Bicicletas, altavoces o 'smartphones': el taller Makerspace garantiza el acceso a tecnología a los refugiados en Lesbos
El proyecto, basado en la experiencia de voluntarios y refugiados, trabaja para garantizar que las personas en movimiento tengan acceso a las tecnologías más esenciales para la vida cotidiana.
Reportaje de Giacomo Sini (Fotos y Traducción) y Dario Antonelli (Texto)
Lesbos, Grecia-
Colgada de un soporte en medio de la sala, una bicicleta roja sin rueda espera a ser reparada; en la oscuridad, las llaves inglesas de la pared brillan en orden. Makerspace no es sólo un taller de bicicletas, es un proyecto para fomentar el acceso a la tecnología de los solicitantes de asilo y refugiados de Lesbos, una isla griega que desde hace casi diez años es una de las principales y más dolorosas puertas de entrada a Europa para las personas que abandonan su país en busca de una vida mejor.
El taller de Makerspace se encuentra dentro de Paréa, un centro comunitario gestionado por Europe Cares que presta numerosos servicios, como distribución de alimentos, cafetería, espacios sociales, educación, apoyo jurídico, así como apoyo a las necesidades básicas y a la salud mental y psicosocial de niños y adultos, y que acoge a más de 200 visitantes al día. Además, apoya a 11 organizaciones asociadas proporcionándoles espacio y apoyo logístico para sus actividades.
Desde la puerta del taller se ve, colina abajo, en la costa, la extensión blanca de tiendas de campaña y módulos prefabricados del centro de solicitantes de asilo CCAC (Closed Controlled Access Center) de Mavrovouni, cercada por muros y alambre de espino, más allá de la cual se extiende azul el brazo de mar que separa la isla de Lesbos de la costa de Turquía, situada a poco más de veinte kilómetros.
«Aquí hacemos cinco trabajos diferentes: reparación de bicicletas, de aparatos electrónicos, - sobre todo teléfonos y pequeños amplificadores -, sastrería, carpintería y soldadura», explica Hamed Khammar, coordinador de proyectos de Makerspace, enumerando las actividades con los dedos de una mano. Viene de Irán, tiene 31 años, llegó aquí como solicitante de asilo y vivió en el tristemente famoso centro Moria antes del devastador incendio que lo destruyó en 2020. Cuando consiguió sus papeles decidió quedarse y seguir trabajando en el proyecto «ahora», dice, «también tengo algunas raíces aquí».
Se encarga de las reparaciones electrónicas y la carpintería, mientras sigue todas las actividades del proyecto con curiosidad y gran destreza manual. «Nunca he podido quedarme quieto sin hacer nada», dice Hamed, «y creo que es bueno para todes sentirse útiles para los demás. Aquí también proporcionamos herramientas, para que la gente aprenda a hacer reparaciones». Entre los voluntarios hay algunas personas que viven en el centro de Mavrovouni. «Es difícil imaginar lo duro que es», explica Hamed, señalando hacia la extensión de tiendas de campaña, «estás esperando, como paralizado, y no sabes qué está pasando con tu vida, durante semanas, durante meses. Te sientes perdido. Aquí al menos puedes activarte, ayudar a los demás, y eso te ayuda a sentirte mejor».
Si le preguntas qué es lo que más necesita la gente que viene aquí, Hamed responde: «bicicleta, teléfono, amplificador» . Estos son los trabajos más demandados. Algunos griegos también vienen a reparar, «son personas con las que ya estamos en contacto de alguna manera». Los teléfonos, por supuesto, son importantes, pero los pequeños amplificadores desempeñan un punto fundamental en la vida cotidiana porque permiten a la gente escuchar música juntos: «Es una oportunidad para el intercambio cultural, pero también es la forma más fácil de empezar una fiesta».
El corazón de Makerspace, sin embargo, es la bicicleta «es un vehículo sencillo pero es realmente importante en este contexto», explica Hamed, «la gente vive en un centro que está a una hora andando de la ciudad, los centros comerciales están lejos, la bicicleta da autonomía y velocidad. Además, sobre todo en verano, cuando hace calor, facilita desplazamientos que de otro modo serían imposibles bajo un sol abrasador».
Del cobertizo cuelgan cámaras de aire que se destacan negras contra el cielo brillante de la mañana. Omar* tiene unos 30 años, es sirio y voluntario en Makerspace.
Le han concedido asilo, pero ha decidido quedarse en la isla, al menos hasta que también se lo concedan a los otros de su familia que aún viven en el CCAC. Sentado a la sombra en un banco, pasa con cuidado la lija sobre la goma.
«La mayoría de las veces son pinchazos, las carreteras del centro donde viven son duras, llenas de piedras», explica Döne Kartal, voluntaria francesa de 20 años, aunque su familia es originaria de Turquía, «y estas viejas bicicletas, con sus ruedas remendadas, pinchan con mucha facilidad».
Todas las mañanas, de lunes a viernes entre las 10 y las 11, Döne recoge las bicicletas que necesitan reparación. «Intentamos repararlas en la medida de lo posible», explica Döne, «si no encontramos soluciones, utilizamos piezas de repuesto; si no tenemos ninguna en stock y la persona no puede permitirse comprar la pieza necesaria, entonces la compramos».
Hamed se sienta en el banco de trabajo de reparación electrónica. En el pequeño espacio, bajo la potente luz de una lámpara, hay varias herramientas y un smartphone desmontado, que Hamed examina a través de una gran lente. «Conocí a gente que pensaba que los que huyen de su país y llegan aquí están muy alejados de la tecnología. Pensaban que yo tampoco sabía nada de esto», dice Hamed con amargura, levantando los ojos de la lente.
«Por supuesto que venimos de países diferentes y de distintas partes del mundo, pero todos somos iguales y hacemos las mismas cosas. Sólo tenemos culturas diferentes. Algunos piensan que no sabemos de tecnología», continúa, «que no sólo no sabemos arreglar un teléfono, sino que ni siquiera sabemos manejarlo. Quizá piensen que no deberíamos usarlo».
Hamed apaga la lámpara «el smartphone en el mundo tecnológico actual es esencial,» explica, «aquí es indispensable para presentar solicitudes de asilo o para cualquier otro trámite burocrático, es útil para trabajar, para orientarte con mapas en un lugar que no conoces y, por supuesto, para estar en contacto con tus familiares, en casa».
Poder contactar con los seres queridos es esencial, no importa dónde uno se encuentre y en qué condiciones, explica Hamed «Porque no es aceptable para nadie hoy, en 2024, con la información corriendo tan deprisa, no poder estar en contacto con los seres queridos, a menudo abandonados en situaciones peligrosas».
Al Makerspace llegan tres amigos con una bicicleta rosa, la rueda trasera no gira bien, está doblada y patina hacia la izquierda, los frenos están rotos: «Es de un amigo mío, ¿se puede reparar?» Son de Yemen, pero aquí todos utilizan como lengua mediadora el turco, que todos conocen al menos un poco, tras haber pasado meses en la costa de Turquía esperando para cruzar el mar. Döne anota en un formulario y les contesta en turco: «Lamentablemente, la rueda no se puede reparar, hay que cambiarla y no la tenemos en stock, cuesta 25 euros». Intentaran conseguir la rueda para mañana.
Entrando en Parèa, a la derecha, hay una sencilla estructura de madera cubierta con telas de sombra y cerrada a los lados por cañas de bambú. Hay un cartel pintado con el inconfundible poste de barbero blanco, rojo y azul. Dentro, un joven observa seriamente en el espejo el corte que acaba de hacerse, el barbero aún tiene que dar los últimos retoques. «Makerspace construyó esta instalación», explica Angeliki Kokka, coordinadora por el terreno de Europe Cares en Paréa.
«A menudo, el primer lugar al que llega la gente apenas que los envían al CCAC de Mavrovouni es el propio Parèa, un punto de referencia. Intentamos garantizar espacios seguros y acogedores para todos, esto es posible gracias al compromiso de todos, la participación de las personas que frecuentan el espacio, la colaboración de organizaciones, asociaciones y proyectos, como Makerspace.» Al fin y al cabo, Parèa significa «círculo de amigos» en griego.
«No te lo vas a creer», empieza a contar Hamed, riendo, «pero cuando vine por primera vez a Paréa, no me gustaba nada este sitio. Ni siquiera tenía idea de los planes que había allí, pero ya había decidido que no me gustaba. Luego, tras meses de vivir a la espera, sin nada que hacer, vine aquí, encontré este proyecto y empecé a trabajar aquí. Hay que saber antes de juzgar». Hamed se baja la máscara de soldador sobre la cara, entre miradas intermitentes las chispas rebotan en sus guantes y salpican aquí y allá en el taller.
Cuando se detiene, Hamed se levanta la visera y se inclina sobre el banco de trabajo para comprobar la soldadura de la junta metálica, luego se da la vuelta y explica: «Es una pieza para la mesa de ping-pong de Yoga and Sports With Refugees, una organización que tiene el gimnasio cerca».
Mientras tanto, Omar acaba de aplicar un parche con masilla, extiende la cámara de aire sobre un pequeño rectángulo de madera que ha colocado sobre su regazo y fija el parche con unos golpes de martillo. Un joven se acerca a la entrada del taller, saludando ruidosamente a todo el mundo. Se llama Salah*, tiene unos veinte años, es de Yemen, él también ha pinchado.
«Si sabes repararlo puedes pararte aquí y utilizar las herramientas que hay», explica Döne. «¡Por supuesto!», exclama Salah un poco fanfarrón. Pero una vez desmontada la rueda, no puede sacar el neumático. Omar, que acaba de terminar de asegurar el parche, levanta entonces sus ojos azules y le muestra a Salah con gestos sencillos cómo colocar los tetones y quitar el neumático a mano. Ha sido muy fácil. Salah estalla en carcajadas, Omar le sonríe y siguen trabajando juntos.
*Nombres cambiados por la seguridad de las personas encontradas
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