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Isla de Flores Una isla para cuarentenas

En la puerta de entrada a los puertos de Montevideo y Buenos Aires, la Isla de Flores funcionó durante casi 70 años de frontera epidemiológica para la peste, la fiebre amarilla, el cólera y la gripe española. Fue parada obligatoria para los buques de ultramar, donde sus pasajeros debían pasar por un proceso de desinfección y observación antes de llegar a su destino, y después se convirtió en cárcel.

Panorámica de la Isla de Flores, en el Río de la Plata. / PIF
Panorámica de la Isla de Flores, en el Río de la Plata. / PIF

La erosión esculpe su paisaje. Excava y modela su silueta fantasmagórica. Unas veces la azota el fuerte pampero. Otras la alumbra la luna llena o la envuelve la niebla, y siempre la rodea un aura de misterio.

Sobre un roquedal erizado de cardos y juncos, salpicado de hierba y salitre, se levantan unas construcciones medio derruidas que son testigo de respuestas desesperadas ante las pandemias. Son los restos de un antiguo lazareto, término que se refiere a san Lázaro, el personaje bíblico enfermo de lepra que resucitó de entre los muertos, aunque también podría ser una alteración del nombre de la isla veneciana de Santa María de Nazaret, la primera con una estación integral de cuarentena.

Las primeras epidemias en Uruguay datan de 1830. Ocho años después su primer reglamento sanitario adoptó medidas de confinamiento, pero este establecimiento sanitario para aislar a los infectados o sospechosos de enfermedades contagiosas supuso un paso más. 

Después de la fiebre amarilla de 1857, con una tasa de mortalidad de las más altas en la historia de la medicina uruguaya, el cólera diezmaba la población de Montevideo. Era tal la cantidad de muertos por día que había que enterrarlos en fosas comunes. Su rápida difusión obligó a las autoridades a algo más drástico: crear en 1869 un lazareto en la Isla de Flores como principal centro de vigilancia y control epidemiológico. A unos 20 kilómetros de la capital, era una especie de sala de espera para los buques de ultramar antes de entrar en el Río de la Plata.

"A pesar del caos internacional, Uruguay fue estricto en el tratamiento sanitario de los navíos infectados por el cólera, la fiebre amarilla y la peste, evitando el ingreso de los que no cumplieran los requisitos y creando pasaportes sanitarios según la procedencia: si venían de puertos sucios o limpios", explica Sandra Burgues, del Departamento de Historia de la Medicina de la Universidad de la República.

Con el apogeo de las olas migratorias del siglo XIX las epidemias entraban a través de la frontera con Brasil y Argentina y del puerto de Montevideo. Hacia 1865 los discursos políticos hablaban de "abrir de par en par las puertas de la civilización, personificadas en el elemento extranjero; saludemos con júbilo a cada nave de ultramar que arroje el ancla en nuestros puertos".

Según el escritor e investigador Juan Antonio Varese, "la inmigración llegaba a borbotones al Río de la Plata, por entonces un destino promisorio para inmigrantes españoles, franceses, italianos, alemanes e ingleses".

Se suele decir, con el permiso de los ancestros charrúas, que los uruguayos descienden de los barcos. "Una parte importante de nuestros ascendientes, más numerosa de lo que solemos creer, pasó por estas temidas cuarentenas", señala Juan Antonio Pérez Sparano, que desde que visitó la isla en 1998 se ha dedicado a reconstruir su historia a través del Instituto de Investigaciones Históricas y Sociales del Plata.

A principios del XX continuó el flujo migratorio, y la parada en la isla seguía siendo obligada. "Con más de treinta años de actividad, su éxito en control y prevención era reconocido internacionalmente", afirma Burgues, que añade que lo volvió a demostrar con "el avance rápido y fulminante de la gripe española en todos los continentes".

Entre 1918 y 1919 el reglamento del país sudamericano ordenaba la vigilancia sanitaria de todas las embarcaciones. Según las estadísticas, "solo en los últimos tres meses de 1918 llegaron al puerto montevideano y a la Isla de Flores 54 buques, de ocho nacionalidades, procedentes de 23 ciudades, con un total de 8.806 viajeros, de los que 1.093 venían enfermos y 75 fallecieron", detalla Burgues, que calcula que en los momentos más álgidos habrían pasado por allí más de mil inmigrantes por semana.

Los informes de salud pública de la época hablaban de que el lazareto, que funcionó hasta 1935 cada vez que hubo empujes infecciosos, había logrado contener epidemias devastadoras, gracias en parte a sus delimitaciones naturales. De unos dos kilómetros de largo y unos 400 metros de ancho, sus tres islotes permitían establecer un circuito eficaz: "La composición del lugar era idóneo para el concepto de cuarentena", indica Pérez Sparano. 

Tras el desembarco en la primera isla, los pasajeros debían pasar una revisión médica mientras su ropa y equipaje eran sometidos a una desinfección. "Los pasajeros sanos quedaban, según lo dispuesto por el médico, entre una semana y 40 días, en el llamado pomposamente hotel de inmigrantes", prosigue Varese.

Al principio fue un sitio odioso para los cuarentenarios, cuyas protestas se reflejaban en la prensa diaria, pero las deficiencias fueron mejorando con el paso de los años. El alojamiento estaba dividido con más o menos comodidades según la clase en la que viajaban. A los de tercera se los destinaba a unos galpones de madera vieja con hendiduras y agujeros, que serían sustituidos en 1913 por un edificio con cuatro grandes habitaciones y letrinas. En este sector estaba también el cuerpo principal: comandancia, aduana, correo y telégrafo, carnicería, panadería, cocina...

Quienes presentaban síntomas pasaban el proceso de incubación de cualquier afección en el segundo islote, donde se encontraba el hospital de observación u "hospital limpio", con una de sus puertas -paradójicamente- sobre el cementerio y la capilla.

Los fallecidos eran inhumados hasta que en 1903 comenzó a funcionar el horno crematorio. Junto a su gran chimenea, "el hospital sucio", en la tercera isla, para los enfermos graves que esperaban sin muchas esperanzas una recuperación.

Con el horizonte como un bastión inalcanzable, veían a lo lejos la ciudad de Montevideo y soñaban con continuar el viaje. Varese encontró un legajo de cartas que "son verdaderos poemas de amor de quien se sabía muy cerca de su amada, pero el destino lo mantenía en la isla", cuenta el cronista, que recuerda la historia de este hombre que se encontraba viajando por Europa en 1893 cuando a su regreso se había decretado el cólera en Brasil. Atravesó el viejo continente para conseguir embarcar en una compañía italiana que iba directamente al Río de la Plata sin hacer escalas, pero el barco tuvo un desperfecto en mitad del Atlántico y tocó Río de Janeiro para hacer reparaciones. Desesperado por encontrarse con su mujer en la capital uruguaya, tuvo que cumplir una larga cuarentena.

La Isla de Flores, que se ve desde la Rambla montevideana, un paseo marítimo de 24 kilómetros, "forma parte del mobiliario urbano y del imaginario popular", dice Pérez Sparano. Sin embargo, es un capítulo de la historia que ha pasado desapercibido. "Tenemos una deuda social: por su lazareto y su faro nos convertimos en un muelle viable y seguro; de lo contrario, hubiéramos perdido la añeja guerra comercial entre el puerto de Montevideo y el de Buenos Aires, lo que habría supuesto un malogrado desarrollo", continúa.

A la trampa que suponían las rocas afiladas de la isla, se unía el peligro del banco inglés a unas 10 millas, conocido como el "tragabarcos", que causó cientos de naufragios. Ya a principios del XIX algún ingeniero aconsejaba realizar las obras del faro "para bien de la humanidad". Su construcción casi le cuesta a Uruguay buena parte de su territorio nacional. Según Pérez Sparano, "es el faro más caro del mundo", pero al final "no lo fue porque no llegó a cumplirse la cesión a Brasil a cambio de que asumiera los gastos", sostiene Varese.

Resplandeció por primera vez en 1828, abriendo la navegación segura en el camino de entrada al puerto de Montevideo y en el primer acceso al de Buenos Aires. "Alivio para la gente, esperanzas para el comercio y seguridad para los navegantes", destaca Varese, que guarda el anuncio de la inauguración.

Hoy el faro es la única construcción de la isla que sigue en pie. La Armada mantiene un retén de cuatro marineros que, en guardias quincenales, trabajan en su mantenimiento. Cada uno de ellos vive su peculiar confinamiento de 15 días al mes en una isla ocupada solamente por una colonia de conejos y otra de lobos marinos, y varias especies de aves, algunas residentes y otras de paso.

La televisión funciona a trompicones, cuando el generador lo permite. Su sonido se mezcla con las protestas de las gaviotas, entre golpes y portazos de los ecos de historias terribles: la presencia remota de indígenas, el intenso tráfico de esclavos en la época colonial y el destierro de indeseables para el poder de turno.

Desde 1904 y hasta 1970 albergó a revolucionarios, presos políticos y sindicalistas. Un prisionero llegaría a denunciar las condiciones de "este abusivo y asfixiante aislamiento" que los mantenía "rigurosamente enclaustrados, bajo la amenaza de los fusiles; echados sobre colchones de paja provenientes del lazareto, asquerosamente manchados".

Varese, que escribió Historias y leyendas de la Isla de Flores después de visitar el lugar por primera vez hace más de 20 años, lamenta "la ruina y el silencio" en torno a este patrimonio que agoniza. En su rescate trabaja un grupo del Proyecto Isla de Flores, que va en cada relevo de los fareros para documentar el deterioro de las construcciones.

Fruto de esas inspecciones, su director, Pérez Sparano, ha publicado Lazareto Isla de Flores SOS, y concluye: "Es nuestra Puerta de Alcalá. Toda nuestra vida pasa por su mirada, su sombra nos acompaña, pasaron lanceros con casacas, se ahogaron sueños de libertad, de la revuelta de los años 60...". Y ahí sigue viendo pasar el tiempo. Testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

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