El parque García Lorca, donde presente y pasado se superponen en Granada
Hay un parque en Granada alrededor de una casa, y no una casa cualquiera, sino una que décadas atrás fue propiedad de la familia García Lorca. La bautizaron como Huerta de San Vicente. En esa vivienda típica de la Vega granadina, el escritor disfrutaba los veranos en compañía de parientes y amigos.
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GRANADA,
Hay un parque en Granada donde la primavera refulge, y hasta el más refractario al paisajismo se reconcilia con la belleza explorando unas alamedas que no conducen a ningún sitio, pero que transportan a lugares lejanos y mejores, bien evocados, bien imaginados. Este recinto extracta en una tarde las etapas vitales: padres bisoños que sortean las dudas guiando el carrito de sus bebés; críos que hollan el camino por vez primera; párvulos que se atreven con el rito iniciático de quitar los ruedines a sus bicicletas, ignorantes de que al doblar esa curva acecha el final de su infancia; aspirantes a influencers que aprovechan los recovecos para posar hasta el hastío; un adulto trajeado que engulle una ensalada de pasta recocida en un táper; hombres y mujeres que caminan por deporte, por placer, por alejar a zancadas las funestas perspectivas advertidas por el médico; un señor perniabierto que se amodorra en un banco bajo su boina; una señora, temblorosa pero pertinaz, que clava a arreones su andador en el suelo, negándose a reducir su mundo a un dormitorio.
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Hay un parque en Granada que se llama Federico García Lorca, aunque le suceda lo mejor que acaso puede ocurrirle a un espacio público: que los vecinos se familiaricen tanto con él que ya sobren apellidos, y en el habla cotidiana sea, simplemente, el parque. El parque queda ubicado en una de las zonas donde la ciudad se empeña con más ahínco en disimular su belleza, aunque desde la interminable recta de la calle Arabial se atisban los cipreses que anuncian un oasis en el desierto de asfalto. El recinto tiene cuatro entradas, cuatro puertas a otro mundo donde aguarda un vergel de abetos, pinos, álamos, olivos, más cipreses, sauces, secuoyas y otras muchas especies. Y las rosaledas. Rosas subyugantes, que nunca terminan de admirarse, con una paleta de colores superior a la asimilable por el ojo humano. Tanta vegetación logra un auténtico milagro: que desaparezca la perturbación visual y acústica provocada por la autovía colindante.
Hay un parque en Granada alrededor de una casa, y no una casa cualquiera, sino una que décadas atrás fue propiedad de la familia García Lorca. La bautizaron como Huerta de San Vicente. En esa vivienda típica de la Vega granadina, el escritor disfrutaba los veranos en compañía de parientes y amigos. Hoy se encuadra en un barrio muy poblado, repleto de bloques de pisos, fruto de la expansión de la ciudad, pero por entonces estaba un rincón apartado en mitad del campo, y el escritor aprovechaba la quietud para trabajar: en el escritorio de su habitación, que se conserva tal cual —hoy la casa es una casa museo—, tomaron forma Bodas de sangre, Yerma o el Romancero gitano.
Hay un parque en Granada donde se lee mucho. Veo a lectores que colonizan cualquier rincón umbrío: un banco frente al lago, rodeado de patos, o un espacio junto a una acequia, o en el bar, frente a la zona infantil, y por supuesto el omnipresente césped, donde apoyan un mantel, una toalla, un pañuelo, cuando no se acomodan directamente sobre la hierba desnuda. En mi voyeurismo lector intento atisbar algunos títulos y descubro poesía, novela actual, ensayo y textos académicos. Desde la distancia distingo también la cubierta negra de la editorial Cátedra y el colorido de los compactos de Anagrama. Yo tomo notas en el móvil para este artículo, pero en la otra mano sostengo El Robinsón urbano, aquella recopilación de píldoras granadinas publicadas en prensa por un trasunto andariego de Muñoz Molina, quien sin duda habría dirigido sus pasos hasta este espacio de haber coincidido temporalmente con él.
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Hay un parque en Granada al que regresan siempre sus vecinos, igual que el 14 de julio de 1936 el escritor decidió volver a casa, con su familia, a pesar de que los embajadores de México y Colombia, temerosos por su vida, le habían propuesto el exilio. Llegó en tren nocturno desde Madrid. Ruido de sables, tambores de guerra.
Hay un parque en Granada que cobija cuantas lenguas quieran bisbisearle; en apenas un rato identifico el italiano, el francés, el árabe, el alemán y el evidente español —con acento granadino, castellano y un popurrí latinoamericano—, además de un inglés materno, pero también empleado como lengua vehicular entre gente de procedencia diversa, sobre todo estudiantes, que aprovechan los rayos de sol que escasean en su tierra para exponer sin temor ni crema protectora sus rostros, sus brazos, sus piernas y hasta sus torsos blanquecinos que, en cuestión de minutos, van enrojeciéndose como una gamba a la plancha.
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Hay un parque en Granada, ya lo he dicho, que tiene una casa dentro, y allí irrumpieron los golpistas con la boca sedienta de sangre. Antes se habían llevado del ayuntamiento a Manuel Fernández Montesinos, recién nombrado alcalde y cuñado del escritor, el marido de su hermana Concha, al que los enemigos de la democracia fusilaron un mes después, como a tantos otros, en la tapia del cementerio granadino. Esos mismos, las mismas bestias represivas, violentaron la Huerta de San Vicente. El primer registro fue el 6 de agosto; el siguiente, el día 9. El escritor, asustado, decidió entonces refugiarse en casa de unos conocidos falangistas amigos suyos. Allí se creía a salvo. Pero ya nunca volvió, ni a ver a su familia ni a ningún otro sitio.
Hay un parque en Granada, el mayor de la ciudad con 71.500 metros cuadrados, que aglutina el amor entero, el amor en todas sus estaciones: novios que juntan sus labios como el asmático que precisa un inhalador; desenamorados cuyo último beso ya fue, o al menos el último que importa; chavales que se abrazan, que se sujetan, que no pueden dejar de tocarse, que matarían por una cama; corazones que titilan en la floresta; miradas embelesadas donde cabe todo el mundo que descubrirán por separado; septuagenarios que caminan, todavía, cogidos de la mano, y veinteañeros que al verlos sonríen enternecidos. Hombres y mujeres que exhiben su cariño, huelga decirlo, combinados de la manera que más les apetece, amándose libres.
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Hay un parque en Granada. Y el destino, antojadizo y burlón, lo escoge a diario para ejecutar una de sus piruetas: aquí, en el mismo lugar donde empezaron a matar al escritor que le da nombre, se sublima la vida cada tarde de primavera.