MADRID
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Manuel Estrada es uno de los grandes del diseño español, convencido del poder de lo suyo para levantar un negocio o incluso un país. También un artista de la invisibilidad, porque está presente en todo, aunque nadie lo vea: un libro, un museo, un vino, un festival, un aceite, un banco, un detergente, una constructora, un frasco de especias... Quizás su mayor mérito consistía en pasar desapercibido cuando, paradójicamente, vive de la imagen. Hasta que su trabajo para diversas firmas e instituciones trascendió la calle y se convirtió en objeto de exposición. No extraña, pues, que el año pasado recibiese el Premio Nacional de Diseño por tender un puente entre el tejido empresarial y la cultura.
Usted iba para arquitecto, pero…
Pero descubrí la gráfica como una herramienta de comunicación. Cuando era joven, estaba comprometido con cambiar el mundo en el que vivía, aunque con poco éxito. Entonces empecé a usar mi capacidad de dibujar, eso me llevó a una actividad más libre y, en 1980, fundé el Colectivo Sidecar. Siempre he necesitado trabajar, porque en mi casa no había tanto dinero como para haber sido un estudiante en estado puro hasta los treinta años. Compaginaba el trabajo con el estudio, hasta el punto de que, con dieciséis años, estuve currando unos meses como jornalero en un latifundio de Extremadura. En ese momento, estaba más interesado en el mundo en su conjunto que en desarrollar una actividad profesional, si bien alternaba esa visión con trabajos que me permitían vivir, como los encargos de dibujos.
¿No corría sangre artística por sus venas?
No, pero desde niño siempre dibujaba como una manera de comunicarme con los otros. Mi padre era el gerente de Suevia Films, que hacía las películas de Marisol, y dibujaba muy bien. Mi madre, además, escribía. Digamos que en mi casa siempre ha habido una especie de ambiente estético.
El artista fue bienvenido.
No me consideraba tal, aunque pronto descubrí que era una cualidad por la que me pagaban y una herramienta para cumplir con los encargos que me iban haciendo. Al tiempo, iba afilando mi lápiz.
Y llegaron los carteles de películas.
Me encargaron, por ejemplo, el cartel de la versión española de El Imperio Contraataca. Aquello empezó a interesarme. Las agencias de publicidad empezaron a pedirme storyboards y, de pronto, apareció en mi horizonte algo que yo desconocía: el logo. Entonces descubrí que había una cosa a la que yo no le había puesto nombre: el diseño gráfico, que tenía una vertiente social, económica y comunicativa importantes. También me permitía establecer una relación directa y de complicidad con quien me encargaba, por ejemplo, la cabecera de una revista.
Siempre me ha interesado el contenido y la filosofía. Desde chaval, he leído mucho, por eso me gusta hacer portadas de libros. Y, para ello, me los leo casi todos. Con todos mis respetos, eso no ocurre en el mundo que vende. La publicidad tiene su utilidad y no voy a denostar ahora el sector, que ha inventado cosas interesantes y divertidas en el siglo XX, si bien la conexión con el contenido es diferente.
En el diseño, si creas la imagen de una empresa o la portada de un libro, tu creación no es sólo estética, sino que analizas, profundizas, piensas y lo expresas de una manera sintética y gráfica. Entendí que era un camino más interesante y con tiempos más dilatados que en la publicidad. Y, ahora, con las nuevas tecnologías, ni te cuento, porque se supone que las máquinas lo hacen todo muy rápido, pero las cosas interesantes se hacen pensando.
¿Ganó el diseño o perdió la arquitectura?
Ganó el diseño, aunque en su día estuve cinco años dibujando para un arquitecto.
No obstante, llegué a entender bien la arquitectura, porque además viví mucho tiempo con una arquitecta, una compañera de estudios con la que tuve una hija.
De hecho, el círculo se ha cerrado y ahora combina el diseño con la arquigrafía, o sea, la comunicación visual de elementos gráficos aplicados a la arquitectura.
En ese sentido, cuando pienso en temas de diseño, siempre reflexiono teniendo en cuenta la arquitectura. En edificios y museos, la arquitectura tiene que ir delante del diseño. La primera debe expresarse y la gráfica, potenciar los elementos de comunicación sin taparla.
Sostiene que su trabajo consiste en resolver los problemas de otros. ¿Dónde encuentra las soluciones?
Me expreso de manera discreta y trato de racionalizar lo que veo. No sé si es una cuestión de creador tímido, que no tiene prisa por expresarse a sí mismo, o porque me parece que el aspecto funcional del diseño sigue siendo esencial. Muchas veces encuentro la inspiración en el propio pensamiento del contenido: leo, hago listas de palabras, etcétera. No me inspiro en temas estéticos o ambientales, aunque no deje de frecuentar museos o escuchar música. Insisto: contenido, palabra y reflexión. Busco elementos que abran los cajones del contenido para trasladarlos a imágenes, y no al revés, como si la imagen fuese una capa más superficial de la esencia de algo.
Un diseñador emocional, pero conceptual y, a veces, minimalista.
Sí. Bueno, minimalista o no.
Digamos que no teme el blanco.
Efectivamente, me gusta mucho el blanco. En los museos, por ejemplo, una obra cobra mucho más valor cuando está sobre una superficie blanca. El espacio es como es silencio. Si quieres decir algo importante, deja pasar unos segundos y dilo. Me pasa igual con la gráfica, aunque no pienso que menos siempre sea más. Vivimos en un mundo tan ruidoso que la mayoría de la gente reacciona de forma refractaria a los mensajes. La mejor comunicación es la que llega más rápido.
Más allá del valor artístico, usted subraya el valor económico del diseño. Sin embargo, con la crisis, al igual que sucedió con la publicidad, también se recortaron los gastos en diseño, pese a que ayuda a vender el producto.
Los países ricos se gastan más en diseño no porque sean ricos, sino que son ricos porque, entre otras razones, se gastan más en diseño. El diseño no es estética, sino profundización, innovación y trabajo en las formas ligado a los contenidos. En ese sentido, nos dan lecciones los italianos, quienes lo definieron como un arte característico de la sociedad industrial. El diseño es una herramienta cultural, aunque también económica.
De hecho, el año pasado le concedieron el Premio Nacional de Diseño por conectar la cultura con la empresa, o sea, con el negocio.
Entonces me dije: “Joder, qué bien que el jurado piense eso, porque creía que sólo me daba cuenta yo”.
En cambio, el empresario ha sido reacio a esa conexión o hibridación.
Salvo excepciones, y cada vez hay más, no han entendido que era una herramienta estratégica y la han considerado como un elemento secundario. No es casual que muchas de las empresas con más éxito hayan cuidado su diseño. Ahí está la nueva imagen de Carmencita, que le permitió internacionalizarse y competir en el sector de las especias y condimentos con Ducros o McCormick.
¿Cómo puede aspirar España a la imagen internacional positiva, por ejemplo, del Made in Italy?
El problema de España es que no nos creemos a nosotros mismos, pero es una cuestión que tiene más que ver con la política y la sociedad que con el diseño. Deberíamos pensar en que somos nuestros principales críticos, porque vernos peor de lo que somos nos impide crecer. Quizás, como consecuencia de eso, siempre nos hemos vendido mal. Tenemos que mejorar, porque venderse no es algo indigno, sino bueno. Ni tampoco consiste en decir que somos lo que no somos.
Italia trascendió por el diseño de moda y el industrial. ¿El despegue de España podría pasar por una embajadora como la gastronomía?
Ya lo es. Cuando me enfrenté al diseño de Spain Gourmetour, una revista del ICEX para promover en el extranjero nuestra gastronomía, propuse ligarla a nuestra creatividad. Publicamos portadas con una cerámica de un pez de Picasso, con un cuadro amarillo de Tàpies para hablar del aceite de oliva, con una acuarela de Barceló que representaba un cangrejo… Nuestro papel en la plástica contemporánea ha sido muy importante, por delante de nuestra repercusión industrial. Aprovechemos nuestra creatividad, porque nuestro salto en la gastronomía lo hemos dado gracias a ella. Luego parece que no nos damos cuenta de que Ferran Adrià es tan bueno hasta que no lo sacan en The New York Times. Como él, otros muchos cocineros están salpicando nuestra forma de comer, hasta el punto de que estamos adelantando a los franceses. Ellos marcaron el estilo, pero ahora están por detrás de nuestra capacidad de innovar.
¿Cómo se traduce eso a otros ámbitos del diseño?
Poco a poco. La capacidad creativa en España, asociada a nuestro temperamento, es alta, por lo que debe tener más actores. Y, por supuesto, hay que llevarla a las empresas. Tenemos que ingeniar qué hacemos y cómo lo hacemos. Y ahí interviene la innovación y el diseño.
¿Hay mucho trampantojo tanto en el diseño como en los platos?
Pero no está mal que lo haya [risas]. Ahora comemos menos que antes y no necesitamos una contundente fabada para poder levantar fardos después del almuerzo. El trampantojo forma parte de la cultura. Aunque está bien reírse de todo, es como si criticamos la pintura abstracta.
Me refería a un efecto de imitación que puede producir monstruos, incluso minimalistas.
Cuando publiqué el libro El diseño no es una guinda, reaccionaba contra el matiz peyorativo que había adquirido la palabra. Aquí se acuñó el término “de diseño” para decir que una cosa era cara, falsa o difícil de usar. Por ejemplo, decías que una política era de diseño para decir que era torticera. ¿El motivo? Teníamos una visión carpetovetónica de los temas relacionados con la imagen, porque éramos muy austeros. Nos está costando superarlo y hará falta una o dos generaciones de diseñadores para demostrar que no estamos hablando de ponerle una guinda de bote a un flan industrial. Por eso, yo me alejo mucho del diseño como gesto.
¿Qué es la identidad: un rasgo o un todo? Porque a veces una característica sintetiza el conjunto.
Sí, pero hay que llegar a ella desde el núcleo. El estilo es indispensable en la pintura, aunque a mí no me interesa. Es imposible no adquirir cierto estilo con el tiempo, si bien yo intento llegar del núcleo al rasgo, no al revés. En bachillerato, sacaba buenas notas en dibujo, pero también en filosofía, porque me interesaba discutir con el profesor sobre la razón última de las cosas. Lo más importante de un logo se hace y se discute antes de empezar a dibujar, cuando nos reunimos para decidir hacia dónde hay que apuntar y por qué. A partir de ese momento, las formas comienzan a cobrar un sentido.
En ese proceso de búsqueda, ¿qué le ha ayudado más: la pintura, la fotografía, el cine, la literatura, la filosofía, la calle…?
Paul Rand, héroe del diseño gráfico estadounidense, decía: "La curiosidad es una de las claves del diseño". Estar siempre preguntándote cosas más allá de las preguntas que te ponen sobre la mesa. Necesito visitar nuevas ciudades sin parar y observar lo que no he visto antes. Todos los días veo una película y leo uno, dos o tres libros a la semana.
Sus libretas con bocetos han sido objeto de exposición y facsímil: Donde nacen las ideas. Cuadernos del Equilibrista. Cuando no tiene una a mano, ¿vale una servilleta o un mantel de papel?
Sirve cualquier sitio, el problema es que si lo pierdo, se esfuma la idea. En todo caso, con todos mis respetos hacia el cuaderno de artista, creo que está muy alejado de ser un objeto para ser expuesto. En mi caso, es más bien una manera de ordenar mi propia capacidad de desordenarme.
¿Dónde ha llegado a bocetar una idea?
En sobres o trozos de periódicos, que luego pego con celo para que no se me pierdan.
Porque usted es muy de collage…
Sí, porque resulta una herramienta muy curiosa. Una manera de reordenar lo que ves, sin necesidad de reinterpretarlo a través del dibujo.
De hecho, le atrae, quizás más que un dibujo o una imagen, el objeto. O sea, una composición fotografiada. ¿Qué separa ese fotomontaje o collage de materia de una obra de arte?
No me interesa cuál es la respuesta a esa pregunta, y no porque no me atraiga el arte... La materia relaciona a quien ve la portada de un libro con quien la hace. Si yo utilizo mi propio universo para contarte algo, estoy haciendo narrativa. Y busco lo que tiene que ver contigo: uso el lápiz, la piedra, el bolígrafo, la paja, el vaso, la cuchara… Hago hablar a los objetos que están en nuestro entorno, o los transformo para que digan cosas. Antes, Magritte empezó a descontextualizar objetos y a decir que no eran lo que son, mientras que en España tenemos la poesía visual de Joan Brossa, a quien no le interesaba la belleza de los objetos. De pronto, Daniel Gil les da la vuelta en las portadas de Alianza, aunque con un componente más estético. Y, luego, Chema Madoz también hace lo propio. Pero yo partí de Brossa.
Intuyo cierta modestia en la respuesta. “Los diseñadores son artistas sin pedestal”, que diría su admirado diseñador Bruno Munari. Digamos que a usted no se le ha subido el pedestal a la cabeza.
[Risas] La modestia es un ingrediente vital, mas eso no significa que no pueda tener un buen concepto de mí mismo y de lo que hago. Ante un cliente, si tengo algo claro, confío en mi criterio, lo defiendo y lo trato de argumentar. No obstante, sigo estando de acuerdo con el hermoso libro de Munari El arte como oficio: ¿en qué nos diferenciamos nosotros de los carpinteros? Hacemos cosas por encargo y procuramos que, además de quedar bonitas, cumplan su función.
¿Ha desechado obras redondas, casi maestras, por la reticencia del cliente? ¿Hay que convencerlo?
Sí. El problema es que las obras no son sólo tuyas, sino también suyas, pues ellos arriesgan su dinero y ponen su nombre. Lo que haces debe convenir al cliente.
“El buen diseño es un buen negocio”, que diría Paul Rand, el creador del logo de IBM.
Claro. Sin embargo, Milton Glaser afirmaba que los departamentos de marketing de las compañías son la demostración de que los empresarios han entendido que el diseño es demasiado importante como para dejárselo a los diseñadores. Bob Noorda, un italiano cojonudo de origen holandés, me comentaba que la gente del mundo del marketing, como no puede equivocarse nunca, nunca acierta. Porque, pendiente de los sondeos de opinión, no se puede alejar de la línea de la corrección, ni se acercará al borde para crear un mensaje que no se haya demostrado. El cliente, a veces, tiene que cruzar la línea y arriesgar su reputación y su producto. Y nosotros debemos darle un impulso e intentar hacer algo que no se haya hecho antes.
El Yes We Can ha sido profusamente copiado. ¿En el diseño siempre se puede o alguna vez ha tenido que decir no?
¿Siempre se puede o siempre se debe? Siempre se puede, pero no de la misma forma. No hay que conformarse con la primera respuesta.
¿Qué no estaría dispuesto a hacer?
Cosas que atentan contra nosotros mismos. Lo que no haría como persona tampoco lo haría como diseñador. Ahora bien, tampoco hay que ser un moralista, porque en el fondo no hago mis cosas, sino las de otros. ¿Por qué no voy a diseñar la portada de una biografía de Winston Churchill?
¿Se han quedado grandes ideas en el cajón?
Sí.
¿Las ha reciclado?
No me gusta hacer eso. Sin embargo, puedes cerrar los cajones, pero la cabeza no se cierra.
¿Ha tenido ideas para un proyecto que no ha llegado o que está por llegar? ¿Ha buscado al cliente? “¡Tengo una respuesta para usted!”.
No. Me interesa enfrentarme a los problemas como si fuesen sudokus con un enunciado concreto. No me interesan los diseños de autoencargo. Las soluciones más bonitas son las que vienen del enunciado de los problemas, por lo que prefiero no tener que inventármelos yo [risas].
¿Es bueno hacerse muchas preguntas o procede ir acompañándolas de respuestas a medida que van surgiendo? Porque, cuando entrega al cliente un logotipo, detrás de ese símbolo gráfico hay una historia. Y, seguramente, decenas de bocetos.
Hacerse muchas preguntas no es malo. Al contrario, afila el lápiz aunque gastes tinta. No es inmodestia, pero con el paso de los años, sé más cosas. La inseguridad ante la página en blanco ha ido desapareciendo. No me hace falta guardar soluciones enlatadas.
Y luego está el oficio.
Claro. Es necesario y no puedes renunciar a él. Oficio es ser eficaz en la comunicación y decir lo máximo con lo mínimo, lo que va conformando una idea de lenguaje.
Antes comentaba que leía los libros que diseñaba. No obstante, cuando se trata de una colección, resultará imposible. En todo caso, de una lectura pueden extraerse ideas poco evidentes, interpretaciones personales o evocaciones sutiles. ¿Qué título le ha resultado más complicado?
Me dieron un premio por la portada de La Odisea, que me había leído tres veces, porque tenía claro que el viaje a Ítaca vuelve, de ahí la letra O coronada por un barco. En cambio, Nietzsche se me atraganta. Kafka me resultaba anguloso y atormentado, pero en obras menores y en lecturas fragmentadas he descubierto que escribe muy bien y que sabe transmitir con las palabras. Reconozco que, para bocetar las portadas, prefiero leer el libro en papel, porque así puedo ir haciendo dibujitos en los márgenes.
Diseñó e ilustró El viaje del elefante para Alfaguara y El silencio del agua para Libros del Zorro Rojo, ambos de José Saramago. ¿El futuro del libro de papel pasa por la edición cuidada, por el libro objeto, por la obra fetiche?
Parece ser que la caída del libro de papel, en relación con el digital, ha tocado suelo en los países más lectores. El papel es un objeto agradable y difícilmente mejorable. Encima, cuando incluye ilustraciones y te gusta mucho, quieres tenerlo porque lo rememoras, lo evocas, lo ves y, claro, lo coleccionas.
¿Cómo era el nobel? O, mejor dicho, ¿cómo era la persona que recibió el premio?
Traté a Saramago y a su mujer, Pilar. Cuando leí su discurso, me emocionó. Decía algo tan bonito como que la persona que más le había enseñado en su vida era un pastor analfabeto: su abuelo. No sólo no renunciaba a su origen modesto, sino que reivindicaba a su abuelo pobre ante la Academia Sueca, lo que me motivó a escribirle un correo para decirle que me había gustado mucho. Al principio, cuando diseñé sus libros, él no entendía cuál era la relación entre las imágenes y las palabras, pero le expliqué que no podíamos contarlo todo en la portada. Había que elegir una imagen representativa y lo comprendió. Aunque era un hombre que anteponía las palabras a las imágenes, supo ver que podían relacionarse de igual a igual.
Volviendo a la O de La Odisea, está claro que le gusta la tipografía, un juego sin fin.
De mí han dicho que pinto con las letras. Bueno, en realidad me gusta darle iconicidad a los mensajes tipográficos. Además, resultan más abiertos y se aprehenden y decodifican de ambas formas: lo ves y lo lees.
Ha conseguido sintetizar la evolución humana en sólo cuatro líneas para el museo MEH de Burgos. ¿Es el logotipo del que se siente más orgulloso?
Me gusta mucho, porque no es fácil que todo el mundo entienda un logo sin manual de instrucciones. Mis búsquedas son lo más exhaustivas posibles, lo que no quiere decir que sea mejor el último boceto que el segundo. Pero sí he aprendido a no empezar a dibujar hasta que no tengo claro el asunto, porque si no te enamoras o te encaprichas con tus dibujos —porque piensas que son ingeniosos— y los materializas antes de haber reflexionado. Porque la reflexión da más pereza y resulta más árida.
¿Cuál es su objeto de deseo? ¿Qué le gustaría diseñar?
Me gustaría ayudar a frenar el cambio climático o a que no haya violencia de género. El diseño puede contribuir no sólo a vender productos, sino también a cambiar conciencias o a dar enfoques.
Acaba de exponer Pensar, dibujar, diseñar en el Museo del Patrimonio Municipal de Málaga, aunque sus muestras han dado la vuelta al mundo. ¿Le ilusiona más ver su trabajo en un museo o en la calle?
En la calle. La exposición nunca se me hubiera ocurrido a mí, sino que me la propuso el director de un museo. Ahora bien, una vez que está montada, pues la seguimos moviendo.
¿El diseño es arte popular? ¿Callejero?
Sí, porque está hecho pensando en el destinatario.
Un arte útil.
Eso no quiere decir que el arte inútil sea mejor o peor, porque no todo debe tener una utilidad. Cuando el crítico de The New York Times Steven Heller vio Pensar, dibujar, diseñar, escribió que le había dado ganas de volver a ser diseñador. Una exposición pone en valor lo que hacemos y explica que nuestro trabajo es útil.
La nueva política necesitaba nuevos colores: naranja, morado… Hasta cabe el amarillo.
[Risas]
Preguntaba: ¿hasta cabe el amarillo?
No, porque tiene un problema grave: es un color que no se lee sobre el soporte más universal, que es el blanco. Sólo cabe envuelto en otros colores.
El naranja ha ocupado un hueco en el espectro del color político.
Transmite optimismo y funciona muy bien.
¿Y el morado?
Creo que no ayuda a comunicar. En España tiene una resonancia casi de Semana Santa. Recuerdo cuando era niño y esos días me llevaban a ver las iglesias, donde cubrían las efigies con mantos morados. El violeta, cuando azulea más, resulta más alegre.
El magenta, al final, no prosperó.
Efectivamente, aunque no creo que fuese por el color. Como decía Paul Rand, si no lo puedes hacer bonito, hazlo rojo. En cambio, el azul es usado casi en el 70% de las identidades corporativas, porque es justo lo contrario que el rojo: un color desapasionado que transmite serenidad; quizás no crea adhesiones, pero tampoco suspicacias.
Sin embargo, ha habido bancos que se atrevieron con el rojo.
El logo del Santander era verde y Botín apostó por el rojo, una decisión valiente porque no era un color muy asociado a la banca.
¿No tiene una connotación política?
Sí, pero también emocional. El rojo se ha usado como signo de emociones fuertes y como signo de la revolución.
¿Es un escultor que desbasta y esculpe un bloque hasta dar con la forma, sea logo, diseño o identidad? ¿O se ve más como un filósofo?
Nunca había pensado en el bloque [risas]. Creía que las cosas nacían desde lo inmaterial hasta lo material, desde las ideas y las palabras hasta las formas, aunque es bonito pensar lo contrario.
Usted tiene que quitar.
Claro. Las ideas no las inventamos, son flotantes. Como la energía: está ahí y la transformamos. Si tuviera que elegir entre ambas opciones, elegiría la filosofía, pero a lo mejor me engaño a mí mismo, porque en el fondo lo que hago es sacar algo que ya está ahí. Trato de creerme que en realidad participo de la raíz de las ideas y les doy forma, aunque puede ser una ilusión.
Todo es la idea, porque luego puede materializarla un equipo.
Efectivamente, en mi estudio trabajamos en grupo y yo soy decisivo en la fase inicial. Luego, el proceso se va abriendo y hay gente que aporta muchas cosas. Y los mejores clientes también lo hacen, porque pueden condicionarte tanto para mal como para bien.
Por cierto, ¿qué hace con todos los objetos que usa para sus diseños e ilustraciones, desde los botijos hasta los berbiquís?
Pues ahora tenemos una parte en un almacén de Nueva Jersey y otra, en un almacén de Segovia. Hay que ver si los seguimos exponiendo.
O sea, que no eran materia, sino arte.
¡Bah, qué importa el nombre! [risas].
Llámelos como quiera, pero el caso es que no los desecha.
No, no los suelo tirar. Hasta la primera exposición, no lo había visto así, aunque ahora lo guardo todo, porque al final somos unos fetichistas. Lo ideal sería que se reabsorbieran, como las ideas o los sueños. Porque si te vienen a la cabeza y no los escribes, a las dos horas se han diluido y ya no te acuerdas de ellos. ¡Vaya, está lloviendo de nuevo! Parecemos Galicia...
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