Este artículo se publicó hace 2 años.
Dos mares y cuatro meses sin dormir para llegar a Reino Unido
Un migrante kurdo narra la odisea que supone atravesar el Canal de la Mancha entre el brexit y la polarización en Francia. Explica por qué lo hace: "Por el futuro de mi hijo".
Marta Maroto
Calais-Actualizado a
Todo empezó hace 20 años cuando en casa apareció un ordenador antiquísimo. Havyar, que entonces tenía 12, empezó a leer palabras en inglés, a escuchar música occidental y, animado por su hermano, a apuntarse a clases para aprender el idioma. Ahora cuenta que tiene alumnos de medio mundo y ha viajado varias veces a Europa. En uno de los últimos cursos que vino a hacer a Francia decidió convertirse al cristianismo y abandonar el islam, la religión y la cultura en la que se había criado como kurdo en Irán. El régimen islámico, que tardó poco en enterarse, apenas le dio un día para abandonar el país.
Empaquetó su vida en tres horas y huyó sin soltar la mano de su hijo Ali, que tiene nueve años y los ojos tan grandes como el territorio que ha cruzado en los últimos cuatro meses. Volaron a Turquía y allí se montaron en una barca diminuta que les llevó a Italia. La primera vez que intentaron tirarse al mar los traficantes habían llenado tanto la patera que a pocas millas de la costa empezó a entrar agua. Salvaron la vida gracias a Havyar, que en Estambul había comprado una revista sobre barcos y navegación y fue el único que supo utilizar la radio para pedir auxilio. Atravesaron la bota hasta París, y de ahí a Dunquerque, el norte y el fin de Francia desde cuyas playas kilométricas pueden verse, en un día despejado, los acantilados blancos de Dover, la vecina Gran Bretaña.
La vida de Havyar y su ambición profesional están en Reino Unido, en cuyas
universidades se ha graduado de Literatura Inglesa y Ciencias de la Información. "Si no tengo más remedio, pediré asilo en Francia, pero mi objetivo es Inglaterra", explica con su perfecto inglés en un claro apartado del asentamiento de migrantes de Grande Synthe, que este invierno acoge a cerca de doscientas personas. Entre el bosque y el cauce del río, las tiendas de campaña se suceden en fila entorno a las vías abandonadas del tren, paralelas a un carril asfaltado y lleno de charcos que utilizan las organizaciones de ayuda humanitaria.
A este campamento se suman las cerca de mil personas que se esconden en la vecina Calais, ciudad a apenas media hora en coche y conocida por la llamada Jungla. La Jungla fue el asentamiento que comenzó a formarse en pleno auge de las llegadas a Europa y llegó a albergar a cerca de 10.000 personas. Su mediático desmantelamiento en 2016 marcó la estrategia posterior del Gobierno francés, que trata de evitar a toda costa la creación de asentamientos fijos de tal envergadura.
Esto se ha traducido en la transformación de la costa francesa en una carrera de obstáculos y concertinas para evitar las tiendas de campaña y sobre todo, en un aumento de la vigilancia y la presencia policial. Gracias también a los acuerdos con Reino Unido para frenar la migración, que van acompañados de importantes sumas de dinero, grandes despliegues policiales efectúan expulsiones rutinarias de los campamentos informales. El objetivo es dispersar en grupos más pequeños a los migrantes y desplazarles cada vez más a las afueras de las ciudades. Si nadie los ve no son un problema.
En Calais estas operaciones se llevan a cabo cada dos días, y varias veces han
acabado en violencia. En Dunquerque, sin embargo, se producen cada semana o cada diez días. En noviembre de 2021, en este campamento de Grande Synthe llegó a haber hasta 1.700 personas que han sido dispersadas o obligadas a marcharse a otras partes del país. Además, hace apenas una semana este asentamiento estaba situado cerca de un aparcamiento de una superficie comercial, mucho más visible para la población local.
Los migrantes proceden de todas partes del Kurdistán y del África Subsahariana y llama la atención la cantidad de familias con niños que pasan aquí la noche. El más pequeño tiene un año, cuenta Claudette, voluntaria de ADRA, una ONG que lleva una década preparando comidas y entregando ropa de abrigo a los migrantes. Todos los días llegan a este campamento autobuses fletados por el Gobierno que tratan de trasladar a los migrantes a centros temporales de acogida o de orientación. Pero no se sube casi nadie porque quienes llegan a esta frontera no quieren o no pueden quedarse en Francia, como Frista y su familia.
— ¿Por qué no?
— Dublín — dice abriendo las palmas de sus manos.
Atardece en el horizonte de este campamento informal de Grande Synthe, la noche se cuela entre los árboles y las fogatas de humo. Las niñas paran su cháchara de vez en cuando para acercarse a escuchar la conversación de su madre. En Irán, Frista era peluquera y él panadero. "Nos marchamos porque en mi país, siendo kurda, por mucho que trabajo y trabajo y no puedo darle un buen futuro a nuestras hijas", cuenta con voz firme en un inglés precario que empezó a aprender en Europa. Se ríe consigo misma porque, dice, le cuesta encontrar las palabras: "Quiero vivir en un país en el que nos traten bien y no tenga miedo. Sabemos que encontraremos muchos problemas en Reino Unido, pero esperamos que sean menos que los que enfrentamos en Irán".
Mientras su marido da vueltas sobre el fuego a un trozo de pan, Frista, de 32 años, cuenta que él entró a Europa por la ruta de los Balcanes. Junto a sus hijas de cinco y nueve, ella viajó hace apenas unos meses, cuando el presidente bielorruso habilitó vuelos para provocar la crisis migratoria en la frontera con Polonia. Recuerdan el frío y la violencia del bloqueo, escaparon de milagro. Después de atravesar media Europa, no pueden pedir refugio en Francia. El sistema de Dublín establece que la petición de asilo debe ser tramitada por el primer estado europeo de entrada e implica que, de empezar el proceso en Francia, este país podría deportarles a Polonia en el caso de Frista y sus hijas, a Grecia en el caso de su marido. Ellos quieren vivir juntos y en un lugar donde creen que podrán conseguir empleo.
El frío y la mala mar hacen miserables los inviernos en los asentamientos del norte de Francia, cubiertos de barro. Pero las cifras no paran de crecer. 2021 cerró con casi 28.400 cruces a Reino Unido, el triple que el año anterior. Por primera vez, la del Canal de la Mancha supera a otras rutas migratorias muy concurridas como la del Estrecho de Gibraltar o el Egeo, cada vez más militarizadas. Los que no pueden permitirse pagar a las mafias para montarse en una patera, se juegan la vida saltando a camiones en marcha con la esperanza de poder esconderse en las tripas de la máquina y cruzar el Eurotúnel, que tiene su entrada por el lado francés en Calais. El aumento de la presión migratoria y el naufragio que el pasado noviembre se cobró la vida de 27 personas ha vuelto a poner esta frontera en el punto de mira de la política interna francesa y de las relaciones entre Europa y el antiguo socio británico.
Francia, que celebra elecciones presidenciales en abril, se enfrenta a una campaña muy polarizada por los discursos de extrema derecha. A Marine Le Pen, la candidata ultra de la Agrupación Nacional —antes Frente Nacional— le ha salido un competidor más radical, Éric Zemmour, que con sus discursos encendidos ha conseguido colocar como tema principal de la campaña la cuestión migratoria. En un país que todavía mantiene el yugo de la colonización sobre varios países africanos y en cuyo subconsciente colectivo la piel oscura sigue significando sumisión, los discursos de extrema derecha dirigen su descontento y odio hacia las personas más vulnerables.
Clima de tensión
Zemmour recibió este enero su tercera condena por incitación al odio contra los adolescentes migrantes solos. En París, con un sistema de acogida en permanente estado de saturación que obliga a cientos de personas a dormir al raso cada noche, los activistas advierten un aumento de la violencia verbal contra los exiliados. A principios de año, dos militantes de extrema derecha atacaron con un sable tiendas de campaña donde dormían migrantes en un parque de la capital francesa. Este clima de tensión es el que lleva viviendo el norte de Francia desde hace una década. Una zona golpeada por la desindustrialización y el desempleo que la extrema derecha ha convertido en feudo.
Al otro lado del Canal, el Gobierno de Boris Johnson también se construye entorno al rechazo a los migrantes. En la recta final de su aprobación, el Palacio de Westminster prepara la Ley de Nacionalidades y Fronteras, que prevé endurecer hasta tratar de prohibir las entradas. Entre otras medidas, la nueva normativa penará con hasta cuatro años de cárcel las llegadas irregulares a suelo británico, podrá retirar sin notificar la ciudadanía a los extranjeros y pretende crear centros de detención fuera del país donde enviar a quienes esperan la tramitación de su solicitud de asilo.
Esta ley aspira, además, a reformular el concepto de tráfico de personas, situando en el punto de mira a activistas y grupos de solidaridad. Y sus efectos ya empiezan a notarse en Calais con la retirada de la ONG inglesa Choose Love. Antes Help Refugees, es una de las mayores organizaciones de Europa de ayuda a personas exiliadas, y hasta diciembre actuaba de paraguas económico financiando con un total de 600.000 euros al resto de asociaciones que actúan en terreno.
"Creo que lo que hay detrás de este corte de financiación son tensiones políticas, sobre todo del lado británico. La gente votó el Brexit para eso, para controlar la inmigración", denuncia Pierre, coordinador de Auberge des Migrants, uno de los activistas que más tiempo lleva en Calais. Y continúa: "Si no podemos garantizar mantas, sacos de dormir, una comida caliente... lo básico a las personas que están aquí, no podemos hacer lo siguiente, que es un trabajo social y de incidencia política".
Pero ni lo que se discute en los parlamentos ni una mayor inversión en militarización evita que sigan llegando miles de personas que escapan de la guerra y el desempleo de todas partes del cinturón del África Subsahariana y Oriente Medio. Al caer la noche, el té y las canciones en persa junto a la hoguera se interrumpen de vez en cuando por las sombras que salen de las tiendas de campaña. El mar está en calma y las mochilas en la espalda de quienes van a probar suerte en patera atraviesan con el sigilo de un rezo el campamento.
Una semana más tarde, Havyar, kurdo iraní que esperaba con su hijo Ali en el
campamento de Grande Synthe, llama por fin desde un número inglés. "Ha sido
aterrador, pensé en todas las personas, en todos los niños, que han desaparecido en este mar", dice sin titubeos. El frío cortaba la piel y los huesos cada noche en la tienda, y fue tanto el llanto del niño, que adelantó su decisión de marcharse.
Nueve horas para atravesar el Canal de la Mancha, cubierto de niebla en la madrugada, mientras que cruzar el Eurotúnel en coche supone apenas media hora. Jugarse la vida, otra vez, a falta de vías seguras y pese a las trabas y concertinas europeas. "Por un futuro para mi hijo".
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