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"Feijóo sabía de sobra que el narco Marcial Dorado era un delincuente"

El narcotraficante arrepentido Manuel Fernández Padín, testigo clave en la Operación Nécora, acusa al Estado de darle la espalda al quitarle la paga y la protección policial.

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / REPORTAJE GRÁFICO: JAIRO VARGAS


Hay un hombre que ya no siente frío. Viste un jersey ajado, donde lleva bordada su biografía.

- ¿Qué haces, Padín?

- Protestar contra Garzón, porque me ha arruinado la vida.

Es lunes y Bárcenas declara en el juicio de la Gürtel, que se celebra en la sede de la Audiencia Nacional en San Fernando de Henares. Manuel Fernández Padín (Vilanova de Arousa, 1959) sujeta dos carteles, en los que llama prevaricador al juez de la Operación Nécora, que en los años noventa puso patas arriba la Cousa Nosa. La madeja de cámaras lo ignora. Los telediarios se hacen eco de las declaraciones del extesorero del PP e informan de la amenaza de una ola de frío, lo que antes llamábamos invierno.

La sombra de lo que fue un hombre pasea alrededor de sí misma. La mañana es gélida. En España todavía hay personas que se manifiestan solas y tratan de hacer la revolución por su cuenta.

- Hablamos, Padín.

- Cuando quieras. Yo sigo luchando para que se haga justicia.

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Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / REPORTAJE GRÁFICO: JAIRO VARGAS

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / JAIRO VARGAS

Han pasado varios días. Fija la cita en una estación de cercanías de la periferia de Madrid, pero una hora antes propone una alternativa. “Podemos quedar en el centro si me pagáis la gasolina”. Propone una cafetería-restaurante situada detrás del Palacio de Cibeles. Padín, sentado en un taburete, da la espalda. A él se la dieron primero los Charlines, el opulento clan de narcotraficantes para el que trabajó en los ochenta, y luego el Estado, que personifica en Baltasar Garzón. Padín podría tatuarse un mapamundi en la espalda: todo en él es voluminoso. El jersey que lleva hoy le resta cuello y agrava su corpulencia, como si la cabeza naciese en los hombros. Un tronco.

- ¿No tienes frío?

- Nunca. Yo vengo del norte.

Llegó hace un cuarto de siglo en furgón policial. Rajó todo lo que pudo, no todo lo que supo. Se calló lo de los colombianos por aquello de la corbata y describió los manejos de los Charlines. El patriarca, Manuel Charlín Gama, amasó experiencia con el estraperlo durante el franquismo, lo que le permitiría con los años dar el salto de la penicilina al contrabando de tabaco. Sus hijos abrazaron el tráfico de hachís: la infraestructura para desembarcar los fardos estaba perfectamente engrasada y la nueva mercancía ocupaba el mismo espacio y entrañaba los mismos riesgos y condenas, si bien las ganancias eran muy superiores. Qué decir del lucro de la cocaína, que empezó a entrar en Europa a través de Galicia después de algunos contactos en Panamá y, sobre todo, de las buenas migas hechas en prisión entre los capos gallegos y los cárteles colombianos, que necesitaban dar salida a su producto debido a la presión que ejercía en Estados Unidos la agencia antidroga.

Los capos de Cali, Medellín y Bogotá encomendaron entonces el transporte a los narcos de las Rías Baixas, quienes debían recoger la droga en Suramérica, alijarla en un pesquero y descargarla en la costa española. Los pontevedreses eran hábiles pilotos de planeadoras, la Fórmula 1 del mar. No había escudería igual.

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / REPORTAJE GRÁFICO: JAIRO VARGAS

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / JAIRO VARGAS

“Mi tarea consistía en descargarla y, luego, repartirla. La contraseña era Villanueva”. Padín había apurado la vida antes de darle un toque a su amigo Manolito Charlín para ver si había trabajo. De niño, se crio sin su padre, embarcado en la mercante. Si pasaba mucho tiempo sin verlo, su madre quedaba con él en los puertos donde atracaba. Cuando regresó a casa y Manuel ya había cumplido los catorce, ambos salían a la mar en una pequeña lancha. Camarones, fanecas y nécoras, un crustáceo que daría nombre a la mayor operación antidroga efectuada en España hasta el momento. Tras estudiar COU en Cambados, fue contratado como administrativo en una empresa de la localidad, cuna de Sito Miñanco. Había quien se bajaba al moro y quien traía alucinógenos de Amsterdam. Manuel quemó las madrugadas, hasta que a los 24 años se fue de viaje y no volvió, como quien sale a por tabaco. “Tomé varias dosis de LSD mezcladas con alcohol, noté un crujido en la cabeza y entré en un estado de confusión. Después de diagnosticarme psicosis maníaco depresiva, me dieron la baja por depresión”. Tres tristes tripis.

El trabajo se fue a la mierda. Su matrimonio hizo aguas. “El Viejo me dijo que no había curro en las conserveras, porque el tema del mejillón iba mal. Terminé pidiéndole a Manolito, su hijo, que me metiese en el contrabando de tabaco”. Un día, su hermano Melchor le anunció que había faena, por lo que debía presentarse vestido de negro, el dress code de la noche. Se estrenó con una descarga de dos toneladas de hachís, a la que seguiría otra de 700 kilos de cocaína. Él había pensado que los Charlines colaban rubio de batea, los apreciados cigarrillos que entonces se despachaban de tapadillo en bares, tabernas y colmados. Era algo socialmente aceptado: policías o autoridades podían perseguir y fumar a un tiempo el Winston de contrabando. Pero aquello era farlopa, y Padín intentó alertar a la ciudadanía: con el rostro ensombrecido, la voz distorsionada y un gorro que disimulaba su calva incipiente, declaró ante las cámaras de la TVG que la marea blanca amenazaba la costa gallega. Un nieto del patriarca, con el que veía el programa en un bar de Vilanova, lo reconoció.

No tardaría en caer en la trampa: la policía lo paró cuando iba a realizar una entrega en Pontevedra, si bien logró zafarse porque había ocultado con esmero la merca en el coche. Sin embargo, al llegar a la cita fijada en un centro comercial, no lo esperaba nadie, se puso nervioso y huyó, dejando atrás una bolsa con cuatro kilos de cocaína. “Dieron el chivatazo, aunque no sé quién fue el autor. En ese momento, no me cogieron con nada, pero dijeron que la droga era mía. Tenían que demostrarlo, pero terminé autoinculpándome porque los Charlines me dejaron tirado: no me mandaron un abogado ni me pagaron”. Fue detenido y enviado a la capital provincial. Tras dos días de interrogatorio, en los que no soltó prenda a la Guardia Civil, pateó la puerta de la celda: estaba dispuesto a cantar.

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Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / REPORTAJE GRÁFICO: JAIRO VARGAS

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / JAIRO VARGAS

“Y al tercer día, resucitó… Les dije de quién era la droga, que trabajaba para los Charlines y que estaba enfermo”. Padín fue trasladado por motivos de seguridad a la cárcel de Valladolid y, luego, a la de Carabanchel, donde coincidió con presos a los que había denunciado. “Cuando entra en acción Garzón, me ofrece un billete de avión al destino que eligiera, una corta estancia en una prisión canaria y protección para mi familia. Quería que me abriera para sumar mi confesión a la del también arrepentido Ricardo Portabales”.

Sus declaraciones sentaron en el banquillo a casi medio centenar de acusados. La magnitud del proceso fue tal que debió celebrarse en la Casa de Campo. Todos vestían de sport y alguno hasta acudió a la vista en sandalias. Las reglas de estilo —hoy rebautizado casual— sólo se las saltó el patriarca Manuel Charlín, de corbata y traje gris. En cuanto a los arrepentidos, Padín tenía pinta de playboy: la chaqueta abierta de su traje blanco permitía adentrarse en la frondosidad de una corbata florida; mientras que Portabales, traje cruzado y barba poblada, parecía un dandi que ocultaba demasiado tras sus gafas de sol, una zona oscura entre canas. Padín, sin embargo, asegura hoy que no sabía tanto como hizo creer.

Sólo una treintena de los acusados recibieron penas, que oscilaron entre los seis meses de arresto y los 23 años de cárcel. Manuel Charlín Gama fue absuelto, aunque su yerno Jorge Gabriel Outón fue condenado a veinte años. A Laureano Oubiña, que fumaba puros esposado y despreciaba al tribunal durante sus deposiciones, le cayeron doce por blanqueo y delito fiscal, si bien no pudo probarse que traficase con drogas. Padín terminó de cumplir sus ocho meses en el presidio de Toledo y, tras salir en libertad, fue acogido por una amiga en su casa de Burgos, hasta que un día la policía fue a buscarlo.

“Garzón, que me había hecho declarar dos veces sin abogado, me presionó para que implicara a Manolito Charlín como cerebro de la organización. Nunca lo imputé, aunque a su hermano Melchor sí, porque era mi jefe”, asegura Padín. “Métame si quiere quinientos años en prisión, llegué a decirle; porque yo puedo jugar con mi vida, pero no con la de mi familia”. En septiembre de 1994, dos semanas antes de hacerse pública la sentencia, el narco Manuel Baúlo fue asesinado a tiros por tres sicarios colombianos por atreverse a denunciar al clan. Su mujer quedó postrada en una silla de ruedas.

Aunque la madre coraje Carmen Avendaño, símbolo de la lucha contra la droga en las Rías Baixas, criticó la sentencia porque algunos capos se habían ido de rositas, los Charlines tenían en el punto de mira a Padín. Más si cabe después de que su testimonio posibilitase que Melchor, durante años fugado, fuera condenado en 1998 a dieciocho años y una multa de doscientos millones de pesetas. Una cifra sensiblemente inferior a la fortuna amasada por la familia, cuyo embargo fue confirmado en 2007 por el Tribunal Supremo: los bienes y sociedades habían sido valorados en treinta millones de euros en un peritaje ordenado por Garzón en 1995. La cabeza del arrepentido tenía precio: “En la cárcel lo pasé muy mal, porque nos podían cortar el cuello. Portabales y yo tuvimos que protegernos por nuestra cuenta, por lo que pedimos que nos metiesen en celdas de aislamiento, donde había asesinos y etarras. Sentí mucho miedo”.

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Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / REPORTAJE GRÁFICO: JAIRO VARGAS

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / JAIRO VARGAS

Sus confesiones le valieron la condición de testigo protegido, aunque en 2009 la Audiencia Nacional ordenó que se le retirara la protección de la que había gozado casi veinte años. El auto del juez Ruiz Polanco señalaba que “los riesgos se han aminorado sustancialmente, si no totalmente”, que las normas “han venido siendo incumplidas reiterada y descaradamente”, que los escoltas y la mensualidad “no pueden prolongarse ad infinitum”, y que tanto Portabales como él “han tenido tiempo sobrado de cubrir adecuadamente y sin riesgo concreto conocido” sus necesidades.

Padín, sin embargo, asegura que ya no puede desempeñar su antiguo oficio de administrativo porque no cuenta con la preparación adecuada y que está incapacitado para realizar trabajos pesados tras ser sometido en 2011 a un trasplante de hígado, amén de sus problemas psiquiátricos.

Usted asegura que le prometieron protección vitalicia.

Sí, aunque fueron unos hijos de puta y nos la quitaron. No puedo demostrar muchas cosas, porque no había un contrato y el Estado te pagaba con fondos reservados, por lo que carezco de papeles. Todo fue muy cutre.

¿Sigue temiendo represalias?

No puedo meterme en la cabeza de los demás, pero después de veintiséis años no creo que vayan a hacer algo contra mí, aunque tampoco puedo irme a vivir a Galicia y ponerme a tiro. Tendría miedo de que me pudiera pasar algo de noche.

¿La recuerda como una organización profesional o cometían chapuzas?

Te pongo un ejemplo: a Melchor le riñeron por ir de noche en un Porsche a Muxía, porque un coche de lujo llamaba mucho la atención en un pueblo pequeño. A ver, muy profesionales no eran, porque en parte también cayeron por las escuchas telefónicas.

¿Fue una época violenta?

Cuando secuestraron a Melchor, me compró una pistola y un perro, pero no los acepté. Entonces había ajustes de cuentas y cosas de ésas. Por ejemplo, a Manuel Baúlo, que iba a declarar como testigo en mi causa, lo asesinaron en su casa de Cambados.

¿La vida no valía nada?

Al contrario que en Colombia o Sicilia, en Galicia sí que valía. De hecho, siempre pensé que los gallegos no llegarían a matar por dinero. Por eso, cuando empecé a ver los ajustes de cuentas y las muertes, no me lo podía creer.

¿Por qué pensaba eso?

Creía que tenían más sentido común y que arreglaban las cosas de otra manera, pero estaba equivocado: se mató, se mata y se matará.

Su carrera como narco fue meteórica, pero fugaz: no cumplió ni un año en el clan.

No me gustó que anduviesen con la cocaína.

Pero usted, más allá de denunciarlo en la tele, siguió trabajando con ellos.

Sí, porque había empezado a repartir una partida y aún no había cobrado. Necesitaba el dinero y habíamos apalabrado cinco millones de pesetas y una moto, que nunca recibí. Tampoco me mandaron un abogado cuando me detuvieron, aunque ya había entregado unos cuarenta kilos. En todo caso, no era conveniente abandonar la organización de un día para el otro sin dar explicaciones.

¿Por qué lo dejaron en la estacada?

Ya me habían dicho que si caíamos no me iban a mandar un abogado, pero resulta que tampoco me pagaron para poder defenderme por mi cuenta.

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Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / REPORTAJE GRÁFICO: JAIRO VARGAS

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / JAIRO VARGAS

De la vida carcelaria a la vida cuartelera. El arrepentido durmió durante varios años entre policías, hasta que comenzó una relación sentimental y solicitó un piso de alquiler. Hasta entonces, Padín había sido un armario en el que se habían empotrado dos escoltas: “Durante veinte años, no estuve ni un segundo sin protección”. Escoltas estáticos y dinámicos. Turnos de 24 horas. Al final, instalado en un apartamento de Moratalaz, sólo salía a la calle acompañado por agentes si lo solicitaba previamente. “Cuando les daba libre, me quedaba solo”.

¿Cómo conoció a su mujer?

Era la amiga de una amiga de un escolta.

O sea, que salía de marcha con los escoltas.

Íbamos por ahí, llenábamos el vehículo oficial de chicas, conducía yo el coche si los policías estaban borrachos, bailaba con ellos cuando frecuentábamos discotecas en Galicia… Hicimos de todo.

Se llevaba bien con ellos.

Con la mayoría, sí. Por mí han pasado unos cincuenta o sesenta escoltas. Aunque ahora ya no los veo, hice amistad con algunos.

Vamos, que tenía libertad de movimientos. Como si le daba por ir al Santiago Bernabéu...

Claro. De hecho, fui muchas veces. Hubo una época en la que seguí al Deportivo por España adelante. También estuve de vacaciones en la República Dominicana sin escoltas. No les dije nada, sólo que se tomaran quince días libres; y ellos contentísimos, claro. Le generamos gastos al Estado, pero gracias a nosotros les incautaron a los Charlines treinta millones de euros, sin contar los años de prisión que les cayeron.

¿Se arrepiente de haber declarado contra ellos?

A día de hoy, sí que me arrepiento. Si llego a saber que el Estado terminaría dejándome tirado, me lo hubiera pensado dos veces.

¿Hubiese preferido la cárcel?

No, pero me habría enfrentado a un juicio para ver si aquella bolsa era mía o no. Porque, entonces, mi declaración no me garantizaba que fuera a salir de prisión. La gente cree que lo hice a cambio de tener escolta, llevar una vida —entre comillas— de puta madre y evitar la cárcel. Sin embargo, cuando confesé por primera vez en Pontevedra, nadie me prometió eso. Es más, no conocía a Garzón, ni aún existía la Operación Nécora.

Insisto: ¿por qué confesó ante la Guardia Civil tras ser detenido?

Por darle continuidad a lo que había denunciado en la TVG. ¿Por qué no se lo conté a las autoridades? ¡Porque tonto no soy! Lo hice por mi enfermedad y en homenaje a mis amigos muertos, pero fui idiota. No hay que tener sentimentalismos, ni pensar que la droga está haciendo daño, porque a la gente le importa tres cojones.

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Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / REPORTAJE GRÁFICO: JAIRO VARGAS

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / JAIRO VARGAS

Padín se casó hace siete u ocho años, no lo recuerda bien. “Vendí la alianza, que llevaba la fecha de la boda, porque me hacía falta el dinero”. Acaricia el dedo. No hay marca del anillo.

¿Ha buscado trabajo?

Lo sigo buscando, y ojalá que lo encontrara. Lo que pasa es que tengo una discapacidad del 69%, porque soy trasplantado y padezco una psicosis.

¿A qué se dedica su mujer?

Recibíamos una renta mínima de inserción social, aunque hace un mes y medio encontró trabajo en una empresa de catering.

¿Pero de qué han vivido estos últimos años?

Muy malamente, con lo justo. No salgo de casa y no tengo gastos. Cuando estaba protegido, me daban casi mil euros y me pagaban el piso. Luego, recibí una pensión no contributiva por la discapacidad y una renta mínima de inserción social. En total, setecientos y pico euros, pero el piso cuesta quinientos. Además, tengo un hijo de dieciocho años que estudia un ciclo formativo de grado medio. Tiene una discapacidad del 33%, porque tuvo problemas al nacer y le quedaron secuelas.

El equipo de futbito Dejadnos Vivir, en el verano del 82. Sólo sobrevivieron tres jugadores, entre ellos Padín, a la izquierda.

El equipo Dejadnos Vivir, en el verano del 82. Sólo sobrevivieron tres jugadores, entre ellos Padín, a la derecha.

A sus años, Padín tenía toda la vida por delante, aunque la de sus coetáneos se fue achicando. La icónica fotografía tomada en el verano del 82 al equipo de futbito Dejadnos Vivir articuló el reportaje Marea blanca, realizado por el programa Documentos TV. Todos sus integrantes —que lucían en sus camisetas la A de anarquía— murieron, excepto tres: un hermano suyo, el hijo del carnicero y él. “Casi todos mis amigos eran consumidores y sólo sobrevivimos quienes no le dimos muy fuerte al tema”, rememora. “Durante una época, esnifé heroína y también cocaína, pero nunca fui un yonqui ni un adicto. Ellos podían meterse un chute y conducir mientras escuchaban a Lou Reed o a los Rolling Stones, pero yo tenía que estar de cara al público en la oficina. Lo hacía por ocio: era un drogadicto de fin de semana, algo que abunda”.

Cuando ves la fotografía...

Miro para ellos.

Después de lo vivido y lo sabido, ¿cambiarías cosas de entonces?

Claro. No hubiera consumido tres dosis de LSD. A toro pasado, es muy fácil hablar, pero intentaría no abusar de las drogas y, a ser posible, no consumirlas. Porque en aquel tiempo me veía joven y fuerte, pero…

¿Cómo se lleva con su madre?

Bien, aunque tuve muchos problemas con mi familia por meterme donde me metí. Al cabo de los años, el trato se normalizó un poco, pero estuvieron enfadados conmigo durante mucho tiempo.

¿Quiere decir que la sociedad no aceptaba a los narcos?

Desde luego, mi familia no me lo perdona, porque además fue muy criticada por mi culpa. Pero la gente con dinero no estaba mal vista y los vecinos disimulaban. Los narcos son respetados porque tienen mucho dinero y, si no, se hacen respetar. No dependen de nadie, aunque los demás sí que dependíamos de sus puestos de trabajo.

La economía local estaba infiltrada por su dinero.

Montaron negocios para invertir y para blanquear: inmobiliarias, gasolineras, propiedades… No era normal que en Vilanova hubiera tantos bares por habitante.

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / REPORTAJE GRÁFICO: JAIRO VARGAS

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / JAIRO VARGAS

Incluso financiaban a los partidos políticos, como le comentó un juez a Nacho Carretero, el autor de Fariña, ¿no?

El dinero tiene un poder de corrupción muy grande.

¿Feijóo conocía a…?

Feijóo conocía al narco Marcial Dorado y sabía de sobra que estaba con un delincuente.

¿Por qué cree que se codeaba con él?

Por intereses económicos y sociales. El dinero corrompe. Si nos ponemos a pensar, ¿por qué estaba Feijóo con Dorado en un yate? ¿Qué hacía? Debería explicarlo.

¿Qué hacía?

Meterse cocaína y disfrutar de los beneficios que proporciona estar al lado de una gente con tanto poder económico. Como hice yo, por ejemplo, con los Charlines: disfrutar de la vida.

¿Y usted logró disfrutar de la vida cuando vivía encerrado en los cuarteles?

Lo llevé lo mejor que pude, aunque tenía miedos inconcretos.

Considera que fue abandonado primero por los Charlines y luego por el Estado.

Ahora estoy más rebotado con el Estado que con los Charlines.

Y se la tiene jurada a Garzón. ¿Por qué?

Porque no cumplió lo pactado. Tuvo el poder suficiente —si no como juez instructor, sí como político— para arreglar lo que él y el fiscal antidroga Javier Zaragoza me habían prometido. A lo largo de veinte años, Portabales y yo hablamos muchas veces con ellos, nos hicimos bromas, lloramos… Nos prometieron un final feliz: que tendríamos un buen trabajo en España o en el extranjero, que estaríamos protegidos toda la vida por la policía y que íbamos a recibir una indemnización para reiniciar nuestras vidas en cualquier sitio. No se lo perdono, ni se lo perdonaré nunca. El otro día me dijo un abogado: “Lo siento mucho por usted, pero lo han engañado”.

¿Le destrozaron la vida los Charlines y Garzón o se la destrozó usted mismo?

Yo también, yo también. La vida es simpática y anecdótica de carajo. Antes de trabajar para ellos y de que me detuvieran, no tenía fuerzas y me rondaba la idea del suicidio. Estaba mal y pensaba en poner la cabeza sobre las vías del tren en Vilagarcía. Eso sucedió después de venir derrotado de Australia y de Canarias, donde intenté rehacer mi vida.

¿Qué hizo allí?

Estuve en Sídney y en todas las islas. Dormía en la calle y trabajaba de albañil, de camarero, de barrendero, de recadero… Pero no encontré estabilidad psíquica, emocional ni de ningún tipo. Fracasé en ambos sitios y regresé a Galicia. Pensé que si no había trabajo, intentaría meterme en el contrabando. Se fiaron de mí porque Manolito Charlín había sido amigo mío. Aunque nunca se fían al cien por cien, necesitan a alguien que haga el trabajo sucio.

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Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / REPORTAJE GRÁFICO: JAIRO VARGAS

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / JAIRO VARGAS

Padín tiene cuatro hermanos. Dos viven con su madre en Vilanova. Rafael, el que también sale en la foto del equipo maldito, es policía municipal en A Illa de Arousa. El cuarto reside en Vigo. Él pasa estrecheces en una localidad de la periferia de Madrid, aunque no deja de verter en los medios de comunicación su causa, que ha plasmado en el libro ¡Dejadnos Vivir! La generación perdida (Hércules de Ediciones). “Estoy pensando en meterme en abogados para reclamarle al Estado lo que no cotizó por mí a la Seguridad Social”, afirma. “Y no descarto alguna movilización drástica”. 

¿Es posible olvidar?

No, ¡qué va! Incluso ahora, años después, sigues con los narcos a vueltas, porque tienes miedos y desconfianza.

¿Le gustaría retirarse en su pueblo?

Sí. En Vilanova, en A Coruña o en Vigo. Cuando llegué aquí, echaba de menos hablar en gallego y llegué a pedir que me destinasen a Galicia. Durante mucho tiempo, me decían: “Tú entraste en Madrid, pero Madrid no entró en ti”. Al salir de la cárcel, estando en el cuartel, gasté tanto dinero hablando con mi familia y mis amigos que me quitaron el teléfono.

¿En qué le apetecería trabajar?

De transportista o mensajero. En algo que me permita estar entretenido en la calle o en una cosa tranquilita, porque ya no puedo realizar esfuerzos. Incluso currar de recadero, porque se me da bien hacer gestiones ante la Administración.

Si pudiese volver atrás y formarse, ¿qué estudiaría?

Siempre me ha llamado la atención la psiquiatría o la psicología. No pude ir a la Universidad porque no tenía medios económicos. Entonces ya sabía que, al terminar el instituto, se acababa todo.

¿Qué le falta por hacer en la vida?

La vida ya no me llama mucho la atención. No me lo he pasado bien, ni soy capaz de ser feliz.

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / REPORTAJE GRÁFICO: JAIRO VARGAS

Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / JAIRO VARGAS

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