En el timo, esa modalidad delictiva en el que las propias víctimas echan una mano con su avaricia, siempre ha habido clases. Aún hay delincuentes que tiran de estampita a lo Tony Leblanc para dar papeles por billetes al primer pardillo que se cruzan por la calle. Otros han sofisticado un poco más el sistema y colocan anuncios en los periódicos para cazar a aspirantes a gigoló que terminan sin dinero y sin comerse una rosca. Y los hay, incluso, que embaucan a incautos castigados por el mal de amores para que compren guacamayos inexistentes con los que les prometen hacer sacrificios sanadores. Sin embargo, el gran timo, el timo con mayúsculas, el que requiere de una gran puesta en escena con disfraces, ingenio y mucho morro sólo está al alcance de unos pocos. El número uno de estos ases del engaño es, sin lugar a dudas, José Manuel Quintía Barreiros, más conocido por la policía como Capitán Timo por su afición a utilizar guerreras como ropa de trabajo.
Esa especial fijación por la milicia ha hecho que Quintía se haya travestido de almirante, de coronel del servicio secreto, de capitán de fragata y, si hubiera hecho falta, de sargento Arensivia cuando ha hecho falta para embaucar a todo tipo de empresarios a los que siempre promete jugosos negocios a cambio de que adelantaran algo de dinero para las primeras gestiones. Luego, por supuesto, desparecía con los galones y el dinero. Al dueño de una óptica le birló 88 millones de las antiguas pesetas prometiéndole un multimillonario contrato para vender gafas de sol al Ministerio de Defensa. A una empresa de telecomunicaciones, otros 20 millones de pesetas con la promesa de conseguirle partidas de móviles muy baratos en las bases norteamericanas en España. Y así un largo etcétera. ¿Qué cómo podían picar sus víctimas? Muy sencillo. Quintía no escatimaba ni en gastos ni en elementos efectistas a la hora de impresionarlas. Viajaba siempre en grandes berlinas engalanadas con un banderín español. Nunca faltaba un solícito chófer que le abriera la puerta. Y varios guardaespaldas le rodeaban en todo momento para terminar de hacer creíble que quien se presentaba ante los incautos era todo un gerifalte del Ministerio de Defensa.
Se ha hecho pasar por almirante, por coronel y, si hubiera hecho falta, por el sargento Arensivia'
Por desgracia para él, la policía le cazó y terminó sentado en el banquillo de los acusados. Genio y figura, ni siquiera entonces dejó de ejercer su especialidad Durante el juicio, simuló sufrir un ataque epiléptico para intentar suspender la vista. Sin embargo, esta vez el engaño no coló ya que un médico forense se dio cuenta de que aquellos espasmos eran más falsos que los galones que le gustaba lucir en sus guerreras. Ahora, Capitán Timo cumple una condena de 10 años por estafas en la cárcel de Aranjuez (Madrid), donde, aunque parezca increíble, sigue haciendo de las suyas. En los últimos meses se ha dedicado a enviar diversas cartas a altos directivos de empresas periodísticas españolas, a los que, tras llorarles una triste infancia y una peor mayoría de edad, les solicita ayuda económica para comprarse unas gafas de ver y, más adelante, una dentadura postiza. Dos curiosas peticiones que confirman que para el Capitán Timo también pasan los años y, quizá por ello, debería ir pensando en jubilar la guerrera.
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