Me cuentan por teléfono que la versión online de un tabloide inglés acaba de anunciar la muerte de Alexander McQueen (nacido en 1969), y entro a mirar, aunque no me lo creo hasta que lo leo en la BBC. Entonces sé que es cierto. McQueen, de 40 años, ha sido encontrado muerto en su casa de Londres en lo que, según los medios británicos, parece un suicidio. McQueen cumplía en 2010 su mayoría de edad, 18 años desde que presentara su proyecto de licenciatura en la Saint Martins School: una colección inspirada en Jack El Destripador, que fue adquirida en su integridad por la editora de moda Isabella Blow, quien haría de McQueen uno de sus protegidos y amigo.
Según algunos medios británicos, McQueen tendría razones para el suicidio. Entre otras, la reciente muerte de su madre o el suicidio de la propia Isabella Blow hace tres años. Incluso recurren y bucean en su cuenta de Twitter, donde la semana pasada había escrito: “¡La vida debe seguir!”.
Pero de McQueen sólo sabemos hoy lo que él quiso mostrar sobre la pasarela. La misma en la que, con los años, ha ido dejando diluir su rabia de joven airado que empezó como sastre de aristócratas y ricos de la City en Saville Row, mucho antes de escuelas de moda y colecciones. Entre sus primeras creaciones estuvieron los forros de los trajes del príncipe de Gales, en cuyo interior escribía barbaridades. Después vendría Saint Martin, la presencia de Isabella Blow en su carrera y en su vida; y esa capacidad para deslumbrar al público con colecciones rudas, siniestras, poéticas, construidas a conciencia con cortes duros y ampulosos; hombros anchos y cinturas constreñidas con corsés inspirados en la obra del figurinista de la época dorada de la Metro, Adrian, y en las creaciones ochenteras de Mugler o en las siluetas de Christian Dior.
McQueen nunca perdió su fascinación por interpretar el clasicismo inglés con ironía y un punto de rabia desclasada. Supo transformar con maestría la moda en un elemento dramático y hacer de sus desfiles acontecimientos teatrales donde la puesta en escena iba más allá de lo espectacular y en los que el diseñador siempre dejó muy claro que su concepto de la moda sobrepasaba lo comercial o lo vendible. Avisaba que albergaba peores intenciones. Una necesidad de seguirse burlando de un mundo establecido en el que no se sentía cómodo, y menos aun después de su paso por Givenchy como director creativo, una etapa de la que renegaría tiempo después.
En los últimos años, sus creaciones alternaron la búsqueda de elementos fantásticos –tradicional o extraterrestre: así se evadía de un ánimo oscuro– con otras colecciones capaces de caricaturizar con tremenda crueldad el letargo de una moda autorreferencial y claustrofóbica que le asfixiaba.
McQueen murió ayer, con 40 años, en Londres. Mientras en Nueva York sus colegas se preparaban para la Semana de la Moda, que está a punto de empezar.
“He aprendido mucho de su muerte. He aprendido que merece la pena vivir. Para luchar contra el sistema”, declaró a la revista de moda W, un año después del suicidio de su amiga Isabella.
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