Mis recuerdos de Labordeta en los primeros años setenta tienen que ver con la revista Andalán, cuna de la izquierda aragonesa, sus artículos y comentarios vertidos en El dedo en el ojo. Su voz profunda y la vehemencia socarrona con que analizaba la política de entonces atraían tanto o más que el desgarro de sus canciones o el pesimismo de algunos de sus poemas.
Para mi generación fue un personaje, un icono por encima de siglas y banderas, y así me lo encontré cuando en 2004 llegué al Congreso: receptivo, afectuoso, comunicador, dispuesto siempre a negociar y ayudar; porque nunca tuvo dudas de quién era la derecha y qué pretende. Por eso se enrabiaba en la comisión del 11-M, en las interpelaciones sobre el trasvase del Ebro, en la utilización partidista del terrorismo, o en el fiasco de no conseguir alguna inversión más para Aragón.
Los jueves, al terminar el Pleno, volvíamos juntos a Zaragoza, su conversación anticipaba la sensación de estar en casa; durante unos meses, como consecuencia de un accidente, no pude valerme por mí mismo, así que al llegar a la estación, la nuestra era la imagen paradójica de un hombre mayor empujando la silla de ruedas o llevando la mochila del más joven.
Lo recuerdo por los pasillos del Congreso con andares cansinos diciéndome: 'Esta tarde tengo que intervenir tres veces no llego', para luego desde el escaño o la tribuna dar una lección de sentido común, de dignidad, de franqueza, de rebeldía frente a cualquier injusticia. Negociar con él los Presupuestos fue siempre una lección política; en una tarde, el acuerdo para mejorar inversiones y garantizar la protección de alguna zona del territorio, estaba garantizado. Así es como se ganó el respeto y el cariño en la Cámara. Su palabra era la garantía, por encima de tacticismos partidistas. Su discurso era igual en la calle que en la tribuna, escuchaba desde la humildad y amaba a su tierra con todo su enorme corazón.
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