Los ecosistemas donde opera la minería submarina tardarán millones de años en regenerarse
¿Merece la pena sacar un mineral que supuestamente contribuirá a combatir el cambio climático, a cambio de destruir los ecosistemas abisales?
Una explosión de biodiversidad. Fue lo que Erik Simón-Lledó, ecólogo en el National Oceanography Centre de Southampton (Reino Unido), se encontró cuando le encargaron estudiar las especies que habitan en el océano profundo, a entre 4.000 y 6.000 metros de profundidad, en una zona del Pacífico conocida como Clarion-Clipperton Zone.
"Al contrario de lo que se pensaba hace unos 40 años, a mayor profundidad hay la misma o más biodiversidad de especies que en zonas más someras", asegura. Simplemente, se reduce la abundancia de especímenes, pero aparecen nuevas especies, adaptadas para sobrevivir en situaciones extremas.
"Es una zona muy grande, casi ocupa lo mismo que todo Europa Occidental", dice a Público Simón-Lledó. De hecho, las llanuras abisales son el ecosistema más grande del planeta, que ocupa un 60% de la superficie terrestre.
Aparte de su inusitado interés para los biólogos, resulta que la zona Clarion-Clipperton tiene un atractivo especial para compañías mineras de todo el mundo, por guardar una prolija reserva de metales valiosos para construir componentes de las nuevas tecnologías: manganeso, cobre, cobalto, níquel, titanio, zinc... más los preciosos minerales de tierras raras.
Precisamente, una de estas compañías fue la que encargó al prestigioso equipo del Centro Nacional de Oceanografía una base de datos de biodiversidad, requisito legal previo a iniciar una explotación, según determina la International Seabed Authority, encargada de legislar en aguas internacionales.
Simón-Lledó y su equipo localizaron entre 5.000 y 6.000 especies distintas
En un primer estudio, publicado en Current Biology hace tres semanas, el equipo de este catalán fichado hace 10 años por la Universidad de Southampton, localizó entre 5.000 y 6.000 especies distintas, gracias a la ayuda de un robot "al que programas para que agarre muestras y haga fotos durante kilómetros".
Después, se encargaron de ir reconociendo y clasificando los retratos obtenidos. Y pudieron comprobar que, de las especies recogidas con la cámara, "solo el 10-20% han sido descritas". Es decir, muchas de ellas son nuevas para los científicos.
Según nos cuenta, "se tarda un par de años en el proceso taxonómico. El ritmo en que se describen las especies es muy limitado", sobre todo, comparado con la prisa con que las compañías mineras tienen para abrir sus prospecciones.
Patatas que tardan millones de años en crecer
La clave está en los nódulos polimetálicos que se encuentran en las llanuras abisales del Pacífico. Se trata de agregados de metal en barro orgánico formados por la disociación de moléculas en un proceso que ha durado entre dos y cinco millones de años.
Tienen forma de patatas y las máquinas, con aspecto de segadoras, que se usan para extraerlos se llaman cosechadoras. Sin embargo, "cosechar" no es un término afortunado cuando hablamos de nódulos: "Van a volver a crecer, sí, pero tardarán millones de años", nos recuerda Simón.
El problema es que estos nódulos han formado parte de la evolución de las especies, son su hogar, la clave de su ecosistema. "Son como los árboles en un bosque. Los animales dependen de ellos para crecer", señala el entrevistado.
"Son el único sustrato duro que hay donde engancharse, algo vital para anémonas y corales. El resto es fango. Esperar la recolonización de estas zonas donde se extraen los nódulos no es realista", añade.
Una vez localizadas las especies en la zona, Simón-Lledó ha investigado cómo se distribuyen y por qué. "Es algo que desconocemos. Y es muy importante, porque si una especie se distribuye en una zona muy pequeña, no debería minarse allí", nos dice.
La sociedad es quien debe decidir
¿Su próximo trabajo? El equipo de Simón-Lledó no tiene un momento de descanso. "Vamos a analizar qué pasa en los ecosistemas después del paso de las colectoras de nódulos, una maquinaria que pesa más de cuatro toneladas en el agua –fuera pesa más–", responde. Aquí surge otro de los inconvenientes de la minería submarina: las "plumas".
Son "nubes de sedimento que se suspenden en el agua por el paso de las máquinas y, luego, cuando se depositan en zonas vecinas que no están acostumbradas a que se les caiga encima tanta cantidad de fango, crean un gran impacto. No solo en la zona donde pasa el colector, sino en los alrededores".
Por el momento, dentro de las expediciones del proyecto Smartex –que tiene por objetivo calibrar las consecuencias ambientales de la minería submarina–, los investigadores están evaluando los destrozos que permanecen en el fondo abisal tras el paso de un proyecto minero estadounidense en una pequeña región de la zona Clarion-Clipperton hace 45 años.
El daño, según demuestran estudios recientes como los de Simón-Lledó, puede ser irreversible. ¿Merece la pena sacar un mineral que supuestamente contribuirá a combatir el cambio climático, a cambio de destruir los ecosistemas abisales?
"La sociedad es quien tiene que decidir con la mejor información posible. Nosotros nos ocupamos de estudiar lo que está pasando y dar los datos científicos", nos contesta este experto.
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