaboración entre lo económico y la base del entrepreneurship. Los emprendedores suelen venir de las ingenierías, pero siempre muy vinculados a las escuelas de negocios.
[El autor de La excepcionalidad permanente deja claro que el lenguaje utilizado para definir estas escuelas de negocios es totalmente coloquial y figurado, por lo que "malvados", por poner un ejemplo, sería un adjetivo hiperbólico para referirse a los "futuros soberanos del mundo"]
¿Lo hace extensivo a las escuelas de negocios españolas o europeas?
Las grandes escuelas de negocios de la élite española copian el modelo yanqui. Sin embargo, fueron fundadas por la Iglesia católica. Dos de las más importantes son del Opus Dei y de los jesuitas, mientras que la tercera es superpija. Pese a copiar el modelo estadounidense, muchas de ellas están empezando a dar un giro humanista y a rectificar esa producción de monstruos.
Netflix fomenta el apocalipsis, la distopía, la desesperanza y el "no hay futuro", según usted, ¿pero con qué intención?
No me interesan tanto los contenidos de las series como la propia lógica del algoritmo en las series: la interrupción constante de la unidad de tiempo, que era la narración clásica, desde Aristóteles hasta la película del siglo XX. Esa aceleración, acumulación y fragmentación de la unidad narrativa genera ansiedad en el usuario, que no puede parar de ver series. Luego, esos contenidos colapsistas y catastrofistas se van incorporando a nuestra existencia y provocan un totum revolutum: la incapacidad de diferenciar entre el relato y la vida.
La depresión digital. Ansiar la felicidad y sentir culpa. Y el tecnofeudalismo, que apela a nuestro narcisismo para, en realidad, usarnos como mano de obra.
La trampa de las plataformas digitales es que antes de entrar tienes que aceptar una serie de compromisos, una lógica absolutamente feudal que supone nuestra muerte civil. El delito que cometen es tan bestia que las multinacionales se encargan de no cometer ninguna ilegalidad, obligándote a aceptar cláusulas continuamente. Eso es peor que una lógica feudal, porque nosotros la aceptamos. Me refiero al concepto de servidumbre voluntaria, de Étienne de La Boétie.
Si vivimos en una democracia y tenemos derecho a decir que no a Twitter, ¿qué la convierte entonces en una relación feudal? Si tú decides oponerte a esas redes sociales, te quedas fuera del mundo. Es una paradoja, porque quienes vivimos en el mundo real no nos enteramos de nada, como si viviésemos en un mundo paralelo.
En su ensayo, los jueces españoles tampoco quedan indemnes. ¿Tanto poder tienen?
Sí. Eso bebe de la incapacidad del político clásico que ejercía el liderazgo y la autoridad, en términos de Max Weber. Ahora hay claramente una subrogación de esas figuras, porque han quedado vaciadas de poder. De hecho, durante el procés, Mariano Rajoy delega en Soraya Sáenz de Santamaría, que conoce perfectamente el funcionamiento de la maquinaria judicial del Estado. Rajoy, por cierto, encarnaba al político ideal de nuestra época, porque no le interesaba tener autoridad: era, literalmente, un gestor de la vida pública.
Como los políticos —en el sentido antiguo del príncipe que decide por el pueblo— no tienen capacidad de gestionar de manera honesta y virtuosa al pueblo, lo que hacemos es delegar en las formas clásicas o nuevas del poder del Estado. Y esa subrogación va en dos direcciones: en la de las nuevas figuras supersoberanas dentro del Estado, que son los jueces, los mandos militares y policiales, etcétera, por un lado; y los empresarios, por otro.
Es impresionante lo que está pasando con los jueces en España, aunque también en Estados Unidos, porque están determinando la agenda política. Eso se debe a que el poder legislativo y ejecutivo van de la mano, pero el judicial va a su rollo, al igual que el mediático, un cuarto poder que ha devenido en algo más: el poder algorítmico y de las redes. Así, el poder judicial y el virtual están hoy en día ocupando esa capacidad de gestión de la vida pública que tuvieron en su momento el legislativo y el ejecutivo.
De hecho, los líderes políticos que mandan hoy en día superan la figura virtuosa del político al servicio público. O sea, Donald Trump, un tío narcisista sin ningún interés en el bien común. ¿Y por qué esa devoción por estos hombres? Pues porque hay una pasión muy baja, es decir, porque en momentos de guerra y de conflicto la gente quiere superfiguras a quienes entregarles la plena capacidad de gestión.
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