Este artículo se publicó hace 16 años.
Los supervivientes del ciclón luchan sin ayuda para reconstruir sus casas
Tres semanas después de que el ciclón Nargis arrasara el sur de Birmania, los afectados luchan por reconstruir sus casas y volver a la normalidad, sin apenas nadie que les ayude y con el temor constante a una nueva tormenta.
Por toda la carretera que surca el delta del río Irrawaddy, la zona más devastada por el ciclón, familias enteras trabajan a destajo cargando cañas de bambú, recogiendo hojas secas y apartando escombros, mientras policías y militares juegan a las cartas en los numerosos puestos de control.
Al pagar el peaje de 500 kyat (menos de medio dólar) que cuesta tomar la única vía transitable de la región, un funcionario entrega a cada automóvil una octavilla de color amarillo en la que se advierte de que está prohibido repartir comida sin autorización.
El camino es un sinfín de rostros lánguidos, sin esperanza, que esperan frente a sus destartaladas chozas a que alguien les eche una mano.
Para muchos, una sencilla estructura de bambú apoyada en algunos troncos y con una techumbre de hojas secas atadas con juncos es ahora su nuevo hogar, que intentan apuntalar con trozos de uralita, cubriendo con plásticos los huecos para que no entre el agua de la lluvia.
En uno de los plásticos, colocado sobre los cuatro palos de un precario chamizo, se puede leer "UNHCR", las siglas en inglés del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados.
Pero dado que la mayoría de la escasa ayuda humanitaria que llega a la región va destinada a los campos de desplazados gestionados por el Gobierno, ellos no reciben nada.
"No hay comida, no hay nada, sólo tenemos esto", asegura a Efe un campesino de mediana edad de una de tantas pequeñas aldeas esparcidas por el delta, a las que sólo es posible llegar caminando entre los arrozales destrozados por "Nargis".
Incapaz de deletrear su nombre porque no sabe leer ni escribir, relata con gestos cómo la tormenta se llevó por delante la cosecha que trabajaba junto a otros cuatro familias.
A su lado, le consuelan dos de sus hijas, en cuyo rostro se echa en falta los habituales pegotes de "thanaka", una especie de pomada blanquecina elaborada con corteza de árbol molida que todas las mujeres birmanas llevan siempre como maquillaje y para resguardarse del sol.
"La madera está mala, por el agua de la tormenta", explica una de ellas, Maw Za, de doce años y quien habla algo de inglés porque va a la escuela en Daedaye, unos 120 kilómetros al sureste de Rangún.
Allí, entre los edificios de cemento que resistieron al ciclón estuvo el colegio, que tiene previsto reanudar las clases en cuanto terminen las vacaciones oficiales del verano.
En otra aldea, más cercana a la carretera, sus habitantes han optado por ponerse a arreglar la estupa caída de un monasterio antes que reconstruir sus propias chozas, conforme al fervor budista de los birmanos, que creen en la reencarnación en una vida mejor si son virtuosos en la actual.
"Nuestra religión nos salvará, o nos castigará de nuevo", comenta Soe Thlin, de 27 años, mientras esboza una sonrisa teñida del color carmín del betel, un fruto seco de sabor agrio que a modo de tabaco mascan los birmanos y hace parecer que estén sangrando por la boca.
A medida que se avanza por el estrecho y polvoriento camino, la devastación del ciclón se hace cada vez más evidente, aunque tres semanas después de la tragedia, los árboles arrancados de raíz ya no obstaculizan el paso.
Los techos que volaron con la tormenta aprovechan en los poblados donde aterrizaron, y ningún material se descarta, como las montañas de lodo mezclado con escombros, que se emplean como relleno de los primitivos cimientos de algunas casas.
En la carretera principal, los conductores de las camionetas cargadas con sacos de arroz y patatas, la mayoría sin distintivo de organización alguna, se sacan un dinero extra llevando a pasajeros que van sentados sobre las propias cajas o sujetos a los lados del vehículo.
A lo lejos, se ve a alguna persona vagando por los arrozales en busca de restos de cereal para meter en su zurrón.
El arroz que se pudo recolectar tras el ciclón es de pésima calidad, pues estuvo sumergido en el fango y tiene excesiva cantidad de arena y sal.
Su ingesta tiene un valor nutritivo prácticamente nulo, pero en estos momentos es lo único que tienen muchos de los damnificados en el delta, y los campesinos desconocen si llegarán a tiempo para la siembra que habitualmente realizan entre los meses de mayo y junio.
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