Este artículo se publicó hace 16 años.
El 71% de los alcaldes acusados de corrupción mantuvo el poder
De los 133 municipios sospechosos, en 94 el regidor no cambió y en 40 incluso sumó apoyos
Los españoles son permisivos con la corrupción. No les gusta, pero la toleran.
La afirmación vale como constatación aproximada. Como primer punto de debate. Sin embargo, tiene su sustento empírico. Sus cifras. Éstas: de los 133 ayuntamientos en los que antes de las elecciones municipales de 2007 saltaron sospechas de corrupción contra el alcalde o ediles significados, en 94 de ellos (el 70,7%) los regidores mantuvieron el bastón de mando, y sólo en 39 (el 29,3%) lo perdieron.
Los datos quedan avalados por la firma del profesor de Ciencia Política de la Universidad de Murcia Fernando Jiménez, incluidos en el Informe sobre la democracia en España en 2008, editado por la Fundación Alternativas . Los indicadores fueron presentados el martes pasado en los cursos de verano de la Complutense por Manuel Villoria, miembro del Consejo de Dirección de Transparencia Internacional España.
Todavía hay números para el aliento: sólo 40 de los 133 alcaldes negros (30%) mantuvieron o ganaron en 2007 más apoyo sobre el censo que en 2003, unos 5,2 puntos de media. En los 93 casos restantes, el respaldo ciudadano se contrajo en torno a un 7,4%.
¿Por qué? La gran pregunta. ¿Qué ocurre? ¿Qué factores influyen? Jiménez aventuró en su estudio cuatro hipótesis de trabajo y ninguna arrojó resultados concluyentes. Primero, relacionó el tamaño del municipio con los resultados de los comicios, previendo que en los pueblos pequeños la red clientelar está mejor engrasada y la penalización a los sospechosos pudiera ser menor. Falso. “Nada prueba esa ligazón”, sostiene el profesor.
Aún sorprende más que no influya la naturaleza de la acusación. En el 70,7% de los casos en los que se sustanció una imputación judicial, los regidores retuvieron el poder. Eso es tan sólo una décima más que en los procedimientos en los que el juez de instrucción no cerró una acusación formal.
Si se compara la suerte electoral de los 82 imputados por corrupción, se observa premio de los ciudadanos: el 70,6% de los inculpados y el 60% de los condenados revalidaron la alcaldía. Llama más la atención que el 100% de los regidores detenidos –los de Alhaurín el Grande y Mogán, ambos del PP– conservó el poder y además aumentó su apoyo.
Jiménez únicamente apreció pequeñas diferencias en el último supuesto. Hay más castigo popular si está en marcha una investigación judicial o policial (un 36% perdió la alcaldía). Se rebaja si la denuncia fue archivada o si la acusación procedió de la oposición o de grupos ecologistas (el 24% se despidió del poder).
A los partidos tampoco les sale rentable actuar contra los corruptos. Una vez purgados, pierden respaldo. “El caso paradigmático es Catral [Alicante]”, recuerda Jiménez a Público. “El PSOE echó a su regidor, José Manuel Rodríguez Leal, y en 2007 cayó un 34,7%. Se quedó con un concejal, y Leal, que montó una lista aparte, logró cinco escaños. El PP conquistó la mayoría absoluta”.
La escasa penalización pública de los españoles contrasta abruptamente con su percepción de la corrupción. La encuesta del CIS Los ciudadanos y el Estado, de enero de 2007, ofrecía datos demoledores contra los políticos: un 51,9% creía que bastantes o casi todos ellos estaban implicados en negocios turbios. Pero hay algo que no casa, pues el 89,3% reconoció entonces que nunca había recibido insinuaciones de soborno. Un 3,1% declaraba que había sentido tal presión “a veces”.
Los españoles tampoco citan la corrupción desde hace años como uno de los principales problemas del país. Del 35,5% que la mencionaban en febrero de 1995 se ha pasado al 0,8% de julio de 2008.
Los expertos, ejecutivos y empresarios nacionales e internacionales no son tan duros en la evaluación de España. El último panel de Transparencia Internacional, de 2007, sobre una muestra de 179 países, la ubica en el puesto 25º, detrás de Nueva Zelanda (1º), Reino Unido (12º), Alemania (16º), Japón (17º), Francia (19º) o Barbados (23º), y delante de Portugal (28º) e Italia (41º).
Hay un salto de percepciones. “Es lógico. Los expertos tienen más datos, y los ciudadanos funcionan con estereotipos”, sostiene Villoria. “En todos los países desarrollados se palpa una desafección hacia el poder. En los españoles influye la socialización recibida desde pequeños: tras décadas de dictadura, se nos inculcó que la política es sucia, opaca”.
El ligero retroceso de España (del puesto 22-23º de 2004 a 2006 al 25º del año pasado) se explica, para Villoria, por la explosión de casos recogidos por los medios. “Paradójicamente, este Gobierno, el que más ha hecho para limpiar la corrupción, es el que se lleva las culpas, y es que al Estado le cae todo”. La peor réplica, añade, es “politizar los datos”. “No podemos cargar el sambenito de corrupto a PP o PSOE, como venden algunos medios de modo sectario. Existe una mejor respuesta: denunciar”.
EXAMEN POR SECTORES
Penalización para los medios
El impacto de la corrupción se puede medir también por sectores. Los datos de Transparencia Internacional muestran que los partidos son los peor parados. En una escala de 1 (nada corrupto) a 5 (muy corrupto), las formaciones políticas recibieron en 2006 una nota de 4,0 (en España, un 3,9).
Les siguen los parlamentos, las empresas, la Policía, la Justicia y, con un 3,3 (3,4 en España), los medios. “Eso abre la discusión de con qué identifican los ciudadanos la corrupción”, avanza Manuel Villoria. “Tiene lógica que los partidos ganen: allí se concentran las élites políticas, pero no en la prensa. Si un diario se ve sectario, se entiende corrupto”.
Los servicios públicos sí que obtienen mejor puntuación, del 3 hacia abajo.
¿Qué es corrupto? Según Villoria, “los ciudadanos extienden el concepto a quien anteponga el interés privado al interés general, o quien incumpla un compromiso ético que se interprete irrenunciable”.
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