Imagine que está usted en 1938. Que es un soldado leal a la República española. Y que está metido en una trinchera. Un avión surca los cielos y descarga un alud de octavillas. Procede a leerlas: 'Para engañaros se invoca hoy a España por quienes ayer mismo negaban a la Patria y encarcelaban a los que la vitoreaban. Os llaman guerreros de los [sic] independencia quienes entregaron a España a las logias extranjeras'. ¿Mande?
Durante la guerra se arrojaron 130 millones de octavillas. Pero no todas tienen el honor, como esta, de haber sido escritas por Francisco Franco, como cuenta Javier Domínguez en El enemigo judeo-masónico en la propaganda franquista (1936-1945), editado por Marcial Pons.
'Los comunistas eran un adversario evidente, pero los judíos no'
'La letra del borrador es la suya, lo que hace muy verosímil que pueda ser el autor de otras hojas con su estilo', cuenta el historiador. Un estilo 'oscuro y embrollado' plasmado probablemente también aquí: '[Vuestros dirigentes] han robado el oro, la plata, los cuadros y demás objetos... Ved donde ha ido todo esto; a manos de judíos extranjeros que son las URRACAS INTERNACIONALES...'. Volviendo a la trinchera, ¿no le hubieran dado a usted ganas de desertar sólo de pensar en pasar el resto de la guerra leyendo los ripios del Generalísimo?
Estos dos textos reflejan el linchamiento propagandístico sufrido por judíos y masones durante la contienda. Otra cosa sería dilucidar sus causas. 'Mientras que los llamados comunistas eran un adversario evidente e importante, los masones españoles sólo eran unos 5.000 en 1936 y su influencia en la vida pública española era limitada', cuenta Domínguez. ¿Y los judíos? Tres cuartos de lo mismo: 'Su caso era aún más sorprendente. La propaganda antisemita de los primeros años del franquismo tenía lugar en un país en el que apenas había judíos desde su expulsión por los Reyes Católicos'.
Tras la Revolución Francesa, los masones entraron en la lista negra
Judíos y masones se convirtieron en el enemigo a batir por motivos ajenos a la realidad. Lo que no significa que la conspiración no cumpliera una función o que surgiera de la nada: era una puesta al día de las paranoias que circulaban por Europa desde el inicio de la rivalidad entre el judaísmo y el cristianismo. Quevedo, por ejemplo, escribió en 1633 su alucinante Execración contra los judíos, donde alertaba sobre un complot de judíos y conversos para aniquilar cristianos y controlar el mundo.
Los masones se unieron al club de los culpables tras la Revolución Francesa. 'Innumerables volúmenes intentaron probar que las conmociones vividas en Francia eran resultado de una conspiración urdida en las logias', dice Domínguez, que apunta la existencia de una relación directa entre 'los momentos álgidos de la conspiración y los periodos de crisis del catolicismo y de su concepción tradicional del mundo' (léase la revolución intelectual del Siglo de las Luces o la toma de La Bastilla).
Sin ir más lejos, la paranoia se desmadró en España tras proclamarse la II República. ¿Las causas? 'La radicalización de las derechas y su abandono de las posiciones liberales. Los ataques contra masones y judíos dejaron de ser un rasgo exclusivo de los sectores intransigentes del catolicismo', cuenta el historiador.
'¿Qué sabrá mi hijo de la masonería', se preguntaba el padre de Franco
Quizás todo esto explique la existencia de la teoría de la conspiración, pero no que Franco perdiera el tiempo escribiendo octavillas y se tomara el asunto como algo personal. Una posible explicación: su padre, con el que mantenía mala relación, 'defendía a los masones y a los judíos, y se burlaba de las teorías conspirativas', dice Domínguez. Un ejemplo: '¿Qué sabrá mi hijo de la masonería? Es una asociación llena de hombres honrados, desde luego muy superiores a él en conocimientos y apertura de espíritu. No hace más que lanzar sobre ellos toda clase de anatemas y culpas imaginarias. ¿Será para ocultar las suyas propias?'. Ahí queda eso.
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