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«Tengo ganas de hacer pis, pero aún no es la hora. Parece que desde el 15 de marzo el reloj se ha parado, como Rafa, sentado en su silla de ruedas desde que le dio un ictus. Yo no sé muy bien qué es eso y Conchi tampoco habla mucho conmigo del asunto. Es una luchadora que puede con todo: las cinco niñas, su marido y la casa. Vivimos juntas en este piso de tres dormitorios, un salón, dos baños y una cocina. Una pena que no tenga terraza, aunque a algunos os parecerá lo suficientemente grande. Según se mire, porque somos siete personas, el pajarito Kiki y cuatro macetas. Bueno, y también yo, la perra guía, aunque podéis llamarme Xalina.
Aquí me tenéis, esperando que llegue la hora de bajar al parque. Antes íbamos a un recinto de recreo canino, cuya solicitud encabezó Conchi, qué tía. Allí solía verme con mis colegas, algunos también lazarillos, pero desde que empezó la cuarentena por culpa del coronavirus y lo cerraron nos buscamos la vida… y el césped. Porque yo soy muy de hierba: no se me ocurre hacerlo en una pared, ni en el árbol de una acera, ni en la rueda de un coche, ni mucho menos en un portal. Vamos, que no me tira el asfalto, como a otros.
Hasta que la jefa no me avise, me entretengo en el canasto con mis juguetes, porque en el piso hay que ser muy ordenados para no liarla, aunque yo a veces me subo por las paredes debido al encierro. Eso sí, no me dejan jugar con pelotas, para que en el parque no me dé por perseguirlas y termine asustando a algún niño. Como dice Conchi, son una golosina...
Me llaman las niñas. Al fin una excusa para echar una carrera por el pasillo.
- ¡Xalinaaa!
Allá voy, respondo con un ladrido silencioso, porque ya no hay ruidos como antes y tampoco quiero que Rafa se sobresalte. Las crías son fantásticas, pese a que ya borbotean en la efervescencia propia de las adolescentes. Lo sé por la mayor, quien ya ha cumplido diecinueve. Es curioso observar su evolución, pues le lleva ocho años a la pequeña y con cada una se repite la misma historia.
Antes de la cuarentena, a Conchi se le caía el alma a los pies cada vez que salían por la puerta cada mañana, camino del colegio. "¡Ay, Xalina, lo que daría por ver un segundo la cara de mis hijas", se lamentaba de lunes a viernes. "No me vale la imagen que conservo de ellas en la memoria. Te parecerá una insignificancia, pero tengo esa espinita clavada ". Yo me dejaba acariciar y le contestaba que no se preocupase, porque son guapísimas. Ella lo sabe y ese es su consuelo.
* * *
Ya estoy de vuelta. Estas carreras son un respiro, aunque a mí lo que gusta es jugar en la calle. No sé si os dije que soy un labrador retriever, mas algún día seré una labradora retriever, al tiempo. No me habría importado haber nacido macho, pero después de conocer a Conchi reconozco que ha sido una bendición ser hembra. Ella y yo somos iguales, aunque mi instructora, Cristina, asegura que los perros terminan pareciéndose a sus dueños. La mía se come el mundo: cuando llegó a la Fundación ONCE del Perro Guía, tuvieron que pararle los pies, porque tenía tanta ilusión que quería aprenderlo todo demasiado rápido. "Me cojo el bus, hago transbordo y me voy a la Giralda", les espetaba. Y, claro, la profe tenía que frenarla: "Conchi, primero habrá que empezar dando una vuelta a la manzana, ¿no?".
Ella venía lanzada, y eso que yo era una perrina tímida. Sí, directa, voluntariosa y feliz, pero un poquito cortada. O sea, que me pensaba mucho las cosas. Esa fue mi suerte, porque cuando hicieron el emparejamiento me buscaron a un usuario adecuado. Ahora le llaman a todo usuario, pero la usuaria era una persona, Conchi. La más valiente, optimista y fuerte que conozco. Y eso que solo pesó un kilo y medio al nacer, aunque como le dijo su abuelo: "Tú has salido fusilero".
Tenéis que ver las que arma… La cuestión es que yo tampoco era tonta, si bien necesitaba a alguien que me sacara el potencial que llevaba dentro. Podía presumir de risueña o vitalista, porque me enfrentaba a lo que se me ponía por delante, pero Conchi ha sido más que una maestra. ¿Una madre? ¿Quizás una hermana? Yo diría que una amiga, porque uno no elige a su familia, aunque sí a sus amistades. No recuerdo a quién se lo escuché, pero tenía dos patas.
Claro, ahora pensaréis que no me quedó otra que ser su lazarillo —en realidad, su lazarilla, por mucho que el corrector insiste en la o—, mas una cosa es el trabajo y otra, la amistad. Yo pude ser simplemente una perra guía y ella, una usuaria. En cambio, el tiempo quiso que fuésemos solo una. Ya no soy tímida, aunque me resulta bastante difícil reírme como ella, una carcajada andante. ¡Y qué salero!
No sé si eso lo marca la cuna —tampoco lo había comentado, pero Conchi es sevillana—, si bien creo que en este caso lo ha modulado el destino. Y algo de su espabilación se me ha pegado... ¡Quién me ha visto y quién me ve! No sé si os expliqué que ella es invidente, aunque juraría que sus ojos ven y van más allá del horizonte. Siempre con algo entre manos. Maquinando continuamente. Un proyecto tras otro. Que si una charla en un cole, que si una conferencia en una universidad. ¡Menuda es la Conchi! Esta tiene más energía que el conejito de Duracell.
Nada la frena, ni la oscuridad ni el confinamiento. Estaréis cansados de sufrirlo en vuestras propias casas, pero resulta difícil imaginárselo cuando no eres ciega. Y menos aún en el caso de una invidente como ella, combatiente que libra una batalla diaria que no deseaba, pero que le tocó vivir. Hace ocho años, Rafa sufrió un ictus y se quedó en una silla de ruedas. Seis ya del accidente de Conchi, que la dejó hecha una ecce mulier. Rota por dentro y a oscuras por fuera.
Al principio le quedó un rastreo mínimo. No sabría definirlo, aunque me imagino un teatro de sombras grises. No veía nada, pero si estaba delante de una ventana podía distinguir un atisbo de claridad tenue. Poco duró, pues hasta esa luz difusa terminó apagándose el día que comenzó una nueva vida. Ella dice que renació de las tinieblas, sin embargo yo no puedo figurarme cómo resucita una rodeada de cinco niñas, un marido con sus limitaciones, un pajarito y cuatro macetas. Y luego me sumé yo, claro, titubeante.
* * *
No tengo hijas, pero sí una madre, como cualquier perra del mundo. Un mundo que para mí es la Macarena. No la virgen, sino el barrio: la Macarena de Sevilla. Una es de donde pace, no de donde nace. Y yo, aunque aprovecho la hierba para otros fines, me considero de aquí, como Conchi sigue siendo de San Bernardo. Allí donde la alberca, entre las moreras, allí se bañaba de chica. A veces, cuando caminamos, me dice: "Xalina, yo ya no sé por cuál decantarme, porque los dos barrios me duelen igual". Pero yo soy consciente de que le tira la infancia, que es el jardín de la Buhaira, huerta del rey que mi reina hizo suya.
Luego, a los cuatro años, sus padres se fueron a vivir a la Macarena, como yo me vine aquí, aunque no pueda atribuirme eso de lo que presume ella: sevillana de pura cepa. Porque nací en Madrid, concretamente en Boadilla del Monte, donde están las instalaciones del centro de adiestramiento de la ONCE.
Allí estuve dos meses con mi madre y la camada, hasta que me fui con una familia adoptiva. Sí, de dos patas, aunque entre todos sumaban más. Ellos me educaron, por lo que siempre que puedo les doy las gracias. Te enseñan a ser limpia, procuran que no te vuelvas caprichosa y te llevan a todos los sitios. Durante un año, teníais que verme en el metro, en los autobuses y en los taxis. También fui al cine, al teatro y a mil lugares más: restaurantes, cafeterías, hipermercados… ¡Una que ha visto mundo! Aunque otras compañeras viven otras experiencias, porque nos hacen tests para ver cómo respondes a los estímulos. Y, en función de los resultados, luego te acoge una familia del centro de la capital, de un barrio o de una zona residencial. Ya veis que, menos para mis cosicas, soy de asfalto.
Después volví a la escuela para entrenarme. Bueno, para que me entrenase Cristina, hasta que Conchi apareció por la puerta. Porque aquí todas aprendemos y ella tuvo que saber cómo manejarme, seguirme y, sobre todo, confiar en mí. Y yo en Conchi, claro, porque debes responsabilizarte de la persona a la que vas a guiar a partir de ese momento. Fueron tres semanas juntas en Madrid que pasaron volando, hasta que llegó la hora de irme a Sevilla. ¡Me había graduado en perro guía! De eso hace ya cuatro años… Cómo pasa el tiempo, sobre todo para nosotras, la familia canina.
* * *
Pues nada, que al fin ha llegado la hora de bajar. Además de desearlo, no me queda otra para evitar que pierda la disciplina, la forma y la cabeza: sí, los perros también sentimos emociones, nos deprimimos o nos estresamos. Por eso, salimos dos veces al día y Conchi aprovecha para ir a la panadería, a la frutería y a la farmacia. Algo que agradezco, porque así hago algo de ejercicio y no engordo, aunque estas semanas estoy a dieta porque nos pasamos todo el día en casa. La verdad es que, una vez que se abre la puerta, salgo escopetada, como el corcho de una botella de champán. Debería caminar con calma, pero me puede el nervio. Además, Conchi estos días anda muy despistada y debo estar más atenta que nunca.
De repente, en la ciudad no hay ruidos, si acaso el de algún pajarillo, por lo que a ella le faltan los referentes que antes la ayudaban a orientarse: el olor de la panadería, el tráfico amigo y también el enemigo, los gritos de los repartidores, el rumor de la cafetera del bar… La noto aturdida, incluso un poco perdida. "Me hacen el vacío, Xalina. Esto es como vivir en la piel de un sordociego", me confiesa antes de notar como se le acelera la respiración y asoman los colmillos de la ansiedad. Cuando percibo ese movimiento en la correa, nuestro cordón umbilical, bajo el ritmo. Y, si es necesario, freno, me acobijo a ella y acerco mi cabeza a su pierna, el mejor ansiolítico que hay. Conchi, le dicen mis caricias, estoy a tu lado.
Ella respira hondo, se encuentra a sí misma y me susurra: "Xalina, ahora mandas tú. Contigo, hasta el fin del mundo". Pero todo está cerrado y, por mucho que caminemos, es como pasear por un mundo muerto, que diría Conchi.
* * *
No deberían haber cerrado el recinto de recreo canino, por lo que solemos ir a un parque, porque necesito el césped. Yo me parto con Conchi: "¡No voy a comprarme una maceta con hierba para que lo haga en casa!". Ya suponéis por dónde van los tiros, aunque a mí me da sofoco contar estas cosas. Lo hago porque ella es muy pulcra, mientras que otros lo dejan todo perdido. Los dueños, digo, porque sus perros qué culpa van a tener…
Conchi a veces me deja sola y, cuando termino, voy a buscarla para llevarla hasta allí. Ella sabe cuando hago pipí o popó, porque en el segundo caso sigo agachada, encorvo el cuerpo y giro la cabeza en la dirección adecuada. Entonces, como me está tocando el cuello, sabe perfectamente donde tiene que recoger lo que hay que recoger. Lo mete en una bolsa de plástico y me suelta: "Xalina, ahora vamos a tirar el regalito". Mirad qué fácil: ya puede ir aprendiendo el resto. Como dice Conchi: "Yo no tengo por qué ir sorteando mierdas". Aunque, en realidad, quien las va esquivando soy yo, pero no comento nada porque es parte de mi trabajo.
Estos días nos movemos sólo por aquí. Ahora bien, antes no solo pisábamos el barrio, sino que también nos desplazábamos por toda la ciudad, de modo que ya me he aprendido varias rutas. Conchi pasea con los labios pintados —que para eso ha hecho un curso en la ONCE— y yo, más que caminar, doy botes de contenta. No sé cómo me verán los vecinos, mas los escuchó gritar desde los balcones: "¡Mira la Xalina, que parece un poni!". No voy a negar que me sacan los colores, aunque me gusta más eso que me dice Cristina: "¡Pero si te contoneas como un caballito andaluz!". Una que tiene porte y prestancia, para qué negarlo.
Aquella cachorrilla tímida ha pasado a la historia. La perrita ahora es una perraza. Empoderada, ¿no? O echá p’alante, que dirían aquí.
* * *
La casa está tranquila. Siempre hemos sido muy familiares, lo único que ha cambiado con el coronavirus es que ahora las niñas no pueden salir. Antes, la pequeña acompañaba a Rafa. Había que verlos por el carril bici, ella en patines y él en su silla de ruedas, haciendo carreras y tratando de adelantar, a ver quién ganaba. Porque él también hace la compra y, cuando me toca ir con Rafa, lo hago toda orgullosa. La verdad es que mola, aunque ahora a veces sale con la mayor. Bien protegido y manteniendo la distancia de seguridad para evitar el contagio, porque es una persona de muy alto riesgo. Conchi no tanto, pero bastante. Nada puede con ella en esta vida, si bien no puede ponerse a rebuscar en las estanterías del supermercado. Y yo soy espabilada, pero a ver cómo le indico con mis ladridos dónde está el tomate frito y dónde el arroz bomba.
El caso es que aquí, menos yo, todos están estudiando online. Conchi, con sus cursos y sus proyectos, porque cada día se levanta con el aliciente de aprender algo nuevo. Y las niñas, con sus deberes, aunque también ayudan en casa. "Somos una cooperativa", proclama mi dueña. Aquí hay un ordenador, pero no IBM: "Y veme por esto, y veme por aquello, y veme por lo otro". Eso sí, durante el confinamiento, estamos todo el día penenes, como dicen por aquí.
A veces, Conchi busca algo de intimidad y se pone a charlar con una amiga por Whatsapp. Ella le escribe y Conchi le manda mensajes de voz. Me encanta la foto de su perfil, en la que me abraza. "Para qué la voy a cambiar, si no la veo", comenta con sorna. Yo sé que si pudiese verla tampoco la cambiaría. En el fondo, somos cariñosas, no besuconas. Con carácter, pero nobles. Y con un genio tan grande como nuestro corazón. Hablamos en plural porque, como sostiene ella, somos una sola unidad y un solo ser. Cristina, la instructora, viene a decir lo mismo con otras palabras: "Las ves y son tal para cual".
Otras veces, habla por teléfono. Cree que no la escucha nadie, pero yo soy todo oídos. Antes contaba cómo conoció a Rafa. "Iba en primero de bachillerato y tenía catorce añitos. Digamos que iba adelantadilla". Y se echan a reír. Ella estaba en la ventana del aula y vio en el patio a un alumno de FP, porque Rafa es ingeniero informático y maestro electrónico. "Nos miramos y ambos nos quedamos hipnotizados, aunque a mí ya me había enamorado cantando. Yo escuchaba a alguien, pero no sabía quién era. Hasta que luego me enteré de que el pajarillo encantador era él".
- ¡Qué historia más bonita, Conchi!
- Siempre juntos para todo. ¡Ojo, juntos, pero no revueltos!
- Eres tremenda…
- ¿Tremenda? ¡Y tanto! En mi primer trabajo me llamaban la Muñeca Diabólica, porque cuando sacaba el libro de cuentas en la junta no veas la que liaba. Había que verme entonces… Los ojos más grandes que los zapatos. Muy educada y preparadita. Pero la Barbie tenía mecha…
- ¡Y tanta!
Conchi no para: su padre era especialista en Cementos del Atlántico y ella, la mayor de cuatro hermanos. Como no había posibilidades para todos, se puso a estudiar contabilidad para trabajar cuanto antes. "Debuté a los diecinueve y a los veintidós ya era la segunda de la empresa. En un mundo de hombres, claro, donde la mayoría de ellos podrían ser mis padres. Todos gordotes y calvetes". Intenta seguir hablando, pero no puede contener la risa.
- El techo de cristal lo rompí cuando ni siquiera le habían puesto ese nombre.
- Menuda eres…
- Querida, ¿tú sabes que nací el 3 del 6 del 66? Tengo los tres seises, aunque no soy el demonio...
Lo que fue y sigue siendo es una curranta. Montó una asesoría y un autoservicio. Trabajó como chef de cocina en un hotel. Y era madre de dos bebés cuando Rafa sufrió un aneurisma cerebral múltiple de carácter congénito, el mal que persigue a los hombres de su familia. Su padre murió cuando él tenía cuatro años y se lo dejó en herencia a los tres hermanos, uno de ellos fallecido por la misma causa. A Rafa le provocó una invalidez grave, aunque ahora sigue dando guerra. Sin embargo, entonces un médico le dijo a su mujer: "¿Para qué le hablas, si está muerto?". Pero el muerto estaba vivo, pese a que cuando se despertó le habían robado el habla y los recuerdos. Por no conocer, no conocía ni a Conchi, embarazada de su tercera hija.
- Hubo quien por corazón, viéndome tan joven con dos bebés, me orientó para que me deshiciese del que estaba en camino. No obstante, yo me negué y le dije: "Cada una de mis hijas ha sido buscada y esta criatura va a venir al mundo".
- ¡Qué mérito tienes, Conchi!
Cuando su marido despertó, ella todavía estaba allí, rodeada de sus niñas. "¿Eran dos o eran tres?", pudo preguntarse Rafa.
* * *
Él se despabiló y ella volvió a nacer. Dos años después, cumplidos los cuarenta, trabajaba en el equipo de apoyo terrestre del aeropuerto de Sevilla cuando tuvo un accidente de coche. "Empezaba a ver la salida del túnel y me metieron en un pozo", recuerda Conchi, quien vio en su marido el mejor ejemplo para seguir luchando por la vida. Entonces fue él quien tuvo que ayudarla a ella, intercambiándose los papeles. Aquella silla de ruedas fue su bastón, porque nada más ponerse en pie sentía vértigos y mareos. Se había quedado ciega.
Nunca escucho a Conchi quejarse. Al contrario, odia eso de ¡ay, pobrecita, no puede hacer esto o aquello! "Claro que sí, otra cosa es que prefieras que te lo haga otro", contraataca ella, que lo perdió todo: la casa, el coche, la vista… "Me volví loca. Dejé de ser yo y de sentirme persona. Fue horroroso, pero gracias a los instructores, a la psicóloga y a los compañeros de la ONCE salí adelante. Yo he renacido y mi nuevo aliciente es aprender algo diferente cada día en la nueva vida que me tocó vivir".
Una fatalidad que le cambió la existencia y hasta la forma de andar. Todavía sufre las consecuencias: una cefalea crónica y unas migrañas causadas por los cambios de presión atmosférica. También otras cosas que no sabría explicar relacionadas con sus ojos.
- Hoy ves y mañana buenas noches.
- Ay, Conchi…
- Ni ay ni leches. Que yo no sólo conducía el coche, sino que también era motera. Tengo carné de todo menos de helicóptero.
- Ya bueno es que no has perdido el sentido del humor.
- Mira, ahora con mi Xalina soy un Ferrari. No sólo es mi perra guía, sino también mi motor y mi independencia.
Cuando la escucho hablar así, se me cae la baba. Que si soy su confianza, que si le hice recuperar su autoestima, que si conmigo ha despegado… "Estaba preparada, pero me sentía enjaulada. El cuerpo no iba al ritmo de mi corazón, de mi cerebro y de mi espíritu. Hasta que llegó ella".
Ella soy yo. "Un labrador retriever elegante y puro, con los ojos curiosamente color caramelo claro", me describe con mimo y detalle, ella que no ve.
Ella es Conchi. Y no tengo palabras para describirla.
* * *
"Yo estoy hecha de trocitos de mí y de trocitos de muchas personas que han pasado por mi vida desde que pasó esto. Soy una persona reconstruida y Xalina era ese pedazo gigante que me faltaba. Si hubiera tenido una hermana gemela, no se parecería tanto a mí. Con ella me siento completa. No veo, pero por lo demás...".
Conchi tiene que colgar. Es hora de comer. Rafa también cocina.
Rafa también.
"Mi marido hoy es un hombre completo. Con sus achaques, pero va a seguir haciendo todo el ruido que dios quiera".
El ruido que añoran los oídos de Concha. Ese ruido molesto para muchos y que para ella es guía. Fue lo primero que se propuso: aprenderlo todo muy rápido, porque tenía que sacar a su familia adelante y ser su faro. La prioridad era la autonomía personal para así poder seguir atendiendo a su casa y a sus niñas, entre las que me cuento. Ella me cuida a mí y yo, a ella.
Desde el accidente, cobra una pensión, pero no deja de formarse. Además, escribe poesía, aunque se considera una aprendiz, y pertenece a la Asociación Literaria Alhoja. Qué orgullosa está de ser la primera persona invidente, mujer y con perro guía vinculada oficialmente al Ateneo de Sevilla, donde se reúnen los socios de la entidad fundada por Manuel Gil. También ha sido una pionera en el máster online que imparte la Escuela Japonesa de Shiatsu. Y no puedo contaros en qué otras historias anda metida porque me mata...
O sea, que no para, si bien durante el encierro hace pausas para reflexionar sobre el día que salgamos de esta. Dice que el antes nunca volverá a ser el mismo, aunque digo yo que lógicamente será un después. Pero ella va más allá: habla de un ser humano fortalecido, de una sociedad con esperanza, de un individuo que piense en común, de un pueblo obligado a compartir, de una persona más real y menos pendiente de lo que piense el otro. "Con tantas redes sociales, estábamos aislados. Y con tanta información, desinformados".
- Cuanto mejor esté yo conmigo misma, mejor estará mi entorno.
- Di que sí.
Conchi cuelga y yo aprovecho para terminar esto, pues ya me rugen las tripas. Vale que gaste menos energías, pero también me ataca el hambre. En fin, que ya llevo cuatro años en esta casa y, si paso la ITV, podré estar con ella ocho más, hasta sumar doce. Luego me tendré que jubilar, aunque si mi familia quiere que siga aquí me quedaré como animal de compañía.
Digo yo que compañía ya la hago, pero bueno…
A ver, tendría que venir otro perro para hacer de guía, por lo que ya seríamos nueve. Hay colegas que vuelven con su familia de acogida, o sea, la que los educó cuando eran un cachorro. En mi caso… Llevo a Madrid en el corazón, pero me siento de Sevilla. Como diría Conchi, las dos ciudades me duelen igual, aunque lo que me causaría más dolor sería separarme de ella. Qué razón tiene Cristina: "Los perros son espejos de sus dueños".
Pues nada, me voy que me están llamando. Hoy me ha tocado escribir a mí sobre Conchi, porque ella ya me dedicó un libro que se titula como yo, Con Xalina al infinito, donde cuenta que a través del amor y de la lucha se puede llegar adonde te propongas. Espero, al menos, devolverle algo con estas líneas. La verdad es que me gustaría agradecérselo de otra manera, diciéndoselo a la cara, aunque casi mejor así. No vaya a ser que un día de estos me dé por hablar y a ella le dé un patatús».
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