Este artículo se publicó hace 6 años.
Francisco Leiro: "El buen arte es aquel que no se ve a primera vista"
El escultor figurativo labra en madera seres ciclópeos forjados en su mente, en la mitología y en el pueblo. Después de vivir en Nueva York, donde fue reclutado por la Galería Marlborough, alterna el trabajo en sus talleres de Cambados y Madrid.
Madrid--Actualizado a
Quién sabe si Francisco Leiro comenzó a labrar la madera a su imagen y semejanza o si su rostro, a medida que pasaban los años, fue pareciéndose a ellos, como si la gubia apuntase a su propia cara y no al tronco. Ellos son los seres ciclópeos forjados en su mente, en la mitología, en el pueblo. Estos días, cuatro de sus esculturas se alzan a otros tantos metros del suelo del Museo Patio Herreriano de Valladolid, aunque antes han habitado en ferias y exposiciones de medio mundo. Algunas encuentran acomodo en sus talleres de Madrid y Cambados, donde nació en 1957, después de exhibirse en las sedes de la Galería Marlborough de Nueva York, Barcelona o la capital española.
Leiro revela sus palmas ante la cámara —“Así, con las manos oferentes”—, pero rehúye la mirada —“Timidez pura, se ve de lejos”— mientras departe en el refugio de su estudio madrileño. Más que un taller, un zoo de antropomorfos que observan, imponentes, desde las alturas. Sus facciones también infunden respeto, aunque luego, en la distancia corta, se suavizan, como laxa resulta su voz, que a priori podría intuirse cavernosa. “Tengo una parte más humanista y otra más surrealistoide”, explica respecto a su trabajo, en el que se vale de la figuración para desencriptar su mensaje. O, como prefiere decir él mientras la lluvia repica en el lucernario, “para contar cosas”.
Veo que tiene el libro Diccionario del origen de las palabras, de Agustín Torijano y Alberto Buitrago ¿Qué importancia tiene el título en una obra?
Es importantísimo. Todas mis piezas lo tienen, aunque hace años titulé una serie Ninguén, es decir, Nadie. Cuando tienes una idea, debes nombrarla, aunque sólo sea para identificarla.
También ha creado piezas a partir de nombres, como Artrosis.
Sí. Tengo tantísima obra que hay de todo [risas].
¿Le costaría desprenderse de ella? Alguien entra por la puerta, saca la chequera, se lo lleva todo y usted se queda con el taller vacío.
Nosotros trabajamos para vender y de eso intentamos vivir. Sin embargo, te da pena que se vayan ciertas piezas. De hecho, algunas las aparto y las guardo. Tengo dos o tres de cada época.
¿Hay algún criterio para salvarlas?
La mayoría de las veces es por stock. No hago una pieza y me la reservo. Hay algunas que las expones dos o tres veces y no se venden. Sin embargo, para mí son especiales, por lo que decido apartarlas.
¿Puede coincidir que esos descartes sean las que más le gustan?
Sucede bastante a menudo. Las piezas que yo considero importantes no se venden tan rápido, debido a que están marcando un cambio en la evolución del trabajo. Normalmente, el espectador suele ir por detrás de lo que estás haciendo. Si no las vuelves a mostrar, se quedan fuera del mercado y, con el tiempo, adquieren ese valor especial, porque son piezas que marcan un momento.
¿Le satisface más que una exposición le guste al público o que venda obra?
Lo primero que deseas es que te guste a ti. Luego, los artistas queremos compartir nuestro trabajo con el público y que la gente lo disfrute. Eso es lo más importante, aunque hay que vender para vivir. Pero cuando monto una muestra, nunca se me pasa por la cabeza si voy a vender en función de las piezas expuestas.
¿Es un hombre de una sola pieza?
No. Eu son un home feito a cachos. O sea, un hombre hecho a pedazos [risas].
También un hombre que trabaja con un hacha y una motosierra… Y eso intimida.
Uso las herramientas que necesito en cada momento, sobre todo las más prácticas.
Para usted es importante la relación con el objeto, mientras que algunos artistas conciben la idea, pero luego la materializan otros. Leiro, sin embargo, sigue siendo el responsable absoluto de su obra, el hacedor.
La producción artística depende de muchos factores, entre ellos el estilo. Un artista minimalista —va en su propia religión— procura no tocar las obras. La expresividad humana no interesa. Normalmente, trabaja con materiales industriales, de modo que el propio material industrial es el que tiene el lenguaje. En mi caso, soy un escultor figurativo al que le interesa la expresividad, la masa, la forma y la anatomía. Por ello tengo que hacerlo yo, no puedo delegar el trabajo. Pero eso no quiere decir nada especial, porque lo más importante del arte siempre es la idea. Lo hagas tú o terceras personas, lo que importa es el resultado.
Cuando ve una madera, ¿sabe lo que hay dentro?
Yo no veo la madera por dentro. Es una idea más aplicable a la piedra, que procede de la famosa frase de Miguel Ángel: “Cada bloque tiene una estatua en su interior y es la tarea del escultor descubrirla”. Es posible que un espectador normal, cuando ve una escultura de madera, se crea que está hecha de un tronco. Es decir, que ahí había un árbol con hojas. En cambio, cuando voy a un almacén, lo que compro son tablones. O sea, piezas totalmente geométricas. Lo que sucede es que, como son esculturas orgánicas, al espectador mis obras siempre le van a remitir a los árboles. Sin embargo, la primera fase es pura geometría.
¿Qué tiene más magia: poblar el lienzo o desvanecer el bloque?
La idea de la pintura tradicional hoy en día ya no es válida, porque hay muchas formas de pintar. El artista chino Cai Guo-Qiang, por ejemplo, pinta con pólvora. Lo mismo sucede con la escultura.
¿Qué le incita más a esculpir: el hombre o la mujer? Porque advierto más la presencia masculina.
Posiblemente. Pero tengo cantidad de obras que no tienen un género definido. ¿Esa escultura de ahí es hombre o mujer? No lo sabrías decir [risas].
¿De dónde salen sus seres?
Son pura evolución de otros seres creados hace cuarenta años que han sembrado de simientes tanto el taller como mi cabeza. Un lío genético extraño del que están saliendo combinaciones.
En sus cuerpos hay un aura primaria, agreste, que remite al principio de las cosas.
Ciertas obras mías producen esa sensación. En ellas le doy mucho valor a una especie de poscubismo, a la idea del corte y del bloque, a la masa presentada de una forma primaria, a las texturas provocadas por las herramientas… Le doy espacio al espectador para que, de alguna forma, remate la obra. Por otra parte, ha quedado obsoleta la idea decimonónica de que una escultura sin lijar ni pulir está inacabada. Un error garrafal que sigue repitiéndose sin sentido. Es como si a un pintor expresionista le dices que su cuadro está sin terminar.
La piel, áspera. ¿Aspira rozar la perfección a través de lo desigual?
Yo no concibo el arte como algo rematado. No me interesa. Soy un escultor orgánico, donde entra todo: lo más duro, lo más lánguido, lo más áspero...
¿Hay algo en sus seres que el ojo no alcanza a ver?
El buen arte es aquel que no se ve a primera vista. Pero el ojo hay que educarlo.
¿Prefiere el de alguien con sensibilidad o uno formado?
Ni una cosa, ni la otra. Me gustan la naturaleza y el comportamiento humano, sea cual sea. Cuando hago esculturas en espacios públicos, lo más interesante es escuchar los comentarios de las personas que circulan por la calle. Gente que a lo mejor no entra en los museos, pero que irremediablemente se topa con una obra de arte en medio de la ciudad.
Obras más expuestas a las críticas.
Pero son críticas vírgenes.
A usted le gusta la buena mesa: ¿es más difícil educar el paladar o el ojo?
Por un lado, puede ser innato. Hay personas que nacen con más sensibilidad para apreciar el arte y otras, con una cabeza más racionalista o matemática. Por otro lado, está la formación: el conocimiento de la historia del arte, de la filosofía, de la literatura… Influyen muchos factores.
¿Por qué dejó la carrera de Bellas Artes?
Llegué a Madrid en plena transición política, un momento convulso. Donde me formé realmente fue en la Escuela de Artes y Oficios de Santiago de Compostela.
Con la piedra.
Sí, pero también con el ambiente santiagués y la gente que conocí allí. Luego, mi paso por la Facultad de Bellas Artes fue muy importante, porque afortunadamente tuve de profesor a Toledo, un escultor realista muy bueno, con quien aprendí el modelado con barro a partir de desnudos. Pero bueno, sólo duré un año en la universidad.
Entonces llegó la madera, que le venía de familia. Su abuelo era ebanista y su padre hacía muebles en Cambados. Por no hablar de su abuela, panadera, cuya masa fue el primer material que modeló. ¿Tiene algo que ver con todo esto?
Por supuesto. El ambiente familiar me influyó mucho. Una hermana de mi padre era pintora. Mi madre también hacía sus pinitos como pintora aficionada. También calaron los viajes de fin de semana con mis padres para ver monasterios: Galicia, Asturias y el norte de Portugal los teníamos trillados. Sin embargo, criarse en un ambiente artístico no quiere decir nada. A otras personas no les influye en absoluto, incluso terminan aburridas de tanto arte.
¿Cuándo supo que quería ser artista? ¿O cuándo se sintió artista?
Yo empecé jugando. De niño modelaba el barro en el taller de mi abuelo, porque él también hacía esculturas de corte religioso.
Hace cuatro años encerró la fuerza bruta en el Palacio de Cristal del Retiro, que es una especie de...
De pecera [risas].
Como si sus esculturas fueran pirañas. En cambio, sostiene que, a través de esa aparente brutalidad, pretende reflejar la fragilidad humana. ¿Esos personajes también hablan de usted?
Claro. Son mis criaturas.
A veces los hijos salen muy distintos a los padres.
Ahora se cumplen los doscientos años de la publicación de Frankenstein, quien se siente Dios y quiere crear su ser humano, feito a cachos. De alguna manera, yo soy un escultor un poco Frankenstein, porque quiero crear personajes continuamente. Realmente, no sé si son mis hijos, pero algún parentesco hay.
¿Les habla?
Hombre, de vez en cuando, pues claro... Piensa que yo trabajo solo, rodeado de personajes. Soy un escultor de la familia de Pigmalión, el misógino que no acaba de ver la belleza perfecta de la mujer y que decide crear la suya propia, una estatua que termina convirtiéndose en carne.
¿Alguna vez se ha enamorado de una escultura, propia o ajena?
Sí, claro. El arte, cuando te emociona, produce algo similar a lo que entendemos por enamoramiento.
¿Se ha imaginado alguna vez una talla suya floreciendo?
Aquí la tienes [Leiro busca un catálogo en su despacho y lo planta sobre la mesa. Lo abre y señala una escultura de 1979, Flor Manola: una cabeza brota de unos pétalos, o viceversa]. Me puedes preguntar lo que quieras, porque tengo de todo [risas].
Ha esculpido Siria, Ruanda, los Balcanes... También el Prestige. Los despojos humanos, pero también los salvadores. ¿El hombre no tiene remedio?
El hombre es lo que es, no tiene que remediar nada. Se repite. Siempre comete las mismas burradas. Quizás no tenga remedio porque va en el ser humano. Parece impensable que, un día después de estar en paz, asesines a alguien. ¿Somos asesinos innatos? ¿Puede cambiar el ser humano? Si no fuese así, ¿puedes educarlo y formarlo para evitar esas atrocidades? La historia reciente nos demuestra que no. Basta mirar a Siria, que parece un matadero de pollos.
En una situación extrema, si la necesidad fuese acuciante, ¿dudaría en usar su obra como combustible para vencer el frío?
En una situación desesperada, claro que lo haría.
¿Qué se perdería?
Nada. Ahora bien, si tuviese que hacer fuego con mis esculturas, empezaría con los descartes para intentar salvar alguna [risas].
En parte de su obra hay dolor. ¿Qué le provoca más sufrimiento?
Que me caiga algo en el dedo gordo del pie. Y ya ha sucedido alguna vez.
Al menos gasta unas buenas botas con la puntera reforzada.
Me estás preguntando sobre un dolor que no me atrevo a manifestar. A veces, el dolor mental, desgraciadamente, está inducido por los medios de comunicación. Una cosa es ver el sufrimiento en persona y otra cosa es que te lo enseñen, incluso tras ser manipulado. ¿Qué produce más dolor: que fallezca un niño atropellado en la Gran Vía o que mueran veinte de hambre en Ruanda?
La cercanía produce más dolor, ¿no?
Seguramente.
¿Quien esculpe, o pinta, o filma el dolor lo hace para lavar su propia conciencia?
A finales de los años ochenta, en Estados Unidos hubo un gran debate sobre la estética y el dolor, pero no tengo respuesta. Yo lo utilizo de vez en cuando, cuando me lo pide el cuerpo y hay algo que realmente me motiva y emociona. Pero procuro no usarlo como lenguaje artístico, o sea, como negocio. Lo hago cuando toca, como en el caso de Alepo, un conjunto escultórico sobre la guerra de Siria que presenté en Arco. Sin embargo, eso no quiere decir que estilísticamente sea mi lenguaje habitual.
Agiganta el cuerpo. También lo empequeñece. ¿Por qué no el tamaño natural?
Los griegos se dieron cuenta de que la escultura figurativa debía realizarse por encima del tamaño natural, que curiosamente provoca que la pieza resulte pequeña. Para darle más poderío, amplías el tamaño y empoderas la figura. En cambio, cuando reduces la escultura la llevas al territorio de lo íntimo, al muñeco que puedes coger con las manos.
Más allá de la figuración, a veces hay arte social o político. También bebe de lo mitológico, funde el sujeto con el objeto o inventa seres. Incluso hay humor, que según usted le viene del surrealismo. ¿Entiende el arte sin denuncia?
Sí. Yo entiendo todo. Hay arte para denunciar, para divertirse, para cachondearse...
Cuando se fue a vivir a Nueva York, ¿necesitaba poner tierra de por medio? ¿Fue buena la distancia?
Yo me fui por casualidad. Me ofrecieron una beca Fulbright y arranqué sin pensar en nada. No era mi intención poner tierra de por medio, pero me sentó bien.
¿Resulta más fácil triunfar aquí desde fuera?
Eso de triunfar es algo muy relativo. Sin embargo, resulta más incómodo marcharse para buscarse la vida que quedarse en casa. Otra cosa es el resultado, que puede ser bueno o malo. Siempre se habla de a quien le fue bien, pero en la cuneta se queda mucha gente, de la que no hablamos.
El mito del emigrante triunfador.
Claro. Siempre se habla del emigrante que vuelve con el traje blanco, pero ¿qué pasa con el que se queda allí porque no puede regresar? Mal asunto…
En ese sentido, usted ha sido indiano.
Hombre, he tenido suerte. Dejar tu lugar e irte a la aventura no garantiza nada, pero es un sacrificio. O lo era, porque desde que existe Ryanair resulta más fácil viajar.
Usted prefería, pese a su envergadura, sentirse liliputiense en Nueva York, que ser el gigante en casa.
Nueva York me salvó la vida. Soy incapaz de pensar qué haría si no me hubiera ido allí. Porque el mundo del arte es muy duro.
Es reconocido internacionalmente. ¿Por qué cree que su obra resulta universal?
No lo sé. El arte siempre es universal. No el mío, sino el de cualquier artista. No tiene fronteras.
¿Qué se alcanza a través de su obra? ¿Es posible conocer al ser humano?
Ciertos aspectos, sí. No obstante, el cine puede acercarse más a la mirada del ser humano y a su psicología. Y, para hacerlo, los grandes directores cuentan con más herramientas: los personajes, la fotografía, los encuadres, las localizaciones...
El dibujo es el principio de todo. ¿Será algún día el final?
¿Lo único que haga? ¿Principio y final? Puede ser, por qué no. Lo que quiero contar puedo transmitirlo sólo con el dibujo, sin necesidad de labrar la madera. Es más, incluso podría escribir una escultura.
¿Dónde le gustaría tallar su última obra? ¿En Cambados, en Madrid, en Nueva York...?
Sin duda alguna, en la cama.
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