málaga
Tierra de Sueños llega a España de la mano de la editorial de Capitán Swing y, a lo largo de sus más de 500 páginas, concentra la labor de periodismo de investigación llevada a cabo por Sam Quinones durante un lustro. Este ensayo revela cómo la mercadotécnica agresiva de las grandes farmacéuticas terminó por abrir las puertas al narcotráfico procedente de México, desarrollando generaciones de adictos a la heroína.
Corría el año 1996 cuando Purdue Pharma lanzó al mercado OxyContin. Se trataba de un analgésico opiáceo que llegó a las farmacias con el beneplácito de las autoridades y la bienvenida del personal médico, que veía una manera de aliviar el dolor. Comenzaba así la que se convertiría en una auténtica pesadilla para millones de personas en EEUU.
El consumo de OxyContin se disparó en el país, así como el número de clínicas de pastillas. Quinones cita como ejemplo lo sucedido en Scioto (Ohio), un condado de 80.000 habitantes donde se llegaron a recetar legalmente 9,7 millones de pastillas al año. Tan sólo una década después del lanzamiento de OxyContin, se estima que 6,1 millones de personas habían abusado de él en el país. En 2011, el abuso de analgésicos con receta estaba detrás de casi 500.000 visitas a urgencias, prácticamente el triple que siete años antes.
Este producto generaba adicción, el organismo iba desarrollando tolerancia y, en lugar de ser administrada por vía oral, las personas adictas machaban las pastillas de oxicodona y se las inyectaban directamente en vena. Las sobredosis de opiáceos subieron de 10 al día en 1999 a una cada media hora en 2012. Pese las advertencias del repunte de adicciones, la maquinaria engrasada por las farmacéuticas no se detuvo y los especialistas del dolor y de la adicción se situaban en polos opuestos.
En uno de los capítulos de Tierra de Sueños, Quinones relata cómo en la localidad de Portsmouth (Ohio), una de las más castigadas, las pastillas de oxicodona se llegaron a convertir en divisa, pudiendo pagar con ellas desde una lavadora, a un coche o, incluso, el dentista. La ventaja frente a la heroína era que las pastillas no se podían alterar ni cortar y, según la marca, ofrecía diferentes valores: OxyContin de dispensaba en pastillas de 40 y 80 miligramos, mientras que la oxicodona genérica en dosis de 10,15, 20 y 30 miligramos. Los opiáceos operaban como moneda y las clínicas de pastillas como una suerte de bancos centrales.
“Esto sucedió, también en parte, por la desindustrialización de estas ciudades”, indica Quinones. “Con la deslocalización de fábricas de zapatos, de camisas, de automóviles hacia Asia, llegaron las grandes superficies como Wal-Mart, cuyos empleados adictos no tenían ninguna consideración por el negocio y robaban a cambio de pastillas”. El periodista no puede imaginar una situación parecida en los años 50, 60 o 70, cuando los pequeños negocios eran la norma y robar para sostener la adicción habría sido robarse a sí mismos.
Los Muchachos de Xalisco
Con un país adicto a los opiáceos, comenzó a recetarse metadona, con la idea de que al permanecer en el organismo 72 horas, el consumo se rebajaría. En una década, de 1999 a 2009, las recetas de metadona para dolores como el de cabeza o espalda pasaron de 1 millón a 4,4 millones... y también llegaron las sobredosis, que pasaron de 623 en 1999 a más de 4.700 en 2007.
En este contexto, aparecieron los llamados Muchachos de Xalisco, procedentes de un pequeño estado del Pacífico de México llamado Nayarit. “Creamos un gran mercado de consumidores de opiáceos”, declara Quinones, y los Muchachos de Xalisco supieron aprovecharlo. “A diferencia de otros cárteles, dedicados a la marihuana, las metanfetaminas o la cocaína, este nuevo actor del narcotráfico se fijó en la heroína”, más concretamente, en el alquitrán negro, una sustancia negra y pegajosa, procedente de la adormidera, barata de producir y de gran pureza.
Entre las novedades de los Muchachos de Xalisco, no sólo figuraba el precio y la pureza de la heroína, sino también el reparto a domicilio. Ya no era necesario acudir a barrios marginales o casas de crack abarrotadas, era suficiente con hacer una llamada, recibir el pedido e inyectarse en la cama entre sábanas de algodón egipcio de 600 hilos, en un barrio residencial. Y es que el perfil de heroinómano cambió sustancialmente: desde deportistas de élite, a universitarios de la clase media blanca estadounidense. Cualquiera que hubiera comenzado a combatir el dolor con opiáceos, lo que era norma.
“De los miles de familias afectadas, únicamente conseguí el testimonio de cinco”, explica Quinones. Había vergüenza, temor a caer en el escalafón social al admitir un secreto a voces, “algo parecido a lo que sucedió al principio con el sida, cuando las familias justificaban las muertes de sus hijos por cáncer”. Tras la publicación del libro, Quinones asegura que “se ha producido una apertura tremenda, no sólo por parte de estas familias que han creado hasta grupos de apoyo en redes sociales, sino también con una mayor atención política y presupuestaria”.
La Granja de Narcóticos
Tras cerca de cinco años de investigación y la ingente cantidad de material recopilado, Quinones confiesa que uno de los mayores retos a la hora de escribir el libro “fue integrar todos los elementos en una narrativa coherente, identificar esos hilos narrativos para que la historia fue impactante”. Y lo consiguió, no solo por los datos ya referenciados sino también por pasajes tan sorprendentes como el de la Granja de Narcóticos.
Tal y como describe el periodista en el libro, el que ahora se conoce como Centro Médico Federal, situado en Lexington (Kentucky), se creó en 1935, concentrando a la población reclusa que, por su adicción a las drogas, planteaba problemas en las cárceles convencionales. Con el tiempo, el centro no sólo cumplió con su papel de prisión, sino que allí acudían adictos con intención de desintoxicarse, como el escritor beat William Burroughs o buena parte de los músicos de jazz de Nueva York que, bajo la influencia del también adicto Charlie Parker, terminaron enganchados a la heroína. “Probablemente allí se conformó una de las mejores bandas de jazz de los años 50, aunque nunca grabaron nada”, indica Quinones.
Aquel centro terminó convirtiéndose en lo que el autor considera “el mayor centro de experimentación e investigación del mundo” en materia de opiáceos. Con el objetivo de encontrar un sustituto de la morfina que no creara adicción –“el santo grial”, lo bautizaron- se probaron en los reclusos los opiáceos más importantes producidos por los químicos (hidromorfona, meperidina, dextropopoxileno, codeína, clorpromazina...), llegando a conclusiones como que la metadona podía reemplazar a la heroína. Cuando se destapó que, incluso, se llegó a experimentar con LSD, el centro cerró en la década de los 70 convirtiéndose en la prisión y hospital que es hoy en día.
El reto de la covid-19
Detrás de la epidemia de los opiáceos se oculta, en cierto modo, los efectos de un capitalismo salvaje. Así sucedió con la privatización de las clínicas de metadona, tras las cual se alargaba el tratamiento, cobrando 20 o 30 veces más del coste real y eliminando la terapia para la desintoxicación. Así ocurrió también con Purdue Pharma, que en 2007 se declararía culpable de presentar de manera engañosa el OxyContin, aunque la multa de 634 millones de dólares fue irrisoria comparadas con sus ganancias. Tal y como describe Quinones, no sería hasta 2010 cuando reformuló sus pastillas para que resultara más complicado deshacerlas e inyectarlas, algo que si hubiera hecho en 1996 seguramente habría cambiado el rumbo de los acontecimientos.
“Las farmacéuticas son buenas y muy malas”, afirma el periodista. “Inventan milagros, productos que prolongan nuestras vidas” y, por este motivo, sostiene que su papel en el desarrollo de la pandemia del coronavirus va a ser esencial. Con todo lo investigado alrededor de la industria farmacéutica, que mueve un negocio de más de un billón de dólares, con antecedentes como los referidos en Tierra de Sueños del pago de más de 3.000 millones de dólares por parte de Pfizer para aplacar demandas que alegaban que la compañía había incurrido en la presentación y publicidad engañosa de varios fármacos, Quinones apela por la responsabilidad propia.
“A pesar de toda la culpa que tuvo Purdue, no podemos olvidar la gran moraleja que nos ofrece esta historia”, explica el autor, “y es que nuestro bienestar es nuestra responsabilidad, no del médico, ni de las farmacéuticas”. Pese al protagonismo que Quinones otorga a las farmacéuticas para enfrentar el COVID-19, subraya que “ellas no venden bienestar, porque el bienestar nos pertenece a nosotros y es nuestra responsabilidad; ellas venden pastillas y productos médicos y siempre van a buscar la forma de que las consumamos”.
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