“Un tanto por ciento muy grande de la gente hace lo que se le dice que tiene que hacer, sin tener en cuenta el contenido de su acción, y sin trabas impuestas por su conciencia, siempre que perciba que la orden tiene su origen en una autoridad legítima”.
Este terrible pero indiscutible axioma es una de las conclusiones del experimento de Milgram, uno de los grandes ensayos de psicología social del siglo XX que puso el foco en conceptos tan poliédricos como la autoridad, la responsabilidad individual, la rebeldía, la disciplina y la cobardía. A continuación, recordamos el polémico experimento de Milgram, sus conclusiones y las críticas que recibió.
El experimento de Milgram y los crímenes del nazismo
El 15 de diciembre de 1961, Adolf Eichmann era condenado a morir en la horca en Jerusalén. Un año antes agentes del Mossad israelí habían llevado a cabo la Operación Garibaldi en Argentina para detenerlo. ¿Y por qué Adolf Eichmann era tan importante para Israel? Se trataba, ni más ni menos, que del ideólogo de la solución final, el eufemístico término con el que se conoció al plan sistemático para eliminar a la población judía y otros colectivos durante la fase final del Tercer Reich.
Durante aquel mediático juicio, Eichmann se defendió argumentado que “solo cumplía órdenes”: “No perseguí a los judíos con avidez ni placer. Fue el Gobierno quien lo hizo. La persecución, por otra parte, solo podía decidirla un Gobierno, pero en ningún caso yo. Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia”.
Por supuesto, el juicio estaba perdido para él de antemano y poco importaba el enfoque de su defensa. Pero muchos tomaron nota de aquellas palabras. Entre ellos, Hanna Arendt que escribió su célebre ensayo Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal en el que, entre otras cosas, dudaba de que Eichmann fuera un genio del mal tal y como lo presentaron los fiscales israelíes. ¿Y si ‘tan solo’ era un obediente peón que cumplía órdenes de una autoridad considerada por él como ‘legítima’?
A muchos kilómetros de Jerusalén, un joven psicólogo de Yale en Connecticut también tomó nota del caso Eichmann y decidió poner a prueba las teorías de Arendt. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar una persona normal y corriente con tal de obedecer las órdenes de una autoridad legítima? Y se puso manos a la obra con un experimento que marcaría época.
El experimento de Milgram: 4 dólares por unas descargas eléctricas
Unos cárteles en las paradas de autobús solicitaban voluntarios para un estudio de la memoria y el aprendizaje que iba a tener lugar en Yale. Cuatro dólares de la época más dietas era la retribución para los voluntarios aceptados. Entre ellos, personas entre 20 y 50 años de todo tipo de perfiles sociales.
Para la realización del experimento se necesitan tres personas: el investigador, el ‘maestro’ y el ‘alumno’. El maestro se separa del alumno por un módulo de vidrio y al alumno se le ata a una especie de silla eléctrica conectado con electrodos. El maestro tiene como labor castigar con descargas eléctricas al alumno cada vez que este se equivoque en una respuesta. Se señala que las descargas pueden producir ‘mucho dolor’ pero en ningún caso ‘daños irreversibles’. Y arranca el experimento.
Pese a que muchos de los maestros presentaron claros síntomas de estrés, desconcierto e incomodidad, el 65% administró el voltaje máximo de 450 a los alumnos. Ningún participante paró al nivel de 300 voltios, límite en el que alumnos daba señales de vida.
El investigador (la ‘autoridad’) se encargaba de instigar a los maestros a continuar con el experimento en caso de vacilación: “Continúe, por favor. El experimento requiere que usted continúe. Es absolutamente esencial que usted continúe. Usted no tiene opción alguna. Debe continuar”. El investigador elevaba el grado de sus exigencias en proporción a la duda del maestro. Todos pusieron en duda el experimento en algún momento, incluso señalando que no querían el dinero. Pero ninguno paró. Lo que ningún maestro sabía es que todo era un gran montaje.
Críticas al experimento de Milgram
Los sorteos para decidir quién era maestro y quién alumno estaban amañados: todas las papeletas ponían ‘maestro’. Los ‘alumnos’ eran actores. La máquina no daba descargas eléctricas: solo en la primera descarga de prueba al maestro para que este se convencería de la naturaleza del experimento. El estudio no era sobre memoria y aprendizaje, sino sobre autoridad y obediencia. Y las cobayas eran ellos.
Así las cosas, el experimento recibió diversas críticas por su discutible ética: engañar a individuos sometiéndoles a una enorme presión. Así mismo, también se argumentó que, una vez terminado el experimento, los participantes no recibieron suficiente información sobre la naturaleza del mismo y sufrieron consecuencias emocionales a posteriori.
Más recientemente, un estudio de Social Psychology Quarterly arroja nuevas dudas sobre el experimento. Analizando el estudio inédito de Taketo Murata, asistente de Milgram, y las grabaciones de numerosas conversaciones con los voluntarios se sugiere que buena parte de los maestros que infringían las descargas más potentes sospechaban del engaño y que los ‘alumnos’ no sufrían dolor alguno. Se dice, en este sentido, que Milgram suprimió datos de su experimento para no se desviara la atención de sus conclusiones.
Conclusiones al experimento de Milgram
“Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedía un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los imperativos morales de los sujetos”.
Vivimos más cómodamente creyendo que personajes como Eichmann o el propio Hitler son anomalías humanas, supervillanos capaces de llevar a cabo las atrocidades más espantosas impulsados por un gen único que les arrastra hacia el mal.
Sin embargo, experimentos como el de Milgram ponen el foco en un aspecto mucho más inquietante: que cualquier persona es capaz de todo si dan las circunstancias adecuadas. Que todos podemos ser un Eichmann o un Hitler sometidos a la máxima presión en un contexto crítico, obedeciendo ciegamente las órdenes de una entidad superior (llámense jefe, gobierno, partido, gurú) porque la consideramos legítima. Y que no seremos responsables de nuestros actos al considerarnos instrumentos manejados por la entidad superior, por el sistema.
“Es fácil ignorar la responsabilidad (individual) cuando uno es solo un eslabón intermedio en una cadena de acción”. Tal vez esta sea la conclusión más desoladora del experimento de Milgram. Todos somos capaces de todo y, además, en caso de juicio, tendremos coartada. La culpa fue de mi jefe, la culpa fue del gobierno, la culpa es del sistema. Como Eichmann.