Paolo Branco, mítico productor portugués y alma máter de buena parte del mejor cine de autor europeo (de Win Wenders a Manoel de Oliveira), le puso al director chileno-portugués Raúl Ruiz dos novelas sobre la mesa. Una era Cosmópolis, de Don Delillo, la otra, Misterios de Lisboa, célebre novela del escritor luso Camilo Castelo Branco. Ruiz y Branco se conocían bien, después de haber trabajado en más de una docena de película juntos. 'Enseguida le dije que me sentía más cercano a Misterios de Lisboa, por mi afición por el folletín y el relato popular', reconoce desde Chile el propio Ruiz.
Así fue que después de más de cien películas en 30 años, el incombustible director de El tiempo recobrado (1999) se embarcó en un viaje a los inicios de su carrera, cuando escribía guiones de telenovelas mexicanas. Cosmópolis acabó finalmente en las manos de David Cronenberg.
El director chileno-portugués regresa a sus orígenes en las telenovelas
'Tenía yo 14 años y no tenía aún ni idea de quién era'. Con esta frase arranca el torbellino narrativo de Misterios de Lisboa, una película insólita por su medida (cuatro horas y media), y por su narración, heredera de la multiplicidad de historias y dramas del folletín, aunque matizada por la mano tranquila de Raúl Ruiz. La última Concha de Plata al mejor director de San Sebastián, es algo así como un culebrón de autor que, después de recoger un buen puñado de premios, llega mañana a los cines españoles.
La película está llena de situaciones propias del melodrama y el folletín de época, pero tratadas 'con cierta distancia, de tal manera que el melodrama se convierte casi en un hecho de todos los días, en una situación de lo más cotidiana', explica. 'Eso fue algo que he visto en mi familia, campesinos y pescadores del sur de Chile: la facultad para tomarse los avatares duros de la vida de una manera sosegada, con una resignación que he usado en la película'.
Algo así le pasó al director, cuando a mitad de rodaje le diagnosticaron un cáncer de hígado. 'Por un parte, la película me ayudaba a no pensar en la enfermedad, por otra, esa implacabilidad del cáncer se ha colado en el filme', explica. 'Todo confluía a dar un ambiente trágico, pero que traté de no llevar ni a mi vida ni a mi trabajo. Mi voluntad fue filmar todo ese torbellino con tranquilidad, lo que hace que ese paisaje tumultuoso se transforme en algo casi apacible', admite.
'Trato el melodrama como un hecho cotidiano, como hacía mi familia'
Crímenes, venganzas, pasiones, personajes bastardos, huérfanos, traicionados... Misterios de Lisboa se convierte en un contenedor de todas las historias posibles y de todas las turbulencias del ser humano. Pero, y ahí está la paradoja, el tránsito por las historias fluye. 'El uso del plano secuencia, típico también de las telenovelas, da un ritmo a la narración que está por encima de las peripecias particulares. Es como el río de la vida. El movimiento de los hechos es apacible e implacable', apunta.
Así es este un filme río, pero 'un río circular, uno que se muerde la cola', precisa Ruiz, haciendo un guiño al cierre de la cinta. Es río también por la medida de su metraje: cuatro horas y media, que no han echado atrás ni al público ni a la crítica.
'Lo de la duración es una vieja discusión en el cine y empieza cuando uno se sienta en la mesa de edición. Un señor gordo al que se le cortan los brazos y los pies seguirá siendo un señor gordo sin manos y sin pies', dice, socarrón. 'Un fenómeno raro es el de esas películas que en dos horas y media funcionan bien y que si las cortas parecen larguísimas. Tal vez porque se pierde uno de los elementos fascinantes del cine, que es la capacidad de envolverte y hacerte entrar en situaciones en las que es esencial que haya una duración, que a uno le dé tiempo de instalarse y preguntarse cosas', argumenta.
Como en las telenovelas, o en los viejos folletines, 'la necesidad de la gente de escuchar historias a la manera antigua no se ha perdido', piensa Ruiz. 'Vivimos en un tiempo de aceleración, pero eso no resta para que admitamos que estamos hechos de la misma materia que en el siglo XIX', concluye.
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