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Saber lo que se sabe

UMBERTO ECO

Sobre el caso Wikileaks se han dicho muchas cosas, pero da la sensación de que siempre queda algo por decir. Por ejemplo, cómo, en un primer enfoque, Wikileaks resulta ser, por sus contenidos, un escándalo aparente, mientras que, por sus formas, es algo más.

Un escándalo es aparente cuando convierte en dominio público lo que ya todos sabían y comentaban en privado, y que no pasaba de ser, por así decirlo, un susurro por razones de hipocresía (como, por ejemplo, que en algunas facultades sólo hagan cátedra los hijos de papá). Cualquier persona no necesariamente puesta al día en cuestiones de diplomacia que hubiera visto alguna película de intriga internacional, sabía perfectamente que, por lo menos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y desde que los jefes de Estado pueden comunicarse por teléfono o coger un avión para cenar juntos, las embajadas han perdido su función diplomática (¿o acaso se envió a un embajador en falúa para declarar la guerra a Sadam?). Con excepción de pequeños ejercicios de representación, se han convertido, en los casos más evidentes, en centros de documentación sobre el país de acogida (cuando el embajador es eficaz, hace el trabajo del sociólogo y del politólogo) y, en los casos más confidenciales, en auténticas centrales de espionaje.

Sin embargo, decirlo en voz alta obliga hoy a la diplomacia estadounidense a admitir que todo esto es cierto, sufriendo así una pérdida de imagen a nivel de las formas. Con la curiosa consecuencia de que esta pérdida, filtración, goteo de información confidencial, más que perjudicar a las presuntas víctimas (Berlusconi, Sarkozy, Gadafi o Merkel), perjudica al presunto verdugo, véase la pobre señora Clinton, que probablemente se limitaba a recibir mensajes que los responsables de la embajada le enviaban por deber profesional, dado que cobraban sólo por hacer esto. Y esto es exactamente, de acuerdo con los hechos, lo que Assange quería, porque el rencor lo tiene hacia el Gobierno estadounidense y no hacia el Gobierno de Berlusconi.

¿Por qué las víctimas sólo se han visto afectadas superficialmente? Porque, como todos han podido constatar, los famosos mensajes secretos parecían sacados del Eco della Stampa, y se limitaban a contar lo que en Europa ya se sabía y se comentaba, y que incluso en EEUU ya se había publicado en Newsweek. Por lo tanto, los informes secretos eran como la revista de prensa que el departamento de comunicación de cualquier empresa manda a su presidente, quien, con todo el trabajo que tiene, no puede leerse también los periódicos.

Es evidente que los informes enviados a Clinton, al no tratar asuntos confidenciales, no se consideraban 'notitas secretas' de espionaje. Y aunque se hubiera tratado de información aparentemente más confidencial, como el hecho de que Berlusconi tenga participaciones privadas en los negocios del gas ruso, aún en ese caso (sea cierto o falso), las 'notitas secretas' lo único que harían sería repetir lo que comentan aquellos que en los tiempos del fascismo eran tachados de 'estrategas de café', es decir, los que hablan de política en el bar.

Y esto no hace más que confirmar otra cosa que es bien sabida por todos: cada dossier elaborado por un servicio secreto (del país que sea) está compuesto exclusivamente por material de dominio ya público. Las 'extraordinarias' revelaciones estadounidenses sobre las noches locas de Berlusconi se referían a lo que ya se podía leer desde hace meses en cualquier periódico italiano (con dos excepciones), y las manías sátrapas de Gadafi ya eran desde hace tiempo material -además bastante viejo- para los caricaturistas.

La regla por la cual los dossieres secretos deben basarse sólo en noticias ya conocidas es esencial para la dinámica de los servicios secretos, y no sólo en este siglo. Es la misma por la cual, si van a una librería dedicada a publicaciones esotéricas, verán que cada libro nuevo repite (sobre el Grial, sobre el misterio de Rennes-le-Château, sobre los templarios o sobre la Rosacruz) exactamente aquello que ya se había escrito en los libros precedentes. Esto no se debe sólo ni especialmente a que al autor de textos ocultistas no le guste llevar a cabo investigaciones inéditas (ni siquiera sabe dónde podría buscar noticias sobre lo inexistente), sino que los devotos del ocultismo sólo creen en aquello que ya conocen y que reafirma lo que ya sabían. Esta es también la clave del éxito de Dan Brown.

Lo mismo sucede con los documentos secretos. El informante es perezoso, o cerrado de mente, y perezoso es también el jefe de los servicios secretos (si no, trabajaría, qué sé yo, como redactor de L'Espresso) que considera cierto sólo aquello que reconoce.

Visto entonces que los servicios secretos, los de cualquier país, no sirven para prever casos como los atentados contra las Torres Gemelas (en algunas ocasiones, encima los provocan) y archivan sólo aquello que ya se sabía, lo mismo daría eliminarlos. Pero con los tiempos que corren, reducir más puestos de trabajo sería realmente insensato.

Léspresso, distribuido por The New York Times Syndicate
* Traducción de Judit Portela

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