El deseo de que se cambie el sistema electoral suele recibir un apoyo claro en las conversaciones privadas, pero se estrella en la realidad de los intereses creados. La subcomisión del Congreso encargada de la revisión de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General acaba de ponernos los pies en la tierra, o en el fango, al evitar cualquier transformación seria.
El sistema electoral español tuvo en su origen una intención clara de conjugar la democracia con la manipulación porcentual de los resultados. Aprovechó la ingeniería contable y territorial para centrar la voluntad de los españoles, creando mayorías artificiales y evitando el posible protagonismo del Partido Comunista de España. Es una factura que paga ahora Izquierda Unida, porque no puede ver concretado el valor real de sus votos en una representación parlamentaria justa. Si se compara con los partidos mayoritarios, llama la atención el número exagerado de votos que le cuestan sus diputados; si se compara con las minorías, no deja de sorprender que los nacionalistas catalanes y vascos cuenten con muchos menos votos y muchos más representantes.
Ante esta situación injusta, corremos el peligro de pensar que la revisión del sistema electoral es un problema que afecta únicamente a Izquierda Unida. Se trata de uno de los errores más graves de nuestra democracia, porque está en la raíz misma de su degradación actual y del descrédito de la política. Para comprender que merece la pena cuestionarse el sistema electoral vigente, más allá de los intereses coyunturales de cada formación política, basta con observar la situación alarmante del Poder Judicial, las inercias paradójicas en la construcción del Estado, las estrategias partidistas ante los escándalos de corrupción, el surgimiento de fuerzas que no se justifican por un programa propio, sino por desprecio de todo lo existente, y el comportamiento desmedido y orgulloso de los poderes mediáticos.
La vida democrática soporta las malas costumbres facilitadas por un sistema que advierte a los ciudadanos sobre la inutilidad de su voto, si se empeñan en apoyar con matices lo que realmente quieren, mientras tranquiliza a los partidos mayoritarios, hagan lo que hagan, con la seguridad de que nunca pagarán una factura muy alta. Corrupción, por ejemplo, hay en todas partes; pero pocos países democráticos soportan como España una situación en la que los corruptos actúan con tanta desfachatez. Un partido tan importante como el PP puede esconderse en la estrategia de callar, mirar a otro lado o recordar las corrupciones del otro partido mayoritario. ¿Yo robo? Tú también.
La ayuda que presta la Justicia debe tenerse en cuenta. La judicialización de la política española es inseparable de una politización bipartidista de la justicia que paraliza cualquier renovación sensata del Tribunal Supremo, abre sospechas sobre las intenciones del Tribunal Constitucional y pone en cuestión las decisiones de los jueces. Los ciudadanos españoles no pueden decir hoy con ingenuidad, como debiera ser, que merecen respeto todas las sentencias, incluso las que afectan a tramas de corrupción. El mercadeo político de los puestos ha infectado el sistema. Dos para ti y dos para mí.
La Ley Electoral ha hecho imposible una construcción del Estado que se funde en valoraciones objetivas y a largo plazo, sometiendo el interés común a los parches y las exigencias coyunturales de los partidos nacionalistas, que usan su poder cuando pactan con el PP y el PSOE desde una posición parlamentaria desmesurada. Y la Ley Electoral es también responsable de un llamativo bipartidismo mediático. No soy ingenuo respecto a los deseos de una prensa independiente. Pero en España hemos vivido una vuelta de tuerca. Si la tradición había fijado como norma que los partidos tuviesen sus periódicos afines, la actualidad ha cambiado el panorama, haciendo que sean los poderes mediáticos quienes pretenden tener y gobernar un partido afín. Esa pirueta es propia de una democracia más cercana a las ingenierías virtuales que a la realidad de sus ciudadanos.
Este sistema electoral no es únicamente un problema de Izquierda Unida. Afecta a la dignidad y a las costumbres de la democracia española.
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