A medio camino entre la sátira burlona y la estrategia comercial, medios de comunicación de todo el mundo han jugado con la idea del fin del mundo asociada a la reciente puesta en marcha del Gran Colisionador de Hadrones (LHC) , el acelerador de partículas más poderoso del planeta, el ring donde un siglo de teoría física se batirá en justo pugilato contra la naturaleza. La semana anterior al encendido, el tabloide británico The Sun titulaba: 'Nueve días para el fin del mundo'. Tras el arranque de los protones sin novedad, la web ArmageddonOnline.org, un recurso para fetichistas del juicio final, abría: '¡Malas noticias! El colisionador funciona, el mundo sobrevive'.
Pero si hay un combate injusto en este asunto, es el de miles de científicos prestigiosos contra un grupúsculo que elevó demandas judiciales contra el experimento europeo por una supuesta amenaza de cataclismo planetario. La injusticia reside en la huella mediática de unos y otros, en la que siempre ha planeado el morbo alimentado por los alternativos: inevitable tratar la noticia con un 'bien, pero... ¿Y si...?'
El '¿Y si...?' forma parte integral de la lógica que rige la física teórica, una disciplina que, contra la idea popular de la exactitud científica, flota en un limbo de indeterminación y probabilidad. Rescatando la metáfora de la manzana newtoniana, la mecánica de los cuerpos estudia la caída de la fruta hasta que se detiene al tocar el suelo, mientras que la física de partículas o cuántica debería considerar la probabilidad de que la manzana atravesase el suelo. En el ecosistema atómico, nada es imposible; como máximo, improbable.
Es este diseño de su maquinaria lógica, unido a la atracción por el entretenimiento intelectual, lo que ha animado a algunos científicos ortodoxos a especular sobre esos improbables efectos catastróficos del LHC. En National Geographic, el físico Jonathan Feng, de la Universidad de California, se suma al juego, 'siempre que dejemos muy claro que estamos desvariando', aclara. Feng señala que si se crease un agujero negro en el LHC, como alertan los catastrofistas, sería inicialmente una diminuta masa menor que un protón. Como toda masa, caería; sólo que esta masa devoraría cualquier otra que encontrase en su camino. Como en el ejemplo de Newton, el agujero negro traspasaría el suelo, comiéndose la Tierra y creciendo poco a poco. Una vez llegado a las antípodas, regresaría, 'como un cometa con una órbita que atraviesa la Tierra', dice Feng. Tras un cierto periodo, habría engullido el planeta, reduciéndolo al tamaño de una pelota de golf. Esta, suplantando a la Tierra, continuaría girando alrededor del Sol, y la Luna en torno a ella, sin que el resto del Sistema Solar se despeinase. Y aquí no ha pasado nada.
Feng concluye que esto nunca sucederá: incluso si el miniagujero hiciese acto de presencia, se esfumaría en microsegundos. La física y escritora Valerie Jamieson, en su blog de New Scientist, explica que la naturaleza ya ha encendido 10.000 trillones de LHC, una estimación del número de veces que los rayos cósmicos han golpeado la Tierra con una energía mayor que la disponible en el colisionador. La única diferencia es que en todos estos casos no había posibilidad de sentarse a observarlo.
Pánico nuclear
Los temores desatados por el LHC no son un episodio inédito. Walter Wagner, uno de los líderes del grupo apocalíptico, ya trató, sin éxito, de detener en 1999 la puesta en marcha del Colisionador Relativista de Iones Pesados (RHIC) en Brookhaven (EEUU). Wagner publicó entonces en Scientific American su hipótesis del miniagujero, que fue refutada por el hoy Nobel Frank Wilczek. Pero en su ingenuidad teórica, Wilczek cometió el error de sugerir otra eventualidad: la posible liberación de materia extraña, otro tipo de sustancia destructora cuya mención ha reaparecido con el LHC. Por el revuelo que levantó su imprudencia, Wilczek fue condenado a participar en la elaboración del informe de seguridad del RHIC.
El diagnóstico de los riesgos del RHIC no fue el primer informe de seguridad de un experimento científico que abordaba la posibilidad de cataclismo final. El primer precedente histórico de estos estudios y de sus inciertos experimentos tuvo lugar en plena ebullición de la tecnología nuclear, durante el programa que enroló a una generación de genios de la física mundial para rendir la bomba atómica a los pies de EEUU: el Proyecto Manhattan.
En 1942, los cálculos del Nobel italiano Enrico Fermi se aplicaron a la creación de la pila atómica. El primer reactor nuclear de la historia, instalado en una cancha de squash en la Universidad de Chicago, sembró el pánico entre sus colegas, temerosos de una catástrofe. Según el astrofísico Edward Kolb, hoy en la misma universidad, 'Fermi tenía un malvado sentido del humor. Aceptó apuestas sobre si el mundo se acabaría o no'. Poco después, Fermi se incorporó al Proyecto Manhattan. Allí, su colega Edward Teller predijo que el estallido de una bomba de fisión de uranio podía desencadenar la ignición de todo el nitrógeno de la atmósfera terrestre. Washington no se conformó, y Teller recibió el encargo de dirigir un estudio científico de riesgos que evaluase esta posibilidad. El resultado fue el documento Ignición de la atmósfera con bombas nucleares, con código en clave LA-602, desclasificado en 1973.
En sus 20 páginas, Teller, Konopinski y Marvin desglosan los principios físicos y desarrollan las ecuaciones pertinentes para concluir que “cualquiera que sea la temperatura a la que una sección de la atmósfera pueda calentarse, no es probable que se inicie una cadena autopropagada de reacciones nucleares”. Pero el informe se cierra con una salvedad incómoda: “Persiste una probabilidad distante de que algún otro modo de combustión menos simple se automantenga en la atmósfera. Incluso si la reacción se detiene dentro de una esfera de unos pocos cientos de metros de radio, el choque resultante y la contaminación radiactiva de la atmósfera podrían resultar catastróficos a escala mundial”. Termina recomendando “más investigaciones sobre el asunto”. No las hubo. Y la bomba, sobra decirlo, siguió adelante.
Lo que este caldo ha cocinado puede entenderse como una encarnación científica del milenarismo. El director del estudio de seguridad del RHIC, Robert Jaffe, señalaba en 2002 que el informe fue 'un intento de tomar en serio los miedos de la gente a la ciencia que no entienden'. Psicológicamente, el fenómeno es heredero del milenarismo clásico, que ha salpicado la historia de las religiones con profecías del fin de los días a manos de la ira divina. En el siglo XX, en paralelo con el signo de los tiempos, la ciencia comenzó a reemplazar a Dios como agente del armagedón. En 1910, el advenimiento del cometa Halley hizo cundir la creencia de que los vapores tóxicos de su cola aniquilarían la vida en la Tierra, siendo el primer caso patente de milenarismo científico.
El rayo mortal y la ‘Mugre Gris’
A estos terrores apocalípticos han contribuido figuras como la del serbio Nikola Tesla, un paradigma del científico loco. A principios del siglo XX, Tesla propuso un arma de energía dirigida a distancia capaz de disparar un rayo que derribaría 10.000 aviones enemigos a 300 kilómetros de distancia. Una leyenda insinúa que el evento de Tunguska de 1908, una devastadora explosión en Siberia que la versión oficial atribuye al impacto de un meteorito, fue en realidad provocado por el rayo que Tesla disparó desde su laboratorio neoyorquino.
En los últimos años, otras ciencias se han unido a la física en esos miedos irracionales que menciona Jaffe. Uno de los nuevos protagonistas de las pesadillas es, cómo no, el genetista y magnate, egocéntrico y controvertido, Craig Venter. El ex surfista y veterano de Vietnam es la cabeza más visible de una disciplina poliédrica e irregular: la biología sintética. La creación de vida artificial supondrá, dicen voces críticas, la liberación de organismos incontrolados que borrarán todo rastro de vida en la Tierra. Claro que el propio Venter no ayuda a relajar suspicacias; en una entrevista concedida al periodista científico Carl Zimmer, decía: 'Si usted está muriendo por un virus, no creo que importe mucho si lo ha fabricado el hombre o si ha aparecido por superpoblación y mala higiene'. El miedo a las criaturas extiende la teoría de la Mugre Gris, una versión del fin del mundo acuñada en 1986 por el ingeniero Eric Drexler para referirse a la proliferación descontrolada y letal de microscópicas máquinas autorreplicantes, que lo devorarán todo en una informe masa gris. Este disfraz del “arrepentíos' alarmó en extremo al príncipe Carlos de Inglaterra, que encargó un análisis a la Royal Society. Los científicos le recomendaron que descansase tranquilo.
A fecha de hoy, la Tierra sigue aquí. Como escribe el bloguero Sam Hughes, autor de una divertida web dedicada al geocidio (https://qntm.org/?geocide), 'la Tierra está hecha para durar. Es una bola de hierro de 4.550 millones de años y 5.973 trillones de toneladas. Se ha llevado más impactos devastadores de asteroides en su vida que las veces que tú has cenado caliente y, mira, aún orbita tan tranquila. Así que mi primer consejo a ti, querido aprendiz de destructor de la Tierra, es: no pienses que será fácil'. Para decepción de los más frikis, los científicos han llegado a probar que el rayo planeticida de la Estrella de la Muerte en La guerra de las galaxias es pura fantasía.
¿Es que no queda esperanza para los fetichistas? Tal vez sí, siempre que el tono humorístico sea inequívoco para evitar que las profecías se cumplan a sí mismas: en la India, un hombre notificó a los medios, los mismos que allí exageraron los riesgos del LHC, que su hija de 16 años se suicidó por miedo al cataclismo. Para aquella chica, el fin del mundo sí llegó. Extrayendo la enseñanza oportuna, se continuará apreciando la sátira en aportaciones como la de Sam Hughes; tras el arranque del LHC, su contador de geocidios marca 1, indicando que la Tierra ha sido destruida. En la sección FAQ, plantea: 'La Tierra no se ha destruido. ¿De qué hablas?'. Y responde:'A algunos de vosotros os costará más aceptarlo que a otros. Habrá sesiones de apoyo en Plutón desde mediados de abril'.
Las profecías apocalípticas han acompañado a la Humanidad desde hace milenios. La primera data de hace casi 5.000 años y está grabada en una tablilla asiria. Algunas fuentes recogen hasta 200 predicciones del fin del mundo, sobre todo por parte de diversas sectas religiosas.
Destaca el caso de los testigos de Jehová, que fueron vaticinando fechas sucesivas hasta que, cansados de los aplazamientos del juicio final, abandonaron esta práctica. La secta millerista de EEUU fijó el fin de los tiempos para el 22 de octubre de 1844. Desde el 23 de octubre, llamaron a ese día ‘La gran decepción’.
Incluso la ciencia se siente tentada por la predicción del armagedón. El libro ‘Nuestra hora final’ (2003), del Astrónomo Real británico Sir Martin Rees, calcula un 50% de posibilidades de que el fin del mundo llegue antes de 2100, una estimación que comparten el ‘tecnogurú’ Ray Kurzweil y otros científicos.
Una fecha muy popular hoy es el 21 de diciembre de 2012, fin de un largo ciclo del calendario maya.
Charles Schulz, creador de las tiras cómicas de Carlitos, dijo: “No temas porque el fin del mundo pueda llegar hoy. En Australia ya es mañana”.
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