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Actualizado:Abrir un libro es siempre un misterio. Uno nunca sabe, pese a los rigores de la mercadotécnica, qué va a encontrar en su interior, ni siquiera qué anda buscando. Las librerías de viejo suelen ser el refugio, a veces también la tumba, de cientos de legajos que, apilados en torres al borde del colapso, guardan algún secreto a la espera de ser desvelado. Husmear entre sus páginas depara hallazgos de otro tiempo, restos de un pasado más o menos remoto y azaroso.
Dejando a un lado lo obvio –mustios marcapáginas y hojas prensadas–, los libros pueden contener una variopinta ristra de documentos, objetos e incluso alimentos. Es el caso, por ejemplo, de esa loncha de bacon que un sufrido librero de Salt Lake City encontró a modo de separador. O de la cáscara de banana que algún intrépido lector tuvo a bien insertar en un libro excluido de préstamo. Por no hablar de la sierra circular hallada en el interior de un libro de autoayuda o del condón decimonónico encontrado en un tocho de Medicina.
Un libro puede ser un yacimiento arqueológico: billete del metro de Madrid encontrado en un libro de 1965. pic.twitter.com/4eRcYTWBSX
— Guerra en la Universidad (@GuerraenlaUni) August 2, 2019
En nuestro país predominan, por fortuna, soluciones más prosaicas. Estampitas de santos, billetes de metro o tranvía, quinielas de cuando el Burgos CF jugaba en Primera División, fotografías de la comunión, cartillas de racionamiento y sellos, muchos sellos. "Aquí nos hemos encontrado hasta una carta reclamando el impuesto revolucionario", explica Jorge Sabater, de la Librería Alcaná. Un hallazgo insólito que contrasta con el interminable goteo de postales setenteras y calendarios de mano que todos los libreros de viejo van acumulando casi por desidia. "No es frecuente, pero en alguna ocasión también nos hemos encontrado con billetes de curso legal", remata Sabater.
La compra por lotes –habitual en las librerías de viejo– hace que este tipo de yacimientos surjan como una especie de ofrenda imprevista que nos permite asomarnos a un trozo de vida, ya sea humana, ya sea animal: "Un día me encontré con la documentación del perro del cónsul español en Constantinopla antes de la II Guerra Mundial. El diplomático quiso mandar a su mascota a Madrid y para ello tuvo que cumplimentar una especie de pasaporte sellado por veterinarios de los distintos países por los que viajó el can hasta llegar a la capital", comenta con cierta sorna Paco Serrano, librero en La Tarde Libros.
Extravagancias aparte, muchos de estos descubrimientos nos hablan de un pasado funesto y no tan lejano. Migajas de una historia que seguimos sin cauterizar fruto de una desmemoria campante. "Me he topado con algún que otro carné sindical de antes de la guerra, descuidos así te podían costar la vida en la posguerra, por eso la gente solía destruirlos; sobra decir que los falangistas no tenían ese problema, de hecho tengo muchos carnés y documentación vinculada a la Falange", apunta Serrano.
Y luego están las pequeñas miserias personales. Notas y cartas suplicatorias remitidas por jóvenes escritores aspirantes al trono literario que ostenta el destinatario de sus misivas. Anhelan una buena referencia, un consejo, un algo. "Esto es un tema un poco delicado, algunas de estas peticiones vienen de escritores que, ahora sí, pertenecen a la primera línea, te sorprendería conocer algunos de esos nombres". Insistimos pero no hay manera. Paco prefiere preservar su anonimato. Le honra.
El resto de su colección la conforman panfletos, periódicos clandestinos, fanzines, pasquines revolucionarios y recordatorios de muertos. Un botín impreso que ha ido nutriendo a lo largo de toda una vida dedicada al oficio del libro. "Empecé a guardar por curiosidad y ya no pude dejarlo, es otra forma de hacer historia", confiesa Serrano mientras esparce sobre la mesa algunos de sus hallazgos más preciados.
La cosecha de la escritora Alejandra Díaz-Ortiz y sus compañeros, al frente de la pequeña librería de "segundo uso" latrescatorce, situada en el barrio madrileño de Chamberí, es quizá algo más reciente que la de Serrano. En sus carpetas –ellos también lo guardan casi todo– encontramos fotos ochenteras con cardados imposibles, postales de Lydia Lunch, intempestivas declaraciones de amor en posavasos y fotos de algún que otro culo.
"Me gustaría poder detenerme más en cada libro y sus recuerdos, pero lamentablemente el ritmo diario y la labor en una librería no siempre lo permiten", explica Alejandra. Resulta complicado, en todo caso, no sentir cierta nostalgia ante ese batiburrillo de postales, recetas, nóminas, facturas y retratos que en latrescatorce han ido almacenando a lo largo de los dos años y medio que tiene el establecimiento.
Decía Perec en Especies de espacios que “escribir es tratar de retener algo meticulosamente, de conseguir que algo sobreviva: arrancar unas migajas precisas del vacío que se excava continuamente, dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca o algunos signos”. Observar estos yacimientos completa la escritura, añade vida y significado a la lectura, nos brinda un tozo (físico) de ese vacío que es el paso del tiempo.
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