El 15 de mayo de 1962 el régimen de Franco, personificado en el ministro secretario general del movimiento José Solís, se vio obligado a viajar hasta Oviedo para reunirse con representantes de mineros asturianos. Tenía que poner fin a una huelga -conocida como la huelgona- que duraba más de un mes y que comenzaba a expandirse por el resto del país. “¡Qué cabrones sois! Tenéis esperando al ministro una hora!”, espetó Solís a los representantes sindicales por saludo. Ocho días después, el Boletín Oficial del Estado recogió un incremento de 75 pesetas en el precio de la tonelada de carbón, a repartir entre los trabajadores, y permitió la creación de comisiones de representantes obreros para negociar los conflictos futuros. El régimen de Franco había dado su brazo a torcer ante los trabajadores por primera vez.
“Fue una victoria sin paliativos. Sufrimos la represión antes, durante y después, pero ganamos”, recuerda Vicente Gutiérrez, exminero de la cuenca del Nalón, 'deportado' por el régimen a Soria en agosto de 1962 por considerarlo “peligroso”.
Más de 50.000 mineros se unieron a la huelga progresivamenteNi la declaración de Estado de excepción, los encarcelamientos, o el cierre de los supermercados habían hecho retroceder a los mineros en sus pretensiones de mejora de sus condiciones laborales desde que el 7 de abril, en el pozo Nicolasa, la empresa Fábrica de Mieres suspendiera de empleo y sueldo a siete picadores. Al día siguiente la mayoría de los trabajadores no bajaron a la mina. En una semana, todas las minas cercanas estaban en huelga. A la siguiente, la huelga llegaba a La Camocha (Gijón) y ya sumaban más de 50.000 mineros. En un mes, ya había focos de insurreción en las principales ciudades del país junto a los Altos Hornos de Vizcaya.
“La Guardia Civil y la Policía secreta iban a nuestra a buscarnos, te abrían la puerta y te llevaban con ellos. Te registraban todo y después te daban en una paliza para que delataras a algún compañero. Hoy día no se puede ni concebir lo que pasó en aquellos cuarteles y comisarias”, cuenta Vicente Gutiérrez.
A la protesta obrera también se sumaron un importante grupo de intelectuales, encabezado por Menéndez Pidal (director de la RAE), que emitieron un manifiesto de apoyo a los mineros. Armando López Salina, locutor en la radio La Pirenaica, fue uno de los promotores. “Cuando pensamos en el manifiesto pretendimos encabezarlo por la figura más relevante posible. Así que fuimos a ver al presidente de la Academia Menendez Pidal. Tras leer nuestro manifiesto y hacer unas cuantas correciones de estilo dijo: 'Si esto es contra el cabrón de Franco, firmo'”, recuerda.
La huelga silenciosa, la que había nacido en una olvidada cuenca asturiana y se había extendido de manera vertiginosa mediante el boca a boca y la solidaridad obrera, ya era información de portada de los grandes periódicos internacionales. El régimen de Franco volvía a estar en el punto de mira de Occidente. “Se generan protestas en media Europa y declaraciones de apoyo a los huelguistas. Los partidos socialdemócratas europeos se solidarizan con los trabajadores y recuerdan que la dictadura de Franco es inaceptable”, explica Rubén Vega, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Oviedo.
La protesta saltó a las portadas de los principales periódicos europeos
Cohibido ante la mirada de Europa y sorprendido por el avance de las protestas, la dictadura incrementa en 75 pesetas el precio de la tonelada de carbón, plusvalía que sería repartida entre los trabajadores, y permitió la creación de comisiones de representantes obreros para negociar los conflictos futuros. “En los 40 años de dictadura nunca ocurre que ministro se desplace hasta el lugar de conflicto y ceda a las peticiones obreras. La huelga minera supone la primera victoria a la dictadura y marca una bisagra entre las dos mitades del franquismo. Surge un movimiento contestarario”, analiza Rubén Vega.
En el mantenimiento y extensión de la lucha obrera desarrollaron un papel fundamental las mujeres de los mineros convenciendo a los esquiroles, combatiendo la guerra del hambre que el régimen estaba practicando y organizando asambleas para extender la huelga. “Nos encerramos en la catedral y cada mañana salíamos a la puerta con pancartas que pedían la libertad de los presos políticos”, apunta Anita Sirgo, una de las mujeres más activas durante la huelga. Antes del encierro, habían conseguido la unidad entre todas las cuencas visitando cada casa puerta por puerta y “creando remordimientos de conciencia” a los esquiroles.
“Nos quedábamos a las puertas del pozo para echar maíz al paso de los esquiroles. El mensaje estaba claro: los estábamos llamando gallinas por no sumarse a la lucha. Ellos ya sabían lo que significaba y no hacía falta ninguna explicación. Nos conocíamos todos perfectamente. Daban media vuelta y se iban voluntariamente”, recuerda Anita, quien estuvo encarcelada durante seis meses, donde le cortaron el pelo y fue maltratada por las fuerzas del Estado.
A Anita le cambia la voz cuando habla de la entrada a Madrid de la marcha negra el 11 de julio. “En ocho meses se están llevando todo por lo que luchamos tanto. Esta situación me recuerda a la de tantos años atrás, pero no hay que dejar de luchar”, reclama Anita. Vicente Gutiérrez se desplazó hasta Madrid para ver a los mineros entrar. Él ya está jubilado pero la lucha de sus sucesores es la misma que la suya, aunque Vicente diferencia al enemigo. “Antes luchábamos contra la dictadura de Franco y los fascistas, ahora luchamos contra la dictadura de los mercados y un Gobierno a su servicio que no cumple lo que pacta”, sentencia Vicente.
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