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En septiembre de 1975 Franciso Franco era un dictador agonizante: a sus problemas de salud, que terminarían por llevarle a la tumba dos meses después, se sumaban sus preocupaciones y desvelos por mantener en pie una dictadura que empezaba a mostrar que estaba tan enferma como su propio jefe.
Nerviosos por la salud del dictador y acosados por las crecientes demandas de libertad y por la tensión entre los que propugnaban una apertura y los más acérrimos franquistas —"los del búnker" les llamaban—, los prebostes de la dictadura necesitaban dar un golpe de autoridad. Lo hicieron de la única forma que sabían: matando.
El 27 de septiembre de 1975 cinco jóvenes fueron fusilados. Tenían cara y nombre: Juan Paredes Manot, Angel Otaegui, José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz y José Humbero Baena Alonso. Sus nombres pasaron a la historia por ser los últimos ejecutados por una larga dictadura de casi 40 años que empezó matando por la "Gracia de Dios" y terminó haciendo lo mismo. Los dos primeros pertenecían a ETA; los tres últimos militaban del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), la organización creada por el PCE (m-l).
Estaban acusados de participar en varios atentados contra policías y guardias civiles. Algunos de los acusados habían empuñado un arma pero otros no. Las única prueba con la que contó el tribunal fue la propia declaración de los acusados, obtenida bajo tortura.
Todos estaban condenados de antemano: el Consejo de Guerra que les condenó a la pena capital fue una farsa, sin ninguna garantía jurídica, sin pruebas. "Todos habíamos asumido que se iban a confirmar las penas de muerte", declaró a Público el año pasado Pablo Mayoral uno de los militantes del FRAP a los que en el último momento se les conmutó la pena de muerte por otra de 30 años de prisión.
Las últimas ejecuciones del régimen tuvieron una enorme repercusión en toda España y en toda Europa. Hubo una enorme movilización, sobre todo en Europa, para evitar aquellas muertes. Hasta el Papa Pablo VI pidió clemencia a Franco, pero éste, pese al pavor que le producía una hipotética excomunión papal, firmó las penas de muerte.
En la madrugada del 26 al 27 de septiembre, España vivió su noche más larga. Luis Eduardo Aute inmortalizaría aquel suceso en una célebre canción: Al alba. Como dice la letra, aquel día de hace 35 años llegó con hambre atrasada.
Paredes Manot y Otaegui, los miembros de ETA, fueron ejecutados en Burgos y Barcelona, respectivamente. Sánchez Bravo, García Sanz y Baena Alonso fueron trasladados desde la cárcel de Carabanchel hasta un cuartel en Hoyo de Manzanares (Madrid), donde poco antes de las ocho de la mañana fueron acribillados por el pelotón de fusilamiento. Las familias buscan Justicia
Desde entonces, ninguna otra bala ha sido disparada en España en nombre de la Justicia. Pero a ésta aún le queda un largo camino que recorrer para resarcir la memoria de las víctimas y el dolor de sus familias. 35 años después las familias de dos de los fusilados luchan por la memoria de los suyos. Flor Baena, hermana de José Humberto Baena Alonso, no ceja en su empeño de que los tribunales de la España democrática anulen aquella sentencia y decreten la inocencia de su hermano, que nunca empuño una pistola. No lo ha conseguido, pero no se rinde.
Silvia Carretero, viuda de Luis Sánchez Bravo y ella misma detenida y torturada en las mismas fechas —salvó la vida porque estaba embarazada—, presentó el pasado mes de mayo una demanda en Argentina para exigir una reparación "con todas las consecuencias". Quizá ella tenga más éxito que Flor Baena: Argentina ha demostrado más sensibilidad y más interés en hacer Justicia que la propia España, donde un juez, Baltasar Garzón, va a ser juzgado por investigar los crímenes del franquismo.
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