José Ortega Cano ha escrito un nuevo y oscuro capítulo de una vida marcada por el sufrimiento familiar, la gloria como gran torero que fue y su irrefrenable decadencia a raíz de su viudedad y las desacertadas actuaciones fuera de los ruedos, que le han mediatizado y condenado para el resto de sus días.
Este miércoles ha sido condenado a dos años y medio de cárcel por el accidente de tráfico que provocó la muerte de otro conductor, Carlos Parra, hace dos años. Una sentencia que pretende recurrir y que le considera autor de un delito de conducción imprudente y de homicidio involuntario.
Benevolente ha terminado siendo la jueza con la actitud del torero, al que muchos testigos vieron beber alcohol en las horas previas al accidente, del que él también salió mal parado. 'Tambaleándose' y 'borracho' le describen varias personas que le vieron aquella fatídica noche del 28 de mayo de 2011 en el hotel bar La Alquería, cercano al punto kilómetro donde se provocó el accidente mortal en el término municipal de Castilblanco de los Arroyos (Sevilla).
Aparte de la pena de cárcel, la juez impone a Ortega el pago de una indemnización de 120.000 euros a la viuda del fallecido, Carlos Parra, y de 19.000 euros a cada uno de sus dos hijos. Escasa cuantía para el daño que Ortega Cano ha provocado en la familia Parra. También ha salido indemne de la acusación de embriaguez, ya que se ha anulado la prueba de alcoholemia que certificaba que el matador de toros conducía con 1,26 gramos de alcohol por litro de sangre, ya que considera que se rompió la cadena de custodia de las muestras. Aun as, es vox populi que desde hace tiempo el matador y la bebida se llevaban demasiado bien.
Ya pocos recuerdan la importancia de su figura en el mundo taurino, sobre todo a mediados de los 80 y principios de los 90. Porque Ortega Cano fue un torero de lo más cotizado y admirado: con cuatro Puertas Grandes de Las Ventas en su haber y otras muchas más en plazas de primer nivel como Sevilla, Barcelona o Bilbao. También dejará para el recuerdo de los amantes de las corridas la tarde del indulto del toro 'Belador' de Victorino Martín en 1982, el único astado al que se le ha perdonado la vida en la historia del coso de la calle Alcalá.
Pero la carrera de Ortega ha estado también marcada por los numerosos y graves percances, que le han hecho ser uno de los toreros más castigados por los toros, que respondieron así a las muertes de cientos de sus congéneres. Veinticuatro cicatrices guardan en su piel el recuerdo de numerosas e importantes cornadas, las más recordadas, la de Zaragoza que casi le cuesta la vida en 1987 o aquella otra gravísima también en Cartagena de Indias (Colombia) que dio la vuelta al mundo por el impacto de su inminente boda con la tonadillera Rocío Jurado en 1995.
Uno de los principales y grandes defectos que ha tenido Ortega Cano en su vida taurina, y que ha llegado a ensombrecer en parte una trayectoria ejemplar, ha sido sus continuas despedidas de los ruedos y, en consecuencia, otras tantas reapariciones, algo que ha empañado su carrera. Muchas veces ha preferido refugiarse en el toro para escapar de sus muchos problemas personales, pero esa tardanza en asumir su adiós definitivo y el hecho de verle los últimos años tan indefenso frente a los morlacos le ha reportado un trato un tanto burlesco.
Pero el mayor golpe anímico que sufrió Ortega Cano fue la muerte en 2006 de Rocío Jurado, con la que vivió el calvario del cáncer durante unos años en los que no se separó de su lado, apartándose por completo del toreo. La pérdida de su esposa le dejó sumido en un pozo de desolación y depresión ahondado más si cabe con la muerte de su madre, doña Juana, al año siguiente, a la que quería también con todo el alma, y que ya le hizo derrumbarse por completo, empezando a partir de ahí a coquetear con los excesos.
El interés constante de la prensa rosa por lo mediático de sus excéntricas y desafortunadas apariciones públicas a partir de su viudedad llevaron a un vulnerable Ortega a formar parte del ámbito de la información 'rosa', lo que casi hace borrar por completo su pasado glorioso en los ruedos. Los últimos conflictos con sus hermanos, los problemas con uno de sus dos hijos adoptivos y, sobre todo, el accidente de tráfico que en mayo de 2011 provocó la muerte de Carlos Parra, ensombrecen aún más la semblanza de un hombre de 60 años, cuya única alegría ha sido su reciente paternidad biológica, aunque el libro de su vida parece ya firmado con un epílogo demasiado oscuro.
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