La figura de Melchor Rodríguez tiene difícil acomodo en la historiografía maniquea sobre la Guerra Civil, porque la coherencia a rajatabla y más la coherencia anarquista, humanista y libertaria resulta imposible de encuadrar desde la óptica de Caín. Pero, al margen de juicios interpretativos sobre su poliedro biográfico, hay un hecho histórico incontrovertible: el 8 de diciembre de 1936 evitó casi en solitario, como delegado de Prisiones de la República por la CNT, que una turba incontrolada vengara unos bombardeos recientes pasando por las armas a los 1.532 presos, sospechosos de apoyar a los fascistas.
Melchor no fue únicamente el delegado de Prisiones (noviembre de 1936 / marzo de 1937) que protegió a toda costa la vida de miles de franquistas encarcelados, evitando incontables sacas mientras las autoridades controladas por el PCE miraban para otro lado. Fue también el concejal de la FAI que, convertido de facto en alcalde postrero por el general Casado, afrontó la penosa tarea de entregar Madrid. Fue también el cenetista irredento que siguió en la clandestinidad, en los cuarenta, tras pasar más de 30 veces por la cárcel, y un hombre en cuyo funeral en 1972 llora Martín Artajo, ex parlamentario de la CEDA y diputado franquista.
Nacido en Sevilla en 1893, Melchor comenzó a los 10 años a trabajar, tras perder a su padre. Novillero fugaz y chapista, su actividad huelguista lo llevó a prisión en decenas de ocasiones. Rodríguez sabía bien lo que hacía cuando pasó a ser miembro del comité pro presos de la CNT, donde remató su convicción libertaria y acumuló una experiencia decisiva para ser luego delegado de Prisiones de la República.
La novela biográfica escrita por Alfonso Domingo, elocuentemente titulada El Ángel Rojo (Almuzara), arranca con Melchor apresurándose otra vez para llegar a tiempo de frenar una orgía de sangre, esta vez en Alcalá, en 1936. Días atrás, una degollina vengativa en la cárcel de Guadalajara apenas dejó supervivientes entre los 320 presos.
Con la única compañía de unos funcionarios muertos de miedo, Rodríguez logró deshacer la turba, poniendo su carisma y su facilidad de palabra al servicio de un argumento: la superioridad moral de la República no podía tolerar desafueros. 'La justicia es lo que nos diferencia de esos salvajes fascistas', exclamó ante los fusiles alzados contra él, según el libro de Domingo. Melchor, por jugarse la vida por el enemigo, siempre será para la derecha un ángel rojo, y un traidor en sus propias filas.
Tras la guerra, Melchor fue condenado a cadena perpetua, luego a 20 años y finalmente a cinco. En el Consejo de Guerra, intercedió el general Muñoz Grandes. No en vano, Melchor salvó, directa o indirectamente, a varias figuras que después fueron puntales del régimen. Entre los protegidos por este Schindler libertario están Martín Artajo, Muñoz Grandes, Valentín Gallarza, Fernández Cuesta, Sánchez Mazas, Serrano Suñer... También el doctor Gómez Ulla, el futbolista Ricardo Zamora o el locutor Boby Deglané, que le entregaría una polémica medalla en su programa, décadas después.
'Jamás utilizó sus relaciones en provecho propio, sólo en beneficio de los presos políticos', afirma Alfonso Domingo, que considera 'fascinante' la vida de este 'perdedor de la historia'. El historiador José Luis Gutiérrez Molina, profundo conocedor de su figura, resume con un refrán la postura de muchos de los que le achacan connivencias con el régimen: 'Dime de qué presumes y te diré de qué careces'.
Melchor no aceptó la indulgencia del franquismo. Ni su dinero, pese a las estrecheces. 'El régimen intentaba explicar sus actos alegando que era cristiano, pero él se resistía', explica Domingo. Lo hizo por conciencia libertaria, insistía Melchor.
En su insólito funeral, sonó A las barricadas y las autoridades permitieron que se cubriera el féretro con una bandera anarquista. En la puerta de su casa, sobre un fondo rojinegro, se leía: 'Aquí vive un hombre decente'.
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