madrid
Nueva York ha muerto. El parte de defunción lo expidió Lucy Sante, cuyos ensayos certificaron la decadencia de la ciudad. Una ciudad decadente antes de su agonía, pero a la postre su ciudad, una ciudad que ya no existe. O sea, la amenazante metrópoli, en plena ebullición artística, que exudaba pobreza y fiebre de vivir al límite, sin un duro, aunque con toda la avenida por delante.
En Bajos fondos (Libros del K.O.) asentó los pilares sobre los que se había construido ese Nueva York. Un descenso a los sótanos de la canalla y la golfería. El hedor de la malaje. La cara b de la metrópoli. El ultramarinos de la mala vida. Un cenagal por el que campaban los piratas de río, con barrios en los que no entraba la policía, excepto en grupos de más de seis agentes.
Hablamos de la década de 1850, cuando el excéntrico empresario y teólogo John Allen abría un prostíbulo para marineros y decoraba con estampas religiosas el local, donde antes de abrir el negocio le leía la biblia al personal y los clientes eran agasajados a su salida con el Nuevo Testamento.
O de 1870, fértil en lupanares para esposos descarriados de clase media como el Haymarket Dance Hall, donde estaba prohibido bailar pegado y había túnel secreto que conducía a un hotel. O de 1890, cuando en los fumaderos de opio de Chinatown los desheredados se conformaban con colocarse "con el humo que flotaba en el ambiente".
Una ciudad del hampa no solo masculina —entre las delincuentes famosas, Black Lena, una fina carterista que solo robaba a mujeres— cuya sombra se extingue en 1919, aunque Lucy Sante retoma su crónica humana y cultural en Mata a tus ídolos (Libros del K.O.), en la que combina los textos autobiográficos, las semblanzas de artistas y los relatos costumbristas de lo marginal.
Regresa a un Nueva York en "rápida regresión", una "ruina en ciernes" en la que ella y sus colegas acampan "en mitad de sus fragmentos y sus túmulos". Sin embargo, lo que podría parecer un ejercicio nostálgico es un acta notarial urgente, pues da cuenta de lo que se está cociendo en el preciso momento en el que escribe, y que mañana será historia.
Así, cuando habla de la noche, describe perfectamente cómo algunos nuevos clubes que abrían por todo lo alto sufrían un aterrizaje forzoso semanas más tarde. Una efervescente escena en la que convivían "locales de moda del tamaño del dedo gordo" y otros "con políticas de entrada tan restrictivas que acumulaban a más gente fuera que dentro".
Ese auge y caída también es aplicable a la fauna habitual del animalario, que sucumbió ante la droga, el sida, la enfermedad o el suicidio. Rostros populares como los del pintor Jean-Michel Basquiat, la diseñadora Anya Phillips o el músico Johnny Thunders, pero también "muchos otros no fichados que apenas alcanzaron la mediana edad".
No es menos interesante la mirada exterior del explorador urbano, que debe captar la imagen al instante, consciente de que ese mueble cochambroso depositado en la acera apenas durará unos minutos sin dueño. Así, testimonia la conversión de la calle en un mercadillo, donde se exponen fruslerías y demás restos arqueológicos de desván.
"Tenías la sensación de que algún día encontrarías pruebas de la existencia de tu gemelo desaparecido, el diario secreto de tu abuelo, una fotografía de la primera chica cuyo recuerdo te mantenía despierto por la noche y todos los juguetes de tu infancia que habías querido y perdido", escribe en Mi ciudad perdida, incluido en Mata a tus ídolos.
Luc Sante, hijo de una familia obrera belga que emigró a Estados Unidos cuando era un niño, guioniza pero también protagoniza las penurias del artisteo, una constante en su obra posterior: "Lo que aquello significaba, sin embargo, era que la gente que antes había sobrevivido por arte de magia y casualidades, ahora necesitaba dinero en efectivo, y ya".
Vuelve a hacerlo ahora en Retrato underground (Libros del K.O.), una antología de textos publicados a partir de 1993 en su blog Pinakothek y en revistas como The New York Review of Books, Harper's o Paris Review Daily, a los que habría que sumar cuatro inéditos. Artículos más o menos largos, periodísticos o personales, sobre la subcultura neoyorquina.
"No podía permitirme comprar otro equipo [musical] (pasé tres años sin uno), puesto que había invertido el poco dinero que tenía en unas rejas de segunda mano, compradas a un famoso vendedor ambulante llamado John el Comunista", confiesa la escritora, quien llegó a compartir piso con Jim Jarmusch, al que había conocido en la Universidad de Columbia.
La banda sonora de Nueva York
En Maybe the People Would Be the Times, publicado en Vice y título original del libro, plantea el Nueva York de los setenta como una banda sonora singular e intransferible, pues "casi todas las cosas interesantes que hay" y "prácticamente todo lo que haces, aparte del trabajo diario, están vinculados a la música".
Incluido el descubrimiento del CBGB, "un bar-túnel situado en el bajo de un hotelucho en el Bowery, con una mesa de billar y un escenario al fondo", donde toca Television, cuyo verso Broadway parece tan medieval inspira a Lucy Sante:
"Nadie más parece querer esta ciudad, esta carraca tambaleante que se encamina a un centro de rehabilitación como una antigua estrella que se hubiera dado al elixir paregórico y a la cleptomanía, de modo que nos la han cedido de hecho a quienes nos hacemos llamar golfillos y tal vez algún día logremos domarla, aunque por ahora nos contentamos con picotear sus costras".
Empotrado en la vanguardia y conectado "al gran e invisible telégrafo de la juventud", conoce a todos y todos la conocen. O, al menos, siempre habrá un amigo común que te vincule a los cromos más codiciados del mundillo: "Estamos en el corazón de la gran ciudad y sin embargo nuestro mundo es una aldea, donde todas las personas a las que hemos visto por la noche en el club, incluidas las que estaban en el escenario, desayunarán por la mañana en la misma cafetería ucraniana".
Publicado en 2017, Sante se retrotrae en el artículo décadas atrás, marca de la casa. Sin embargo, no parece un tiempo pasado, sino un ambiente y una época redescubiertos, como si tratase de salvar los muebles en medio de un incendio. Un rescate —de personajes, bares, objetos, rincones, nostalgias— fructífero y, a ojos del profano, novedoso, porque ese Nueva York ya no existe, por lo que resulta original.
Crimen y fotografía
En la decadencia, por cierto, donde se recrea Sante reside precisamente su encanto. Una ciudad peligrosa, pero que le permitía alquilar por 150 dólares un apartamento en el Lower East Side. Luego, la gentrificación sería implacable y la escritora se iría a vivir a Kingston, a dos horas en coche de Nueva York y a un tiro del Bard College, en la otra orilla del río Hudson, dondé enseñó durante años escritura creativa e historia de la fotografía.
La imagen, precisamente, está muy presente en su último libro, donde avanza en su prospección antropológica de los bajos fondos —las fotos de Weegee, reportero de lo macabro, surgidas del fango—, reivindica el ojo del maldito David Wojnarowicz y se maravilla con el secretismo de Vivian Maier, callejera y prolífica, quien casi se lleva su obra a la tumba.
También revela su afición a las fotos ajenas, de las que llegó a acumular miles —"Las fotografías encontradas son recuerdos que se han asilvestrado"—, a las portadas de los periódicos sensacionalistas —"Se podría decir que el siglo XX lo construyó la prensa amarilla"— y a las escenas del crimen en un Nueva York que, en los setenta, "estaba en llamas" y en cuyas calles "mandaban la muerte, el caos, los disturbios y la miseria".
Lucy Sante, antes conocida como Luc Sante, escribe sobre los barrios a la sombra de los rascacielos. En su día vecina del poeta Allen Ginsberg, insiste en sus filias: el true crime, Lovecraft y Simenon, las postales antiguas, los fugitivos más buscados, los vinilos o el mundo de la publicidad, en el que no puede faltar el vaquero de Marlboro.
También le dedica textos y referencias varias a su admirada Patti Smith —quien dio nombre a un cóctel de champán con cerveza que se servía en el Max— y, en general, a la música. "Es el lenguaje primordial de tu época", escribe. "Si no puedo bailar, esta no es mi revolución, había oído por ahí, y con eso queda zanjado el asunto".
Un totum revolutum de artistas, famosos y esos personajes que no tienen obra, porque la obra son ellos mismos. Y, claro, de perfectos desconocidos: "Nunca llegué a conocer a muchos de mis vecinos; con la mayoría solo crucé saludos con la cabeza y resoplidos. Ya se sabe cómo es Nueva York: a no ser que se trate de ruido o de la posibilidad de un incendio, ignoramos las actividades de los demás, porque es lo mejor para la salud de todos".
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