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El socialista que cargaba una piedra

JOSÉ ANDRÉS TORRES MORA

Una vez, hace ya muchos años, en un viaje a las Islas Canarias, un viejo militante socialista me contó una historia, no sé si apócrifa, pero muy aleccionadora. Durante la II República, había en su ciudad una numerosa agrupación del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores. En un momento determinado decidieron construir una sede común para ambas organizaciones, una Casa del Pueblo. Un edificio con espacio para oficinas, pero sobre todo para algunos servicios, como una mutua sanitaria, una cooperativa de consumo o un salón de actos para proyectar cine y representar obras de teatro.

Los socialistas se fueron poniendo de acuerdo en el lugar, en el diseño arquitectónico y en todo lo necesario para iniciar la construcción del edificio. Sin embargo, en el ejercicio de una arraigada cultura de debate no tardaron en encontrar el motivo para la discordia. Lo encontraron precisamente los miembros del poderoso gremio de canteros, y no fue otro que el tamaño de los bloques de piedra con los que iban a hacer la gran Casa del Pueblo. Un bando defendía que los bloques tuvieran un tamaño bastante grande y el otro defendía que el tamaño fuera exactamente la mitad del que proponían los primeros.

A partir de ahí, es fácil imaginar lo que sucedió. Durante semanas hubo todo tipo de reuniones públicas y privadas, debates apasionados, conspiraciones cruzadas y finalmente, una votación. Ganaron los partidarios de hacer los bloques pequeños. Todos se pusieron manos a la obra, y los canteros fueron cortando los bloques hasta tener una buena parte de los mismos preparados, a la par que otros fueron preparando el terreno para empezar a construir.

Por aquellas fechas, Franco dio el golpe de Estado con el que se inició la Guerra Civil, y ocupó militarmente las Islas Canarias, incluida la ciudad de aquellos socialistas. Por supuesto lo primero que hizo fue condenar a trabajos forzados a los socialistas que no fusiló. Concretamente a construir el edificio previsto para la Casa del Pueblo, que obviamente se convertiría en una sede de Falange. Golpeados y desnutridos, los socialistas del partido y del sindicato tuvieron que acarrear los bloques de piedra desde la cantera hasta el edificio en construcción. Me contaba aquel viejo militante que cuando los socialistas que defendieron los bloques pequeños se cruzaban con los que habían defendido los bloques grandes, unos y otros, doblados por el peso de su carga, se decían no sin cierta ironía: '¡Desgraciados, menos mal que os ganamos la votación!'.

Nunca he sabido si la historia es cierta o no, pero entendí bien lo que me quería decir aquel veterano socialista. Hay quienes, con la mejor intención, diseñan el cambio social y político con gran ambición, proponiendo transformaciones de mucho calado, que requieren grandes esfuerzos y sacrificios. El problema es el coste de la transformación social y quién ha de soportarlo. Pondré un ejemplo real como la vida misma. En los años de la Transición mi padre era un obrero industrial y yo un estudiante de Sociología. Él era

bastante más renuente que yo a hacer huelga por razones políticas (yo más bien era entusiasta), y un día se lo reproché. La respuesta de mi padre fue sencilla: 'Si yo hago huelga un día o una semana, a mí me descuentan el sueldo de ese día o de esa semana; si tú haces huelga, te libras de ir a clase'. No es que él tuviera menos ganas que yo de transformar la sociedad, es que el beneficio iba a ser el mismo, pero para él tenía un coste mayor que para mí.

Hace unos días me reuní con un profesor de una de las universidades más prestigiosas del mundo, perteneciente a una rica familia de su país. Ese hombre, situado muy a la izquierda, se mostró bastante crítico con la socialdemocracia y su actuación en defensa de los trabajadores frente a la crisis internacional. Ante mi pregunta de por qué no tenían éxito sus propuestas de cambiar el sistema, el hombre me contestó que 'el problema es que las propuestas de cambiar el sistema sólo son inteligibles para quienes son perjudicados por el cambio'. La verdad es que su argumento no me satisfizo en absoluto. Cuando algunos de nuestros intelectuales no sabían bien si apostar por el maoísmo o el trotskismo, muchos trabajadores manuales de nuestro país apostaron por la socialdemocracia. Es verdad que el proyecto socialdemócrata, en apariencia al menos, ofrecía un paraíso con menos comodidades que el que ofrecían aquellos revolucionarios llenos de buenas intenciones, pero era asequible para los trabajadores. Con sus escuelas y sus hospitales públicos, con sus pensiones y sus libertades civiles, los que apostaron por los bloques pequeños han cambiado muchas cosas. Hoy hay quienes creen que no merece la pena apoyar a un gobierno que protege a los parados, si no puede hacer pagar inmediatamente a los culpables de la crisis. Esos son los partidarios de los bloques grandes.

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