Este artículo se publicó hace 3 años.
Salud mentalEl derecho de vivir en paz: nueve historias para visibilizar la salud mental
Tras el discurso de Errejón en el Congreso y el exabrupto de un diputado del PP, nueve personas dan un paso al frente para normalizar un drama que se vive en silencio y con vergüenza.
Sara Barroso Matrán
Madrid-
Usted y yo: dos extraños en un tren, en el carril de estas palabras. Y, sin saber nada el uno del otro, somos paisanos de este país peculiar, que a veces se siente más como cárcel que como hogar. Covid, trabajo, familia, salud, dinero, dinero, dinero, covid. En esta vida precaria e incierta, raro es tener la cabeza siempre derecha. Es angustia, es preocupación, a veces es simplemente tristeza. El caos de hoy, antaño tenía moraleja. Pero ahora es imposible encontrar certezas entre tanto cacaraqueo de gallina clueca ('el cardo siempre gritando y la flor siempre callá'). Así que si no es usted un algoritmo de Google, un bichopalo o si no se llama Carmelo y trabaja como diputado en el PP, seguro que a veces siente que ya, que ya basta, que este sinsentido de vida no le merece la pena. Que le está quitando hasta la salud.
Estamos inmersos en una pandemia, pero ya antes de ella diez de nuestros vecinos y vecinas se mataban al día, no querían vivir más. Ansiedad, depresión, ataques de pánico, agorafobia; son términos clínicos con los que convivimos, nos acechan, maquillan conceptos mucho más crudos como el de miedo, abatimiento o desesperación; emociones en las que todas nos reconocemos. Así que esto no es un problema de locos y no se arregla "yendo al médico". Algo hay en nuestra sociedad que nos niega la felicidad y nos obliga a sufrir en silencio.
Público ha puesto luz y taquígrafos a las historias de nueve personas y ha hablado con Íñigo Errejón para seguir tirando del hilo que el político ya desmadejara hace dos semanas. Nueve hombres y mujeres nos cuentan sus experiencias para visibilizar y normalizar el problema de la salud mental, un drama que se sufre en privado y con vergüenza.
El improperio en el Congreso abre el debate
El foco mediático cae sobre el tema el pasado 17 de marzo, cuando Íñigo Errejón emplea su turno de palabra en el Congreso para denunciar el limitadísimo tratamiento político que se le da a esta lacra, a pesar de ser un problema con el que cargan día a día millones de personas en España. Al final de su intervención, aderezada con risas de la bancada de los populares, Carmelo Romero, le lanza un "¡Vete al médico!". Tal improperio se vuelve viral y miles de personas se pronuncian en Twitter apoyando la intervención del parlamentario de Más Madrid y acuñando el lema "ni estigma ni vergüenza".
En declaraciones a Público, Errejón recupera la polémica para contar que tal episodio puso de manifiesto la existencia de la persistencia del estigma en la salud mental, pero también de la confrontación de dos masculinidades en la sociedad española, una más abierta y otra que "malentiende la debilidad", enarbolada por hombres impelidos a silenciar su fragilidad y con apariencia de "muy machos": "Yo no sé si él [Carmelo Romero] ha necesitado alguna vez ayuda psicológica, si alguna vez ha sentido que la vida podía con él. Supongo que sí que le ha pasado, pero le parece que un hombre de verdad lo oculta. Mira yo sólo deseo que si un día se quiebra, tenga el coraje de reconocérselo a sí mismo o por lo menos que tenga alguien al lado que le diga: Tranqui que no eres John Wayne, ni Clint Eastwood, no eres un caballero de la mesa redonda del rey Arturo, no tienes que aparentar esa fortaleza porque es mentira, si en realidad todo el mundo está hecho trizas por dentro", contesta.
Preguntado por el porqué del tratamiento de la salud mental como un tabú, Errejón apunta a causas sistémicas. Nadie quiere que le carguen con una etiqueta que genera "pánico" en un modelo neoliberal donde, aparentemente, no tienes limitaciones para "ser todo lo que quieras ser", y, si tienes problemas, también de salud mental, es porque "algo habrás hecho mal". Ese "pánico difuso a la locura" se maquilla con una banalización por medio de la cual "nadie puede estar mal, pero todo el mundo se llama a sí mismo loco —'esa amiga mía me cae genial, ¡es una loca!, mira éste que gracioso, es que está loquísimo'—. Todos estamos un poco locos pero porque no hay locos de verdad", afirma.
"Todos estamos un poco locos pero porque no hay locos de verdad", afirma
Ocurre igual con el estigma del parado, nunca vemos una biografía de Twitter encabezada por "desempleado", no; "somos 25 cosas", arquitectos, poetas, alpinistas, youtubers y "todas tienen que ser sinónimo de éxito", señala. "Tú puedes estar en el paro, no cobrar por nada, pero dices que tienes un blog, que haces fotografía, nadie quiere reconocerlo" porque se sufre como un problema "exclusivamente individual", comenta.
"Pasó también con los desahucios, la gente pensaba: Hostia yo no he podido pagar la deuda, qué vergüenza que me echaran a la calle; y solo mediante un masivo proceso de reconstruir la comunidad, mucha gente empezó a juntarse para identificar eso, no como una vergüenza particular, sino como una vergüenza nacional. ¿Qué país permite que los bancos echen a la gente de sus casas en plena crisis y tras ser rescatados?", denuncia.
La clave para acabar con el estigma, cree Errejón, es rebatir la premisa, llevar el problema de lo privado a lo público. Como los desahucios, la salud mental es un problema social, que se genera porque existe "una disociación permanente entre aquello que se nos vende como inmediatamente disponible y aquello que luego, en la vida cotidiana, podemos tener". Cree el politólogo que, aunque bien es cierto que "todo o casi todo el mundo puede cogerse un avión e irse un fin de semana a Londres" (algo impensable, décadas atrás), cada vez es más difícil "tener una casa, tranquilidad en el trabajo, formar un familia o saber qué va a ser de ti en cinco años", comenta.
"El problema es del modelo social en el que vivimos que es una fábrica de ansiedad y de infelicidad permanente", señala
"Si tienes una inseguridad permanente en el trabajo, si no sabes muy bien qué se espera de ti pero sabes que cada vez se esperan más cosas, si vives en una adolescencia permanente en la que eres adulto, pero sigues viviendo en casa de tus padres, si vives con la ansiedad de que en los últimos tres años te has tenido que cambiar tres veces de casa, de barrio; si te pasan estas cosas las interiorizas como dolores privados y te parece que hay algo mal, pero sólo contigo" y piensas que la culpa de tu fracaso con respecto a las posibilidades que el sistema te promete "es solo tuya" . Y eso es "violencia psíquica", entiende Errejón, y es la causa principal de los problemas de salud mental más usuales, como la depresión o la ansiedad, porque lo que piensas es que "tú no estás a la altura, pero en realidad si hay tanta gente, tantos millones de personas que no están a la altura, el problema es del modelo social en el que vivimos que en mi opinión es una fábrica de ansiedad y de infelicidad permanente", señala.
"Vivimos en un modelo depredador en el que estamos constantemente corriendo como hámsteres en una rueda", afirma Errejón. "Yo a veces tengo la sensación de que mis horas las gobierna el móvil, no las gobierno yo. Cuando esta máquina vibra, al son de lo que esta máquina dice, como si fuera un órgano más de mi cuerpo, yo me despierto o me duermo, me activo, me alegro o me entristezco", cuenta.
"Si tu vida consiste en pagar facturas, levantarte, ir al supermercado, trabajar y hacer la comida para otros, tu vida es miserable", denuncia
Su conclusión es que hoy "lo más revolucionario es ser un poco conservador para mantener las cosas que hacían que la vida mereciese la pena", para lo que necesitamos "tiempo", de ahí que su partido proponga la jornada laboral de 32 horas "porque si tu vida básicamente consiste en pagar facturas, levantarte, ir al supermercado, trabajar y hacer la comida para otros, tu vida es miserable", denuncia. "Ya sabíamos que este modelo era socialmente injusto, los científicos nos han dicho que es ecológicamente insostenible, pero es que, además, y hay que decirlo, es humanamente insoportable para millones de personas que no aguantarían el día a día si no fuera porque nuestra sociedad vive permanentemente medicada, ya sea con drogas legales o ilegales", concluye.
Estresados, tristes y medicados: un canto a la fragilidad
Que diez personas se suicidan al día y veinte lo intentan diariamente en España (según cifras de 2018). Que una de cada diez personas ha sido diagnosticada con algún problema de salud mental, el doble en el caso de las mujeres y los grupos vulnerables. Que dos millones de españoles consumen todos los días ansiolíticos, como apuntaba Errejón. Que la depresión es la principal causa de discapacidad a nivel mundial. Que estos y otros datos son necesarios, desde luego, pero que ayuden a normalizar y visibilizar un drama social que se vive en silencio, no parece, y prueba de que este enfoque eminentemente positivista es precario es la persistencia del estigma y de la falta de concienciación real entre la ciudadanía y el Estado (con seis psicólogos por cada 100.000 habitantes).
La ciudadanía está librando a diario una guerra interior y ni los políticos, ni los medios estamos sabiendo darle cobertura
Detrás de los fríos términos clínicos de la psicología (ansiedad, depresión, ataques de pánico, agorafobia, estrés crónico, intentos autolíticos), no hay otra cosa que sufrimiento puro y duro, angustia ('de sentirme abandonado') dolor, tan amargo y brutal como el físico. La ciudadanía está librando día a día una guerra interior y ni los políticos ni los medios de comunicación estamos sabiendo darle cobertura, trasladarla del ámbito privado al público, para que se conciba como lo que es, un problema social, como ya pasara con el maltrato machista.
Detrás de la ansiedad y de la depresión hay, sí, una alteración del sistema nervioso central, pero en lo importante, hay un "si sigues por ahí, atente a las consecuencias" de un jefe déspota; o un "esfuérzate más, que si te esfuerzas no suspendes y si no suspendes no lloras" de unos padres o hay un "¡has engordado!" de un seguidor de Instagram o un "sentimos comunicarle que no ha sido seleccionado para el puesto" o un "Rociito, te vas a cagar, me voy a quedar con los niños" o un "necesito que lo dejemos". Todo ello, como ya apuntara Errejón, en el seno de un marco común que nos ahoga, sí, pero que sufrimos por parte de los que tenemos cerca, que son los que trasladan sobre nosotros unas presiones "humanamente insoportables".
Público ha contactado con nueve personas para que nos hablen de lo que fueron o son sus luchas, sus frustraciones, sus sinsabores y sus tristezas. Nueve historias para dar batalla al estigma y, como defendía Errejón, acabar con la "malentendida debilidad" que aureola a la salud mental. La fragilidad contada a través de nueve voces de hombres y mujeres de la calle que se quiebran y cuyos testimonios pueden servir para reconocer en ellos el sufrimiento propio. Y de paso dejar constancia de sus denuncias, ante la flagrante falta de apoyos de su Estado.
Elizabeth (42 años, València): una mujer coraje
"He necesitado ayuda siempre, pero tampoco sabía cómo decirlo", confiesa Elizabeth. "La primera vez que conté lo que me había pasado fue con 18 años y al que ahora es mi actual pareja y eso abrió la caja de los truenos", cuenta. Elizabeth sufrió desde los cuatro hasta los nueve años abusos sexuales por parte de su tío. "Cuando yo me doy cuenta de que algo malo me está pasando es precisamente en una conversación con mis padres donde me dicen qué hacer si alguien me toca, en ese momento yo me doy cuenta de que eso me estaba pasando a mí, pero claro cómo vas a contar eso siendo una niña, que estamos hablando de que era en este caso el hermano de mi madre", relata.
Sus problemas empiezan cuando lo dice con 18 años porque "en ese momento se escapa de mis manos y yo no quería que eso ocurriera, tontamente, porque el que tiene que sentir vergüenza es él", y antes "lo tenía como borrado, casi parecía haberlo olvidado". Confiesa que, aunque tuvo esos recuerdos en un baúl oscuro "cuando te pasa algo así, tienes que sanar la mente y curarla (...) cuando te tienes que enfrentar a tus sentimientos más profundos a nadie nos gusta; o lo ocultamos o mentimos". "Mira, yo tengo una familia aparentemente perfecta, somos de clase media y nadie podría decir lo que te acabo de contar. Que este debate se haya lanzado a la luz pública es muy necesario porque es fundamental curar la mente para ser felices e intentar hacer felices a los demás", afirma.
León (25, Barcelona): Orfeo baja al infierno
León nos cuenta que él es un chico que tiene "una familia que me apoya, recursos, pasión por mi oficio, la música", ningún trauma y, sin embargo, sufrió ansiedad y depresión desde la adolescencia: "Para mí fue un infierno invisible. Uno no lo ve, los de fuera tampoco, pero es que la persona que lo vive y no lo ve es porque prefiere aprender a vivir con ello. Hay personas que creen: Hoy he tenido un mal día y mañana voy a tener uno bueno. Pero es que si tienes problemas psicológicos los buenos días van a ser auténticas excepciones", señala. Cree que el germen de su ansiedad nació por complejos: "Vivimos en una sociedad muy preocupada por la imagen que das a los demás, la gente tiene muchas expectativas puestas en ti y tú empiezas a actuar creyendo que tienes que agradar a los demás y pierdes tu identidad, terminas no sabiendo quién eres".
Laura (23, Alicante): la valentía con todo en contra
Laura recuerda cuando tuvo ansiedad por primera vez: "Estaba repitiendo sexto de primaria, iba de camino al colegio y de repente me dio una taquicardia, me ahogaba, yo no entendía bien eso de la ansiedad, solo que me sentía mal, por las noches lloraba y bebía agua compulsivamente porque pensaba que iba a morirme", relata. La joven sufría acoso escolar y pasaba por un mal momento económico y familiar. "Las cosas fueron escalando con las semanas, tenía miedo de hacerme daño". Además, se le sucedían "pensamientos obsesivos, sarpullidos por el cuerpo, sensación de despersonalización", señala.
"Mi madre, que sufría depresión desde hace años, me vio muy mal y me llevó varias veces al pediatra, pero el pediatra insistía en que eran solo los nervios, que me diera tilas, hasta que mi madre insistió tanto que por fin me dieron cita con un psicólogo y un psiquiatra cada tres meses", señala. "En la salud mental infantil pública fueron muy pobres y enfocados en que tomara pastillas sí o sí, hasta el punto de que yo pedí expresamente que no quería tomar tanta pastilla y me acusaron de rebeldía", denuncia. Cuando Laura cumplió 18 años dice que dejaron de facilitarle un psicólogo, aunque lo pidió, así que desistió de ir al psiquiatra de la seguridad social porque "ni siquiera me preguntaba nada, me prescribía lo que tenía que tomar y para casa". "La única psicóloga de pago que me ayudó fue la última a la que fui, la cual tuve que dejar por que no tenía forma de pagar las consultas", confiesa.
Sobre la pandemia, dice que "no ha sido algo positivo para mí ya que al tener agorafobia, de por sí me da miedo salir a la calle, y habiendo un virus que puede ser mortal, ya ni te cuento", señala. Preguntada por qué cree que se debe hacer para acabar con el estigma, Laura responde: "No hay locos, hay enfermedades que no se ven a simple vista y que son tan importantes como las que sí se ven. Que si se le mete miedo y se juzga a la gente por tener una enfermedad mental no van a querer ir al médico a resolverla. ¿Tú juzgas a alguien que se ha roto una pierna y le dices: ¿Para qué vas al médico por eso? ¡Ya se te soldará el hueso solo!? ¿A qué no? Pues no le hagas lo mismo a alguien que está roto por dentro y que necesita una escayola psicológica", relata.
Ricardo (62, Zaragoza): un guerrero dando batalla a la tristeza
A Ricardo, de 62 años, los ataques de pánico continuados le llevaron a una depresión crónica que padece desde hace más de dos décadas. "Tienes pensamientos suicidas. Al final, no lo haces, porque hay que tener mucha fuerza de voluntad y decir: Me tengo que levantar de la cama, hacer lo que sea", cuenta. "Yo voy por la calle y a mí la gente que no me conoce puede decir: ¡Este tío qué buen aspecto tiene! Pero no saben lo que uno lleva por dentro", dice.
Preguntado por el origen de su estrés crónico, Ricardo nos habla sobre "experiencias de infancia y juventud muy malas". "Yo a los siete años me levantaba a las cuatro de la mañana para ir a segar y llegaba a las nueve de la noche; yo quería estudiar, pero mi madre me dijo que no, me negó los estudios. Trabajé desde los 13 de manera ilegal y muy frustrado, vas dando tumbos, estás perdido". Y eso empezó una espiral de preocupaciones que no desaparecían porque no podía salir "del ambiente que me generaba ese estrés sostenido", afirma. "La mejor medicación para cuidar una depresión no es ni un médico ni pastillas, es el entorno. Si tú estás apoyado por amigos y familiares no caes en una depresión", relata. Se reconoce adicto a los fármacos por necesidad: "Para que te hagas una idea, el trankimazin es un tranquilizante, pues yo me he llegado a tomar tres pastillas y a una persona sana le tumba 72 horas", cuenta.
Como Laura, tiene un discurso muy crítico con el tratamiento que se le da a la salud mental desde la seguridad social. "Que te den cita cada tres meses es una burrada cuando padeces una depresión gravísima, eso tiene que desaparecer, España no es un país tercermundista. La gente se mata porque no tiene apoyos de ningún tipo, la sociedad te da la patada".
Alex (30, León): ansiedad en la anormal normalidad
Alex es un estudiante de derecho que también ha padecido ansiedad: "Yo era un chico normal, deportista, y, bueno, por circunstancias equis -ruptura de pareja, vivir en otra ciudad- empecé a notar unas sensaciones internas que nunca las había vivido hasta que me dio un ataque de pánico (...) y tuve que dejar mi carrera durante cuatro años". "En un principio tus padres te dicen que te lo estás inventando todo, pero por eso tienes que ir a un psicólogo para que te ayude y te diga: Mira, tus padres no te van a entender, van a pensar que no quieres estudiar pero lo que te pasa es muy serio y tienes que atajarlo cuanto antes". Alex describe un ataque de pánico como "una cosa horrible, te empieza a latir muy fuerte el corazón y crees que te vas a desmayar y que estás como en un sueño, que te vas a morir y nadie te va a poder ayudar".
Javier (32, Cantabria): bastón para caminar
Javier no habla en primera persona de los problemas de salud mental, aunque los sufrió igual: "Llevaba un año de relación cuando de una semana para otra el comportamiento de la que era mi pareja empezó a cambiar. Me vi desbordado porque la persona con la que compartía mi vida pasó a ser otra. Lo más duro es no encontrar explicación a lo que sucede y empezar a buscarla en ti mismo". Javier cree que la mejor manera de acompañar a una persona con depresión es instar a la persona con la que estás a "buscar ayuda profesional" y no "sobreproteger a esa persona".
M.M González (24, huelva): luz de esperanza
M.M se está preparando el PIR (Psicólogo Interno Residente). Opta a una de las 198 plazas que oferta Sanidad para todo el territorio español. Sobre las escasísimas vacantes de psicólogía de la seguridad social comenta que "son cifras ridículas (...), no tienen idea de lo que se podría hacer con los recursos adecuados. Pero la solución es ¡vete al médico!", señala. "Vivimos en una constante presión social y nadie elige sufrir. A la persona que sufre hay que ayudarla a seguir hacia delante. Ir al psicólogo es un acto de responsabilidad y no de locura o debilidad", apostilla.
César (41, València): corazón capacitado
"Yo empiezo a ir al psicólogo por problemas en el colegio, ya que me diagnostican una enfermedad muscular que es progresiva, la distrofia muscular de Becker; entonces claro tu al principio no notas nada, solo un poco más de torpeza, pero los demás del colegio sí lo notan (...). Yo no afrontaba lo que tenía, pero hace dos años ya pasé de andar a ir en silla de ruedas, así que volví a los psicólogos; es como el médico de cabecera, te hace falta en un momento y vas", cuenta César, quien denuncia la situación de abandono que sufren las personas con algún tipo de discapacidad física: "Está muy difícil el tema de encontrar empleo, entonces, claro, eso hace mella, porque yo intento afrontarlo y decir: ¡A ver, si es que no tengo culpa! Pero, claro, la presión del sistema es muy fuerte. Si no trabajas eres un fracasado y la falta de futuro hace mella, te calienta la cabeza mucho. La gente como yo lo está pasando realmente mal con el tema de las depresiones y la pandemia ha sido un paso atrás", denuncia.
Preguntado por la polémica del Congreso, César afirma que "esta sociedad todavía no está preparada para entender lo que pasa, hay mucho trabajo por hacer. Hace falta más conocimiento y mucha más concienciación", concluye.
Soledad (55, Pontevedra): dice que no, pero no hay otra palabra para ella: heroína
Soledad es enfermera en la Unidad de Agudos de Psiquiatría del Hospital Provincial de Pontevedra. Lleva 33 años ejerciendo y diez dedicada exclusivamente a cuidar a pacientes que ingresan en su hospital con trastornos mentales graves. "Tú llegas por Urgencias diciendo: Me quiero matar. Y, según cae el médico que esté, te ingresan. Hay quién está desesperado y pide ayuda a gritos así y hay a quien se le va de las manos y se acaba matando", cuenta. Soledad relata que desde que empezó la pandemia ha habido "un aumento exponencial de riesgos autolíticos [suicidios] y de pacientes que no tienen control de impulsos. Yo te puedo decir que en los años que llevo en salud mental, desde que empezó todo este desastre, llevo dos agresiones físicas serias; por una de ellas tuve que estar un mes de baja, y, bueno, ¡porque pedí el alta yo!", comenta.
Denuncia que son muy pocos en la unidad y que ellos mismos están marginados con respecto al resto del hospital, a siete minutos del personal más cercano: "Aparte de visibilizar, que es fundamental y de no estigmatizar a los pacientes porque lo necesitan, lo merecen y todos podemos ser pacientes psiquiátricos; aparte de eso necesitamos más recursos por la inseguridad que tenemos, estamos absolutamente vendidos, es una vergüenza", denuncia.
"Desde la crisis de 2008 se nota de manera brutal el recorte de personal. Se cubren como un 10% de las vacantes por jubilación y los contratos de los jóvenes son precarios, no, lo siguiente. Una enfermera puede cobrar 1.900, 2.000 euros como mucho, haciendo noches, domingos y festivos, que es lo que cobro yo, más o menos, después de 33 años trabajando", nos cuenta. Como consecuencia de la precariedad que sufren, Soledad afirma que "el 80-90% de mis compañeras estamos con ansiolíticos para dormir. Mi turno acaba a las diez y yo salgo a las once menos cuarto. Nos sentimos maltratadas y hablo en femenino porque el 80% somos mujeres", relata.
A pesar de las horas extra que Soledad echa, nos cuenta que ha propuesto al hospital una unidad de enfermería móvil por los pueblos para hacer un seguimiento de los pacientes que salen del hospital, además de un teléfono estatal "como el del 016" de salud mental. "Desde mi punto de vista, hay una dejación total y absoluta una vez recibido el alta", relata Soledad. "Habría que hacer un seguimiento porque el paciente llega a su ambiente, con las motivaciones equis que sean, ya sea depresión, un problema socioeconómico, sentimental, lo que sea, y vuelve a su entorno con el problema allí. Porque, sí, vuelve a revisión, pero es que tenemos una lista de espera que es que es imposible", señala, advirtiendo de que ese tipo de medidas "harían descender un montón los suicidios".
"Yo al diputado ese de vete al médico le invitaría a pasar un turno conmigo en la Unidad de Agudos, no te digo ya 24 horas, un turno, y que vea lo que veo yo todos los días", cuenta Soledad. "A mí no me gusta hablar de mí, pero es que tengo la ansiedad por las nubes como para escuchar estas faltas de respeto. Yo cuando pasó el confinamiento decía: Yo no me siento una heroína. Yo soy enfermera de vocación desde que tenía siete años, que por suerte o por desgracia tuve que estar un tiempo ingresada y me quedé maravillada y le dije a mi madre: Yo quiero ser como esas chicas", confiesa.
"El otro día tuvimos un caso de una chica que no llegaba a los 30 años, con malos tratos constatados y avalados por un juez, con una orden de alejamiento de su expareja para toda la comunidad y resulta que el tío estaba a 500 metros. Bueno pues la ingresan porque le da un ataque de pánico porque la pillan fumándose un porro y le quitan a la niña. Y, claro, todas empatizamos con ella y entre el personal de enfermería y los trabajadores sociales conseguimos que al alta recuperara a su hija", relata. "¿Cómo se puede ser tan cruel?", se pregunta Soledad, antes de leer un fragmento de la carta que le escribe la paciente a su salida: "Sole es mi dibujo favorito, lo llevaré tatuado siempre y significa paz (...) gracias por protegerme, sobre todo estos últimos días que te sentí como si fueras mi madre (...) os guardo a todos en un sitio especial de mi corazón", lee, antes de romper a llorar.
Soledad empatiza con todos los pacientes que ingresan porque, dice, "es normal acabar a veces así; si tú te ves impotente para sacar a tu familia adelante y se te cierran todas las puertas, ya no vales, no se te tiene en cuenta, ya eres mayor, y tienes que llenar la nevera todos los días… Si yo, que tengo por suerte un sueldo me cuesta llegar a fin de mes porque mi marido lleva en el paro cinco años, ¡imagínate ellos!", comenta. "La gente tiene miedo, dolor, angustia, de no saber qué va a pasar mañana y pasado, y no sólo los mayores; tú no sabes lo que es que un niño de 25 años llore con hipo y diga: Me quiero morir, me quiero morir. Es que te rompe todo por dentro. Y somos humanas, y estamos día a día con una sobrecarga emocional… Mi marido cuando llego a casa me ve la cara y me dice: Vale, no te digo nada. O, por ejemplo, lloro con un caso y me voy por ahí por no preocuparle, porque no todo lo puedes dejar con el uniforme en la taquilla", concluye.
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