En un mundo donde, a simple vista, imperan la ciencia y la tecnología, más de la mitad de la población mundial mantiene alguna creencia metafísica. El 60% de los españoles dice creer en que existe un ser superior inteligente y creador del universo, según el Estudio Europeo de Valores 2019, de la Fundación BBVA. Y es que, como apunta Deborah Kelemen, investigadora en el departamento de Psicología y Ciencias del Cerebro en la Universidad de Boston, desde los tres años, tendemos a elaborar historias que parten de una creencia en lo sobrenatural –poderes mágicos, viajes astrales, fantasmas, vidas después de la muerte–. Y, por lo general, parece que no es un hábito que solamos dejar atrás con la edad.
La mayoría de los humanos –el 71% de la población mundial– cree en el Dios de alguna religión y el 74% cree en el alma, de acuerdo con los resultados de una encuesta de DYM Reseach. Hasta los que se consideran ateos o agnósticos creen, a menudo, que hay fuerzas sobrenaturales que gobiernan nuestras vidas. Es la conclusión a la que ha llegado un estudio de la Universidad de Kent, realizado en 2019 en China, EEUU, Reino Unido, Japón, Brasil y Dinamarca. Después de encuestar a miles de personas que negaban la existencia de Dios, los investigadores se encontraron con que, aun así, un buen porcentaje afirmaba creer en un "espíritu o fuerza vital universal" o en "las fuerzas del bien y el mal" o en que "los sucesos vitales más importantes están escritos en nuestro destino". Un 20% de los ateos estadounidenses y un 50% de los ateos chinos suscribían alguna de estas afirmaciones. ¿Acaso está el cerebro humano diseñado para creer, por defecto, en explicaciones paranormales?
El psiquiatra Ralph Lewis, autor del libro Finding Purpose in a Godless World –Encontrarle sentido a un mundo sin Dios– cree que sí. "Nuestro cerebro está diseñado para conformar historias, es proclive a crear narrativas coherentes y elaboradas con un significado profundo y un final satisfactorio. Creemos que las cosas deben suceder por motivos específicos, que deben tener una razón de ser. A nuestro cerebro no le gustan el azar, ni las casualidades. Encima, somos muy egocéntricos. Pensamos que todo tiene que ver con nosotros", afirma.
Expertos en detección de agentes
Los seres humanos compartimos con otros animales una tendencia natural a identificar patrones e intenciones deliberadas en las acciones de los demás y en los sucesos naturales que nos rodean. Es lo que la ciencia conoce como "detección de agentes", que consiste en identificar una intencionalidad en todo lo que pasa, para poder anticiparse a posibles peligros. Ante la duda, es mejor creer que algo está vivo, es inteligente y se ha fijado en ti. Es lo que hace que el gorrión que estaba posado en la barandilla de tu ventana salga volando en cuando abres la cortina. O, si oyes un ruido en un callejón oscuro cuando vas paseando solo por la noche, es lo que te impulsa a temer que puede ser un atacante y aprietes el paso. Quizá era solo una hoja seca, pero es mejor prevenir, ¿no?
La detección de agentes podría ser, por lo tanto, un rasgo adaptativo, que la evolución ha premiado a lo largo de los años. "Es un sesgo cognitivo que funciona como una estrategia para ahorrar energía, un atajo que nos ayuda a valorar las situaciones más rápida y eficientemente. Pero tenemos que pagar un precio inevitable: perdemos exactitud en aras de la eficiencia", advierte Lewis.
Rocas con intención
Kelemen también ha dedicado gran parte de su carrera a estudiar cómo funciona nuestro pensamiento a la hora de atribuir explicaciones metafísicas a lo que nos sucede. En sus experimentos, demuestra que el sesgo teleológico –atribuir una intencionalidad antropomorfa a los seres inanimados y al entorno que nos rodea– comienza a desarrollarse a edades muy tempranas. Es algo, además, en lo que coinciden niños de todas las culturas, desde China a Estados Unidos. Cuando Keleman les preguntaba por la razón de ser de unas rocas puntiagudas, por ejemplo, el 75% respondió que era una utilidad que servía al propósito individual del objeto en sí (las piedras se protegen con sus puntas) y el 86% coincidió en que servían para ayudar a los demás (alivian el picor de los animales).
"Yo diría que los humanos están, en cierto sentido mejor equipados para adquirir creencias religiosas que conocimiento científico", concluye Kelemen. Lo ha comprobado, también, con adultos hechos y derechos, en un estudio publicado en Journal of Experimental Psychology. Después de entrevistar a 80 profesores de Física de prestigiosas universidades estadounidenses, demostró que, bajo una situación de estrés, los científicos también tendían al pensamiento mágico. "Les pedimos que juzgaran si eran exactas ciertas afirmaciones teleológicas, como 'el sol produce luz para que las plantas puedan hacer la fotosíntesis' o 'las moléculas se unen para crear la materia'", explica Keleman. Los participantes estaban divididos en dos grupos: el primero tenía que responder muy rápido –3,5 segundos por pregunta– y el segundo sin límite de tiempo. "Encontramos que, cuando no se les daba tiempo para reflexionar, eran más proclives a dar por buenas las afirmaciones", añade Kelemen.
Tocar madera cuando hay crisis
En la misma línea, sabemos que los momentos de crisis son caldo de cultivo para la fé, la creencia en lo paranormal y el comportamiento supersticioso. "Pensar que todo pasa por una razón es un sentimiento reconfortante para mucha gente. Implica cierta sensación de orden y predictabilidad que puede aumentar la sensación de bienestar", señala Kelemen. Por ejemplo, un experimento realizado por Jennifer Whitson y sus colegas de la Universidad de Texas en Austin, confirmaba que los participantes que sentían que no tenían control sobre la situación eran más proclives a identificar patrones en unas láminas con un despliegue aleatorio de puntos negros.
Pero no siempre es necesario estar estresados para reconocer patrones en figuras aleatorias. Es una capacidad que se conoce como pareidolia, y es lo que explica que podamos reconocer animales en las nubes o caras en las manchas de la pared. "Podría definirse como un tipo de ilusión o deficiencia en la percepción que provoca que un estímulo vago -habitualmente una imagen– sea percibido erróneamente como una forma que nos resulta familiar (rostros, siluetas, animales...). Por su etimología, del griego, podría traducrse como 'imagen adjunta'. La mente humana otorga un sentido a todas las cosas, aunque no lo tengan", nos dice el artista Jesús Olmo, que dedica su serie de fotografías Ocultoides a este tema.
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