Cuando me enteré de que Abraham García, el mítico cocinero de Viridiana, se iba al teatro de La Latina a dar de comer al público, no pude resistirme a formularle la gran pregunta:
-¿Pero vas a hacer cocina o teatro, Abraham?
-Coñas las justas, chaval. Que nosotros cocinamos sin red.
Doy fe de que eso es verdad. El único peligro estriba en que los espectadores, si son capaces de acabarse el menú, se queden taponados a la salida en un atasco de michelines. Una célebre crítica gastronómica definió la cocina de Abraham como una vertiginosa montaña rusa de aromas y sabores donde no se puede parar. El novelista Román Piña, la primera vez que fue a Viridiana, corrigió: '¿Parar? Lo que no se puede es seguir'. Juan Carlos Escudier me dio la razón el día en que por fin almorzamos juntos allí: 'He comido como nunca en mi vida'.
Defensor a ultranza del producto y de la tradición, Abraham lleva varias décadas reinventando la gastronomía patria en un glorioso cruce de texturas, técnicas y mezclas donde lo viejo se aparea con lo nuevo y lo mexicano con lo japonés. Para prueba, ahí están su morcilla de Burgos en tempura, su gazpacho de fresas con arenque de Báltico, sus lentejas al curry con centolla antártica y un interminable desfile de platos entre los que sobresale, cumbre entre las cumbres, el huevo de corral frito con salsa de boletus edulis y espolvoreado de trufa. Un plato que le han plagiado e imitado mil veces y que ya se ha convertido en clásico. Una vez lo encontré en la carta de un restaurante de Cuenca, lo pedí y me trajeron una aproximación que no estaba nada mal pero que no podía compararse al espesor de la salsa reducida con Pedro Ximénez.
-¿Sabes qué me dijeron cuando les pregunté de dónde la habían sacado?
-Que lo habían inventado ellos. En cierto modo, no les falta razón. Ya decía Borges que los grandes versos o no son de nadie o son de la tradición.
No es habitual que un chef cite a Borges, pero en Viridiana nada es habitual. A Abraham lo conocí a través de un poeta amigo mío, Alvaro Muñoz Robledano, que por aquel entonces trabajaba en una librería. Abraham iba buscando un verso de un poeta mexicano para grabarlo en un plato de cerámica donde pensaba ofrecer una quesadilla de huitlacoche. Alvaro lo convenció de que pusiera una frase de Juan Rulfo, uno de los escritores de cabecera de Abraham. No dejó de consultarle, siempre en busca de libros, hasta el día en que cerraron la librería y entonces Abraham se empeñó en darles a Alvaro y su mujer el finiquito: una cena pantagruélica. Poco después lo conocí y empezó mi amistad con este hombre de una cultura inmensa que abarca del flamenco a la tauromaquia, del cine a la enología y de la poesía a los caballos de carreras. Por su restaurante han pasado escritores, estrellas de cine, pintores, escultores, periodistas, presidentes y cocineros, multitud de cocineros que acuden en peregrinación. Otro amante de los sombreros, el pintor Eduardo Úrculo diseñó el pequeño sombrero de metal con que llevan y traen las facturas en Viridiana. Una vez, hace ya muchos años, cuando todavía estaba en la calle Fundadores en lugar de en Juan de Mena, fue a cenar allí Sam Peckinpah. García Márquez solía pasar por allí cuando todavía venía por España y una noche Abraham me llamó para decirme que me había reservado un asiento junto a Martin Scorsese.
-No jodas, Abraham. ¿Y qué le digo yo a Scorsese con mi inglés presidencial?
-No va a poder hablar, tiene la boca llena.
Viridiana no es un restaurante barato, desde luego, pero está a años luz de esos palacetes de púrpura en el que exigen monóculo para tomar la sopa. Hay una cercanía, una calidez en el trato que emana desde su mismo centro, se prolonga en los camareros y llega hasta los fotogramas de la célebre película de Buñuel que festonean el comedor. Abraham todavía recuerda, con una vinagreta de disgusto y coña, a aquel camarero que le pidió el abrigo de visón a una marquesa: 'Por favor, señora, ¿me permite la chupa?' Yo creo que, si te gusta comer, merece la pena ahorrar un poco, saltarse la cena en cuatro o cinco buenos restaurantes, y acudir un día a Viridiana. Es como pasar de los Alpes a los Himalayas, directamente al Everest. Y lo mejor de todo es que puedes ver comiendo en una mesa a Penélope Cruz y en la mesa de al lado a un cocinero de barrio al que Abraham acaba de invitar al vino y a los postres.
-Venga, hombre, si somos coleguillas.
-Pero, Abraham, que yo sólo tengo un bar en Fuenlabrada.
-Pues dame la dirección, que ya pasaré yo por tu bar a tomar unas cañas.
Nacido en un pueblo de los montes de Toledo, Abraham todavía recuerda el hambre de la niñez, el frío del campo, ese aroma de la posguerra que, como dijo en verso inolvidable nuestro amigo Alvaro Muñoz, 'no se acaba nunca'. Empezó en el oficio desde abajo, fregando platos, y ha ascendido peldaño a peldaño hasta alcanzar la cúspide de la profesión, pero no ha olvidado el dolor de unas tripas vacías. Quizá por eso su menú de degustación tiene once platos, para intentar calmar el hambre del pasado. No hay más que ver los fotogramas de los mendigos famélicos colgados en la pared para comprobar en qué lado del mapa político está su corazón. Junto a unos amigos compró un caballo de carreras y fue él quien lo bautizó: 'Catorcedeabril'.
-No ganaba ni una carrera, menudo penco.
-Qué quieres, Abraham, con ese nombre.
-Ahora, eso sí, qué bien perdía el cabronazo.
Habla tan bien como cocina y escribe con la misma pasión y precisión, aunque quizá no tan deprisa. No le preocupan las estrellas Michelin ('A los reyes magos también les guiaba una estrella y mira tú donde acabaron', suele decir); no sale apenas por la tele, pero es un referente para un montón de grandes cocineros, desde David Muñoz, de Diverxo, y César Rodríguez, de Mui, que empezaron en sus fogones, a Iñaki Camba, de Arce, o Fernando Canales, de Etxanobe. Cuando le vuelvo a preguntar qué va a hacer ahora en el teatro La Latina, responde:
-Lo de siempre. Dar de comer al hambriento.
-Pero ¿no vas a subir a las tablas?
-Yo no soy un cocinero del método. Hice una vez de actor, con Almódovar, pero sólo porque era un papel de ginecólogo.
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