Sería complicado encontrar en España 14 millones de personas que aguantaran, día tras día, hacer un viaje en avión de siete horas, lo que sería un Barcelona-Nueva York, o un Madrid-Buenos Aires. Un día sí y el otro, también.
Sin embargo, en España ya hay cerca de 13 millones de personas que dedican ese tiempo, unas siete horas, a ver la televisión. La media exacta por telespectador se situó el pasado mes de abril en los 226 minutos, lo que equivale a tres horas y 46 minutos. Pero los expertos recuerdan que las medias las hacen los extremos.
Así opina Javier Muñoz, director técnico de Focus Media, que explica que semejante promedio de consumo se fundamenta en lo que en marketing televisivo se conoce como hiperconsumidor. “Si la media son cuatro horas, es porque hay muchísima gente que ve siete, ocho y hasta nueve horas”, explica.
Esta empresa, dedicada a la planificación de medios y especializada en las tendencias de consumo televisivo, concluye que hasta un tercio de los españoles tiene su mirada fija en la televisión 416 minutos al día. Una estadística chocante que, sin embargo, no sorprende a los expertos por el papel que en ella tienen las señoras mayores en situaciones de soledad: el 45% de las hiperconsumidoras de televisión son señoras de más de 55 años. Y el 30% tiene más de 65 años.
“Muy a menudo estas señoras hacen las labores del hogar y utilizan la televisión como audio, como compañía”.
Este tipo de consumidor es femenino –ellas ven 44 minutos diarios más que ellos– y mayor, y está perfectamente retratado en los informes que Sofres realiza mensualmente.
En la tónica habitual, las amas de casa y las mujeres de más de 65 años se llevan la palma. Es significativo que por clases sociales, la media y media baja sume 257 minutos diarios, la media 224 y la alta y media alta, 190.
Por tamaños de localidad, en los municipios de más de 500.000 habitantes se ven tres minutos menos al día –227– que en las localidades medianas y pequeñas.
A pesar de las muchas horas que estos telespectadores ven la televisión al día, no les suele comportar adicciones. Pero en los jóvenes es más probable que eso ocurra. “El matiz está en la dejación de las responsabilidades de la vida cotidiana”, explica la doctora Rosa Díaz, psicóloga del Servicio de Psiquiatría y Psicología de la Unidad Infant-juvenil del Hospital Clínico de Barcelona. “De hecho, ver televisión puede ser hasta positivo para la persona siempre que no afecte a sus relaciones personales”.
No obstante, Díaz asegura que no es recomendable ver más de una hora de televisión al día. “Un niño lo que tiene que hacer es tener amigos, estudiar, estar con la familia o en el colegio”, explica.
El perfil del paciente que se encuentra son adolescentes muy cerrados en sí mismos, que no desarrollaron sus habilidades sociales o que las han perdido. “En muchos casos, por culpa del ocio pasivo que representa la televisión, les faltó cultivar el ocio activo”, dice.
Estos casos de adolescentes retraídos por su excesivo consumo televisivo suelen venir acompañados de trastornos de personalidad o de conducta, de déficit de atención, autoestima baja o depresión.
Estos jóvenes, a los que se trata con terapia de grupo, suelen descubrir las tecnologías a la edad de 11 años y poco a poco dejan de encontrar gratificación en el trato con los demás, por lo que se van encerrando más y más en el televisor hasta que a los 15 dejan de ver a los amigos, no duermen para ver sus programas, se saltan las clases o pierden la relación con su familia.
“Un hiperconsumidor de televisión joven no llega a la consulta fácilmente”, lamenta Díaz, “porque las familias aguantan mucho, incluyendo situaciones absolutamente caóticas, que en algunos casos incluye pequeños robos de tarjetas para jugar por Internet y también casos de bullying en el colegio”.
“En muchos casos, el inicio de ello estuvo en la instalación de un televisor en sus cuartos”, reflexiona. “Porque después ya es muy difícil sacarlos”.
Una vida con Arguiñano
Luisa Barasoaín, de 76 años, habla con la tele y discute su vida con ella.
“¡Es una bomba, esto, me cago en la mar!”, exclama Karlos Arguiñano ante una fuente recién sacada del horno. Y a un escaso metro de distancia, ante un pequeño televisor de 16 pulgadas, Luisa Barasoaín sonríe satisfecha: “Siempre está alegre, éste, pero ¡qué chistes tan malos cuenta!”. A sus 76 años, el televisor forma parte de su día a día.
Vive sola en los bajos de un edificio del barrio de Sant Antoni, en Barcelona, donde se instaló hace más de medio siglo para cuidar a una señora. Se le nubla la mirada. “A mí me enseñó a guisar ella”, dice. “Era vasca y la echo en falta”. Cuando su marido murió hace 11 años, le cambió la vida: “Nada más tengo que la tele, me hace mucha compañía”.
En realidad, en su casa se acumulan tres aparatos de televisión. “Es mi hijo, que cuando se cambia el suyo me trae el viejo”, dice.
Durante el día, siempre ve el televisor más pequeño, de 16 pulgadas, que tiene en el comedor. Lo enciende a mediodía, pero es por la noche, a partir del telediario, cuando se instala en su habitación.
“Veo dos películas, discuto conmigo misma, le digo al malo que se va a morir por malo, y me duermo a las 4.00 de la mañana. Prefiero dormir en la diálisis”, dice. Cambia de canal con los anuncios y aparece Rajoy en pantalla. “Eso no lo entiende nadie; buena debe de ser la silla, que todos la quieren”, murmura Luisa. A ella nunca le gustó Operación Triunfo –“que si la una canta y la otra venga a llorar...”, dice– pero lo que sí le gusta mucho son los viejos westerns en blanco y negro. Últimamente, admite, ha echado en falta el “chafarderío del Tomate”.
Vuelve a Arguiñano. “Presentarlo es mucho”, dice, admirando un plato. Barrunta que la televisión es “una birria”, que no entiende las telenovelas y que es preciso ganarse un jornal, pero de pronto se interrumpe: entran en pantalla unas sardinas. “A mi hijo le encantan. Mi nuera es estupenda, formidable. Y mi hijo también vale un tesoro”. Se lo cuenta al cocinero.
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