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Victor Lustig El hombre que vendió dos veces la Torre Eiffel para hacer chatarra y timó a Al Capone

Victor Lustig nunca quiso trabajar. Así que se volvió timador. De los buenos. Lo suficiente como para vender la Torre Eiffel. No una, sino dos veces. Ah, y también engañó al mismísimo Al Capone. Todo un personaje.

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Victor Lustig (centro) interrogado tras su detención en 1935. — Wikipedia

Victor Lustig fue un emprendedor. Entrepreneur, lo llaman ahora esos liberales con apellido compuesto. Entienden ustedes la idea. Pasa que el negocio de Victor era algo... particular. Extraño. Anómalo. O quizá no, quizá es lo más natural del mundo. Aprovecharse de la codicia ajena, de la estolidez reinante. "Cada minuto que pasa nace un idiota", cuentan que dijo Phineas Taylor Barnum, el hombre que... bueno, es que Barnum hizo tantas cosas que no es momento ahora de contarlas. Pero eso, que a cada ratito nace un tonto, y alguien tiene que vaciarle los bolsillos, ¿no? Mejor que sea yo, pensó Victor. Y emprendió. Pero emprendió a base de bien.

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El tipo nace en Hostinné, actual República Checa, antiguo Imperio de los Austrias. Que no sé yo la razón, pero por esa Centroeuropa de finales del XIX salían timadores como setas en otoño. Igual es la consanguinidad habsbúrguica, que mucha barbilla y muchas primas acaban dando poco seso. En fin, me desvío. Año 1890. Familia aristocrática, decía él. Condes, nada menos. Solo que la realidad era algo distinta (pero la realidad siempre importó poco a Lustig, porque la realidad es únicamente barro para moldear con los dedos). Pobres, pobres como ratas. Ah, qué aburrida es la vida con miserias, ¿verdad? Haré algo para salir del arroyo, oh sí. Carterista, pequeños robos aquí y allá. Nada demasiado grave. Cierto aire a rufián encantador, una sonrisa que desarma. Antes de los veinte años ya tenía cicatriz cruzándole en vertical la parte izquierda de su cara. Deudas de juego, decía a veces. Un novio celoso, respondía otras.

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¿Saben qué ocurre? Que Victor era inteligente. Mucho. Tenía carisma, sí, pero también cabeza. Una capacidad de aprendizaje portentosa, por ejemplo, para los idiomas, con la de puertas que te abre eso. Así que empieza a peregrinar hacia el oeste, porque el imperio se le quedaba chico. Bueno, y porque dejar tierra quemada tras de ti es una constante para los timadores, claro. París. Y los transatlánticos, esos hoteles de lujo flotantes llenos de damas aburridas, hombres de negocio, golfos y apandadores. Tantos días en alta mar relajan la guardia a cualquiera. Allí Lustig conseguía apoyo financiero para una nueva obra musical en Broadway que va a ser un éxito ab-so-lu-to, se lo puedo prometer, confíe en mi. Luego llegabas a la bahía del Hudson, y, joder, no hay quien encuentre a Victor, dónde se habrá metido, y él tomaba tierra con toda tranquilidad entre miles antes de perderse con los dineros y sin obra alguna en cartel.

Por esa época también se dedica a otro tipo de pequeñas estafas, casi relatos de picaruelo, juegos de mano, ahora me ves, ahora no me ves, me quedo con los billetes, el bono del metro y tu alianza de matrimonio (que la llevabas en el bolsillo, a saber qué estarías haciendo). Si se lo hacía a un banco, el muy sinvergüenza volvía días después y pedía un rescate. Por qué. Bueno, por su información... no querrá que se filtre a la prensa que este banco es incapaz de proteger los ahorros de sus clientes, ¿verdad?... Imagine la mala publicidad. Y se iba con otros mil dólares. Para gastos.

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En fin, no busquen a Victor por aquellos días, porque el tipo llegó a manejar una cincuentena de identidades distintas. Y eso sin redes sociales, que tiene más mérito. La cosa es que a nuestro amigo austrohúngaro le viene fatal el comienzo de la Primera Guerra Mundial, porque el Atlántico se llena de submarinos prusianos y hacer viajes de un lado a otro del charco ya no tiene tanta gracia. Vamos, que le han cerrado una vía de negocio. Hay que reinventarse, amigos, que es lo que hacemos los entrepreneurs.

Así que se vuelve a París, porque en Estados Unidos muchos le quieren partir las piernas, algunas mujeres suspiran por él y, en general, su jeta comienza a ser bien conocida en lugares poco recomendables. Nada, nada, la Vieja Europa me acogerá con brazos abiertos. Pequeños negocios, sonrisas y trucos nuevos. Ah, la vida del taumaturgo, qué delicia. Solo que Victor se aburre. Es 1925 y Francia vive sus felices años veinte. Optimismo y expansión, también cierto toque despreocupado que viene genial a quienes viven de los otros. ¿Por qué no aprovecharlo? Empieza a tejer su obra maestra.

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La cosa se le ocurre leyendo un periódico (leer la prensa es algo muy importante). El Ayuntamiento de París se queja de lo cara que sale la Torre Eiffel. Mantenimiento, pintura... un derroche. Hay que pensar que el monumento no tiene ni treinta años de historia, que se levantó de forma temporal, que no fueron pocos los que pusieron el grito en el cielo, pero qué hace usted, qué horror es ese, por qué me eriza mi ciudad preferida. Lustig reflexiona y urde un plan tan preciso que hasta asusta. O arranca sonrisas, vaya, escojan ustedes. Unas llamaditas por aquí, un par de cartas por allá, y... hop, todo en marcha. La reunión se celebra en el hotel Crillon, en plenos Campos Elíseos, porque si quieres hacer algo hazlo bien del todo. Y, además, qué narices... Victor se movía a las mil maravillas en este tipo de ambientes.

Continuemos. Reúne allí a los seis mayores chatarreros de la ciudad. Empresarios del metal, diría algún cursi... pero chatarreros, ustedes me entienden. Lustig se presenta. Miren, soy funcionario del Ministerio de Correos y Telégrafos. Y soy bastante corrupto, mejor pongamos las cartas boca arriba. Esto que les cuento no puede salir de aquí. ¿Conocen la Torre Eiffel? Bueno, sí, todo el mundo la conoce, claro. Pues el Gobierno está decidido a derruirla. Que es muy fea, cuentan, a mí no me lo parece, pero mandan ellos. Tirarla, decíamos. Imaginen la cantidad de hierro que sale de ahí. De hecho... vengan, vengan, tengo una limusina esperando en la puerta... vayamos a ver la Torre.

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Chófer (un compinche), Lustig y seis chatarreros recorren en coche de lujo los alrededores de la Torre Eiffel. Joder, ahí hay hierro para... bufff... menudo negocio, piensan ellos. Y tanto que menudo negocio, reflexiona él, silencioso. Verán, sabemos de su importancia en el sector, y queremos que esta obra la haga una empresa francesa, por eso los he llamado. Estoy abierto a ofertas para influir en el señor ministro. Les garantizo que la cosa saldrá bien. Todos escriben cifras en papelitos (o algo similar), y quien más alto pica es un tal André Poisson. O no. En realidad Poisson era un pazguato de primera categoría que quería subir rápidamente en el escalafón social (entre otras cosas para seguir permitiendo caprichines a una joven corista de nombre Lorelee que le tiene robado el corazón).

La víctima ideal. Trato hecho, querido André, ha comprado usted 300 metros de torre en el centro de la Île-de-France. O 7.000 toneladas de chatarra, como prefiera verlo. Días más tarde se materializa el adelanto. Aun sangrará un poco más al desdichado Poisson... Verá, es que el ministro se nos ha puesto con la dignidad subida y pide más parné... en fin, ya sabe, estos políticos... Segundo pago, unos 70.000 francos, que no está nada mal. Lustig decide no forzar la suerte (ejem) y se marcha esa misma noche de París, dirección Viena. Poisson empieza a sospechar cuando el otro no le devuelve las llamadas. Oye, a ver si me han timado... menuda vergüenza, vaya bochorno. El ridículo es tan grande que ni denuncia el hecho. Así aprenderé a no intentar medrar sobornando funcionarios públicos... eso siempre acaba mal.

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Vender la Torre Eiffel es cosa como para contar a los nietos. Mirad, chavales, mirad, recuerdo yo aquel día... Sí, algo digno de remembranza. Pero hacerlo dos veces... eso ya te mete de lleno en la leyenda más absoluta, no me lo pueden negar. Pues bien, Victor Lustig lo hizo. Regresó a la ciudad francesa muy pronto, sabedor de que Poisson prefería apechugar con el timo de la estampita antes que reconocer su mezcla de credulidad y falta de escrúpulos. Y... repitió la jugada. Otros seis tipejos que querían subir a las bravas. Otro que buscaba destacar más que ninguno. Sobornos, sonrisas, champán para celebrarlo. Se lleva a cabo la venta, se cobra el dinero. Pero hay un problema. El timado ha ido a contárselo todo a la Policía. ¿Te lo puedes creer? Habrase visto tamaña desvergüenza, la gente ya no tiene palabra, no saben perder. En fin, pies para qué os quiero, y un Atlántico otra vez entre Lustig y la Justicia. Vuelta a los Estados Unidos.

Y una vez allí... oye, ¿a qué me dedico? Trabajar... espera... no, mejor no, que es muy aburrido, y quita bastante tiempo. A ver, déjame que piense, seguro que se me ocurre algo. Y algo se le ocurrió. La caja rumana, nada menos, un artefacto milagroso que podía reproducir cualquier billete de cualquier cantidad y moneda. Vamos, que Victor Lustig empezó a exhibir la máquina de hacer dinero. Nada menos. Otra vez a aprovecharnos de las malas personas, de quienes quieren robar más que nosotros. Si lo piensa usted así... Veamos, cogemos al pardillo-tipo-sin-escrúpulos y le enseñamos una preciosa caja de caoba oscura. Usted mete billetitos por esta ranura y le salen otros perfectamente reproducidos en este cajetín. Con otra numeración, totalmente imposibles de detectar por las autoridades. Tan solo tiene que alimentarlo con un poco de papel... que casualmente también vendo yo, ya ve, qué cosas.

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A los rufianes se les ponían ojos con el símbolo del dólar, como si fueran Tíos Gilitos o brokers de esos que han estudiado en El lobo de Wall Street. Deme un billete de, por ejemplo, diez dólares. Y el otro sospecha, que tampoco es imbécil. O sí. No, no, tome uno de cien, no quiero que me engañe. Perfecto, dice Víctor. El dinero a la caja, sus manos sacan otro distinto que ya esperaba en compartimentos fuera de miradas raras. Todos van al banco, cierto amable banquero confirma la idoneidad de esos pavos. Negocio redondo. Te vendo la caja por un pastizal, necesito cash porque tengo que volver a Europa y no puedo llevármela.

Ya ven, la credulidad de la gente es directamente proporcional a su ambición y sus pocas ganas de ser honestos. Cifras que cambian de manos y Lustig que se muda a otra ciudad para repetir la jugada. En Texas se la hizo a un sheriff (al que imaginamos con pinta de Chuck Norris), y este lo persiguió después hasta Chicago, por aquello de sentirse embaucado. Allí Victor se reúne con él y... le vuelve a timar. Es que no la usa usted bien... ay, estos hombres, nunca leen las instrucciones... vea, hay que hacerlo así. El tipo vuelve todo contento al sur.

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Ya que estoy en Chicago... ¿por qué no subir un poco la apuesta? Timar a Al Capone, nada menos. No es poca cosa. Así que Victor lo planea todo. Se presenta como un inversor con cualidades casi mágicas ante la alta-baja (o baja-alta, como prefieran) sociedad de Chicago, sabiendo que sus habilidades pronto llamarían la atención de Capone. Cuando ambos hombres se conocen, el mafioso le da a Lustig 50.000 dólares. Tranquilo, míster, en dos meses se habrán transformado en el doble... Al llegar a su casa Victor metió la suma en una caja fuerte... y espero a que pasase el tiempo.

Dos semanas, seis, ocho. Llega el día y se presenta ante Capone, lágrimas en los ojos, tirones en el pelo. No soy digno, no soy digno, he perdido todo, me he equivocado, no puedo creerlo, qué mala suerte, qué horror. Míster Capone, usted confió en mí y yo lo he defraudado... pero le prometo que esto no quedará así. Acompáñeme hasta mi casa... también pueden venir esos hombres tan simpáticos (bajen las armas, por favor)... le devolveré sus 50.000 dólares aunque yo mismo me quede sin nada. Y así sucede... nuestro protagonista abre su caja fuerte personal, saca 50.000 dólares, se los entrega, compungido, al conmovido hampón. Quedo en la ruina, pero con el honor intacto. Capone, tal y como nuestro protagonista sospechaba, separó 5.000 dólares y se los acercó. Como ayuda, es usted un hombre honesto, Victor, le dijo.

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Y algo golfo. Victor amaba la vida, amaba el amor, era un truhán, era un señor. Vamos, que tenía líos de faldas. Y eso lo llevó a la ruina, porque cuando una novia suya se enteró de que en la ciudad había otras que se decían novias suyas pues... acudió al FBI. Se llamaba Billie Mae Scheble. De aquellas, año 1935, Victor andaba falsificando dinero (esta vez de forma directa, para sus gastos personales, nada de engañar a incautos miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado de Texas), y cuando los agentes irrumpieron en su casa encontraron una llave de esas con arandela y numerito. Encajaba perfectamente con cierto casillero de la estación de Times Esquare. Dentro, unos cuantos miles de dólares recién salidos del monopoly.

Directo a la cárcel de Manhattan, la Federal House of Detention. Un ratito, nada más, porque se fugó de allí descolgándose por la ventana con sábanas que había atado para formar algo parecido a una cuerda. Como era de natural culto dejó sobre la cama una nota reproduciendo cierto pasaje de Los Miserables. Soy como Jean Valjean. Toma ya. Fue por poco tiempo. Lo pillaron menos de un mes más tarde, en Pittsburgh. Se declaró culpable y cumplió su condena entre Alcatraz y el Medical Center for Federal Prisioners de Springfield, Missouri.

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Victor Lustig falleció en la cárcel. Fue un nueve de marzo del año 1947. En el certificado de defunción, a la hora de rellenar la casilla donde debía constar su actividad laboral, el funcionario tuvo dudas. Al final tiró por lo fácil. "Aprendiz de vendedor", escribió.

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