El tono rosado es el anzuelo, pero tras su increíble paleta de colores se oculta la historia milenaria de un saber ancestral: el trabajo de los sauniers, una actividad que aprovecha las fuerzas de la naturaleza, como el viento, el sol y el agua de mar, para extraer la sal, un producto fundamental en la historia de la humanidad.
Para profundizar en el arte de los salineros y disfrutar de un paisaje imposible al otro lado de la frontera, nos vamos a las salinas de Gruissan, un emblema natural e industrial del departamento de Aude, al norte de Girona.
Salinas de Gruissan, un tesoro rosado junto al mar
Puede que ahora veamos la sal como algo “negativo” por el exceso de este ingrediente en la comida procesada, pero tanto su función como conservante de alimentos como su incorporación a la dieta fueron claves en el progreso humano.
Prueba de ello son las salinas de Gruissan que comenzaron a ser explotadas desde el año 100 a.C., actividad que desarrollaría este pueblo portuario en “circulade”, un tipo de estructura rural circular típica del Languedoc.
Pero la actividad industrial tal y como la conocemos hoy en día que empezó a generar este icónico paisaje de Aude arrancó en 1910: casi 400 hectáreas de terreno entre los estanques de Ayrolle y Grazel fueron concedidas a la sociedad de salinas de la isla de Saint-Martin.
En 1970, hasta una treintena de familias explotaban estas salinas siguiendo una técnica ancestral que explica Bernadette Marty, guía de las salinas de Gruissan: el mar, el viento y el sol son los “útiles” de trabajo de estos sauniers.
¿Cómo se obtiene la sal en Gruissan?
Las salinas costeras aprovechan terrenos llanos a cotas iguales o inferiores del nivel del mar, generalmente marismas como es el caso en Gruissan. Pequeños muros de tierra separan parcelas, estableciendo canales para que llegue el agua del mar a cada porción de terreno. Pero como en el Mediterráneo no hay mareas, ha de “forzarse” al agua para que recorra el camino que le lleva a las salinas.
Cuentan que el primer salinero de Gruissan, Paul Marty, usaba rieles y vagones tirados por caballos para transportar la sal: unas cinco toneladas en 100 sacos en la primera cosecha de 1913… 30.000 toneladas pocos años después.
Hay que tener en cuenta, en este sentido, que un litro de agua contiene unos 30 gramos de sal. Pero para que la sal sedimente por la acción combinada del viento y el sol se debe obtener una concentración de 260 gramos por litro.
Para ello, a partir del mes de marzo, cuando comienzan los trabajos de la cosecha anual, el agua de mar se hace circular y se almacena en cada parcela de un tamaño que oscila entre una y diez hectáreas, conectadas entre sí por estrechos pasajes que se controlaban mediante válvulas de madera.
Generalmente es entre julio y agosto cuando, al final del recorrido del agua (que puede llegar a los 40 kilómetros totales si se suman todos los tramos), alcanza su punto de cristalización.
Es entonces cuando llega el proceso de cosecha que constaba tradicionalmente de la trilla, cuando se quita la sal y se amontona en gavillas con formas cónicas, y del levantamiento, cuando la sal es retirada en carros. Un costoso proceso en el que intervenían familias enteras que tenía como objetivo final la comercialización de la sal.
Desde los años 60, no obstante, el proceso se mecanizó reduciendo el número de trabajadores e incorporando robots trilladores y locomotoras que arrastraban los contenedores.
¿Y por qué este aspecto rosado? Se trata de un tono totalmente natural, recuerda Marty. Cuando el agua alcanza su punto culminante de concentración de sal, solo una microalga es capaz de sobrevivir: la Dunaliella salina.
Originalmente es verde, y es el tono que vemos habitualmente en las parcelas con menor concentración salina, pero, para protegerse, adquiere este tono produciendo carotenoides como el beta-caroteno, algo similar a lo que ya vimos en Panjin (China) cuando nos dimos una vuelta por los colores del mundo, aunque en este caso se trate del alga suaeda heteroptera.
El renacimiento de las salinas de Gruissan
En 2004, casi un siglo más tarde de que arrancara la explotación industrial de las salinas de Gruissan, la empresa Salins du Midi, propietaria de las mismas desde 1968, echaba el cierre por falta de rentabilidad. Pero entonces llegó Patrice Gabanou, “un saunier desde los seis años” que no quiso dejarse doblegar por la “globalización del mercado de la sal”.
Tras meses de litigio con la antigua propietaria que le impedía retomar el trabajo en las salinas, Gabanou se salió con la suya en 2010, primero abriendo una empresa de refinación, una explotación de acuicultura de ostras, además de un ecomuseo, una tienda y el restaurante La Cambuse du Saunier, que ha ido adquiriendo bastante fama con el paso de los años gracias a su ubicación al borde de las salinas.
Y tras invertir un millón de euros para rehabilitar los 40 km de canales que riegan las cuencas, finalmente en 2011 las salinas de Gruissan vuelven a la actividad, una buena manera de celebrar el siglo de historia de este símbolo del patrimonio industrial de Aude.
Más de una década después del renacimiento de las salinas, este tesoro rosado al borde del Mediterráneo se ha convertido en el principal reclamo turístico de Gruissan, un lugar al que acuden también cada año miles de aves, entre ellas los flamencos que, gracias a alimentarse de algas como Dunaliella salina adquieren, ellas también, ese emblemático tono rosado…
