Las fugas más sorprendentes del Muro de Berlín
Los alemanes de la RDA se jugaron la vida para cruzar la frontera. La exposición 'El Muro de Berlín. Un mundo dividido' muestra algunas estratagemas para llegar a Alemania Occidental.
Cuando el señor Synowzik levantó la tapa de la alcantarilla, pudo respirar la libertad. De las cloacas emergieron él, su novia, su hijo Michael y un par de tenedores de langosta chapados en plata. Lógicamente, nada más poner un pie en Berlín Occidental, no pensaban degustar un crustáceo, pero sabían que su venta les podría proporcionar un dinero para comenzar una nueva vida en la República Federal de Alemania.
“¿Qué te llevas cuando tienes que huir a través de un túnel y dejar atrás toda tu vida?”, se pregunta Luis Ferreiro, director de la empresa donostiarra Musealia, organizadora de la exposición El Muro de Berlín. Un mundo dividido, que se inaugura este jueves en la Fundación Canal de Madrid. Hubo quien, en cuestión de minutos, tuvo que decidir cuáles eran sus tesoros más preciados, como un fugitivo que no dudó en llevarse a su canario.
“Las piezas más significativas de las exposiciones son las que nos permiten relacionarlas con una historia humana, porque muchas veces lo más importante de un objeto no es lo que vemos, sino lo que hay detrás de él”, explica Ferreiro señalando un trozo de madera. “Fuera de contexto, no nos dice nada, pero pertenece a uno de los cuarenta túneles excavados en Bernauer Strasse para intentar pasar del este al oeste”.
Concretamente, fue hallado en el túnel 29, construido en 1962 por alumnos de la Universidad Libre de Berlín en Bernauer Strasse gracias a la NBC. Los estudiantes pudieron financiar su construcción a cambio de permitir que el canal de televisión estadounidense grabase la salida de los huidos. “Una operación arriesgada, pues existía peligro de derrumbe. De hecho, sufrió dos inundaciones y muchos otros quedaron anegados”, recuerda el director de Musealia.
Con sus 140 metros de longitud, es un símbolo de las fugas subterráneas, entre las que habría que incluir los túneles de metro y las alcantarillas. Algunos contaron con mapas procedentes del otro lado de la frontera para orientarse, pero Michael Synowzik, a sus trece años, se las ingenió para guiarse en la oscuridad a través de las escaleras que ascendían hacia las tapas de registro, que había localizado previamente desde Friedrichstrasse hasta Checkpoint Charlie.
Tardaron ocho horas en salir a la superficie, una eternidad para su familia, aunque tan solo un suspiro para quienes se afanaban en la construcción de túneles que partían en su mayoría de Berlín Occidental. Los refugiados se inventaron mil estratagemas para huir, pero este es el método que más le ha sorprendido a Gerhard Sälter, jefe de investigación y documentación de la Fundación Muro de Berlín, después de veinte años de estudios y pesquisas.
“Imagínate a treinta jóvenes fortachones cavando durante medio año, conscientes de que entre ellos podía haber espías. Por eso, durante el tiempo que duraron las obras, nadie podía salir de allí. ¡Seis meses de tu vida en un conducto subterráneo, trabajando a diario en unas condiciones horribles, para sacar a tus seres queridos de Berlín Oriental! Si lo piensas, es impresionante”, reflexiona Sälter sobre la construcción de uno de los 75 túneles existentes.
Algunos portaban algunas pertenencias, pero otros cruzaron la frontera sin nada encima para no levantar sospechas. Por eso, la muestra recupera los productos de primera necesidad que les entregaban en los centros de refugiados, desde un cepillo de dientes a un camisón. Son algunos de los más de 500 objetos expuestos, a los que habría que añadir fotos, vídeos y veinte metros del Muro, sobre los que se proyectan imágenes de la época.
“Intentamos ayudar al visitante a conocer desde los conceptos más abstractos o políticos a lo que significaba realmente vivir en una ciudad, en un país, en un continente y en un mundo dividido”, afirma Luis Ferreiro, quien se planteó explicar el Muro de Berlín no solo desde una óptica berlinesa y alemana, sino también desde una perspectiva internacional, porque a su juicio “no es posible concebir la existencia de este régimen fronterizo en un contexto que no sea el de la Guerra Fría".
Para ello, la muestra se retrotrae a la Segunda Guerra Mundial para tratar de esclarecer “la posterior confrontación ideológica entre dos maneras radicalmente opuestas de concebir la organización de la sociedad”. También refleja los movimientos revolucionarios y contraculturales que tenían lugar en el mundo, ajenos a aquella sociedad cerrada, así como los acontecimientos históricos de otros países que contribuyeron a minar la Guerra Fría.
Sin duda, uno de los aspectos más curiosos de la muestra, más allá de la represión, son las historias humanas y los medios de los que se valieron sus protagonistas para evadirse. Los maleteros, los dobles fondos y los huecos de los coches sirvieron de cobijo, aunque unas fotografías captan en 1983 el instante en el que una mujer y dos niños son descubiertos por la Stasi en el portaequipajes. Ella fue condenada a cuatro años de cárcel y el conductor a una pena superior, mientras que los pequeños fueron internados en un centro de menores.
Para evitar las fugas, los servicios de inteligencia de la República Democrática Alemana comenzaron a vigilar con cámaras secretas las áreas de descanso de las carreteras, aunque Hans-Peter Spitzner tuvo la suerte de contar con un salvoconducto para convertirse, junto a su hija, en el último alemán que logró atravesar el Muro el 18 de agosto de 1989, poco antes de su caída, que tuvo lugar un día como hoy de hace 34 años.
Desesperado, le pidió a un soldado estadounidense que hacía turismo en Berlín Oriental si podía ayudarle a escapar. Hans-Peter y su hija se escondieron en el maletero y no tuvieron mayor problema al cruzar la frontera, pues los vehículos militares no eran sometidos a registro. Una vez allí, telefoneó al hotel austriaco donde se hospedaba su esposa Ingrid. quien había obtenido un permiso para el viaje, y le dejó un recado al dueño del establecimiento.
La nota, que puede leerse en la muestra, decía así: “Ingrid, no vuelvas a Alemania del Este bajo ningún concepto. Hemos llegado al lado oeste sanos y salvos. Tu marido y tu hija”. Karl Kolbe, en cambio, no lo consiguió en 1973, cuando trató de alcanzar Austria desde la República Socialista Checoslovaca, donde se encontraba de vacaciones con su familia, una mera excusa para atravesar la frontera cortando la alambrada. Él y su mujer fueron encarcelados, hasta que dos años después los liberaron gracias a un canje de prisioneros.
Los guantes de cuero que llevaba aquella noche figuran en la exposición, al igual que un croquis del compartimento secreto que Rosemarie Thiele habilitó en su coche. Residente en Berlín Occidental, en 1964 viajó a Hungría, donde la esperaba su familia, y logró trasladar a su hermano a Italia. Luego hizo lo propio con su madre, pero fue detenida antes de cruzar la frontera con Austria. Ella dio con sus huesos en un campo de trabajo húngaro y su progenitora pasó cuatro años a la sombra en la RDA.
Gudrun sí lo consiguió en el invierno de 1964, cuando vestía un abrigo presente en la muestra. Como debía esperar en medio de una autopista a un camión, donde se escondería en un habitáculo bajo la cabina, eligió una prenda de color verde oscuro para no llamar la atención. Menos discretas fueron las familias Strelzyk y Wetzel, que en 1979 cruzaron la frontera en un globo de fabricación artesanal, aunque en este caso no hay rastro de la aeronave. Sí figura el kayak en el que Kurt Rick navegó por el Mar Báltico en 1963.
“Además de por razones ideológicas y políticas, muchos alemanes querían reunirse con sus familiares al otro lado de la frontera, por lo que no dudaron en fugarse. Un sentimiento que se fue acrecentando porque cuanto más tiempo pasaba, mayor era la diferencia de los niveles de vida entre ambos países, algo que los orientales podían ver a través de la televisión”, razona el jefe de investigación de la Fundación Muro de Berlín, que ha colaborado con Musealia en la exposición.
Entre las numerosas fotografías, hay dos que saltan a la vista. En una puede verse el tambor de cable, ubicado en la parte trasera de un camión, donde se escondió un huido. En otra, la insólita vaca de cartón piedra que alojó a dos fugados en sendos viajes a Berlín Occidental, aunque el tercero no tuvo tanta suerte y fue apresado en el paso fronterizo de Drewitz. También está expuesto un carrito de bebé que data de 1946, quince años antes de construirse el Muro, si bien en este caso era usado para contrabandear alimentos.
Ojo a esta vía de escape: tirarse por la ventana. “En Bernauer Strasse se producía una situación extraña, porque las casas pertenecían a Berlín Oriental, pero la acera era de Berlín Occidental”, explica Gerhard Sälter. “La decisión de trasladar a las familias a otros edificios generó malestar entre los vecinos, porque algunos ya habían aprovechado para saltar por la ventana para escapar, ayudados por los bomberos occidentales. En pocos meses, aumentó la presión sobre quienes no habían logrado fugarse”. Y para conseguirlo, claro, agudizaron su ingenio.
Como decíamos antes, para pasar desaparecidos en la frontera, algunos la cruzaron sin nada encima para no levantar sospechas. O, mejor dicho, sin casi nada, porque quienes intentaban huir debían parecer occidentales. Por ello, recibían del otro lado de la frontera objetos, digamos, capitalistas: etiquetas de ropa, paquetes de tabaco, cajas de cerillas… Y, por supuesto, pasaportes de países occidentales. Convenía que el prófugo se pareciese al señor o señora de la imagen, porque de lo contrario el asunto se complicaba y tocaba hacerse una foto y falsificar el pasaporte.
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