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Kant: cómo entender su pensamiento

Me vienen quejándose con amargura sobre un compañero de trabajo que usa ChatGPT (de tapadillo) para resumir, estructurar y sacar conclusiones de informes. Respondo que el 47% de los encuestados por el Centro de Estudios de la Atención del King’s College dice que el “pensamiento profundo es cosa del pasado“, que “la tecnología ha reducido la necesidad, y quizás la disposición, de las personas a realizar tareas largas y tediosas para lograr sus objetivos”.

¿Es el acto de pensar una tarea “larga y tediosa”? ¿Ese es el fin último de la tecnología, liberarnos de la “tediosa tarea” de pensar? ¿Ese es el punto de no retorno de la humanidad? ¿Claudicar en su razonamiento y con ello renunciar a su libertad? Kant no tendría dudas a la hora de responder a estas preguntas: “Ten valor para servirte de tu propio pensamiento, sapere aude, ¡atrévete a pensar!”.

Kant, el ‘terror de la selectividad’

Estatua de Kant - Depositphotos
Estatua de Kant en Kaliningrado (Rusia), la antigua Königsberg (Prusia) en la que nació en 1724 – Depositphotos

“Que no caiga Kant, que no caiga Kant”. Miles de estudiantes, año tras año, ruegan que el filósofo alemán no entre en el examen de filosofía , porque ni con ChatGPT somos capaces de lograr el objetivo de entender su pensamiento. Pedro Abelardo, Santo Tomás, Hume… Cualquiera menos Kant.

Desde luego, no es fácil entender a Kant, al que hasta algunos colegas filósofos acusaron de “oscuro”, un eufemismo que venía a decir lo mismo que los de la selectividad: “no te entiendo”. Pero no todo su pensamiento es tan “oscuro”, como su definición de la Ilustración.

Es la liberación del hombre de la tutela que él mismo se ha impuesto. La tutela es la incapacidad del hombre de hacer uso de su entendimiento sin la dirección de otro. Esta tutela es autoimpuesta cuando su causa no reside en la falta de razón, sino en la falta de resolución y coraje para utilizarla sin la dirección de otro. ¡Sapere aude! «¡Ten coraje para usar tu propia razón!»: ese es el lema de la Ilustración.

Para comenzar a entender a Kant, por tanto, hay que atreverse a pensar… e ir poco a poco, empezando por comprender el objetivo de su colosal obra, que no es otro que el objetivo de cualquier filósofo, responder a estas tres preguntas: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? Estudio del conocimiento humano y sus límites y su relación con la naturaleza, elaboración de una ética, y análisis de la metafísica, lo que hay más allá de nuestro conocimiento… si es que hay algo.

El idealismo trascendental de Kant

Así se denominó a la teoría del conocimiento kantiano: idealismo porque se basa en las ideas que provienen del uso de la razón, y trascendental porque no se ocupa directamente de los objetos (los trasciende), sino de nuestro modo de conocerlos, de nuestra forma de pensarlos.

Todo nuestro conocimiento comienza con los sentidos, pasa luego al entendimiento y termina con la razón. No hay nada superior a la razón.

Kant pone las bases de su filosofía en la Crítica de la razón pura (1781) conciliando (y superando) la pugna entre racionalismo y empirismo. Si para los empiristas todo conocimiento se basa en la experiencia que marca el límite del mismo, para los racionalistas también existen ideas innatas que no proceden de la experiencia, las cuales permiten el conocimiento de lo que está más allá de cualquier experiencia posible.

El giro copernicano de Kant

Para resolver el conflicto entre empirismo y racionalismo, Kant acude a Copérnico, al que conocía bien ya que el filósofo alemán se ocupó de la física antes de “meterse” a filósofo.

Si Copérnico había hecho girar a la Tierra en torno al Sol (y no al revés), Kant ubica la razón en el centro del conocimiento, de forma que el objeto “gira en torno” al sujeto: su naturaleza no es independiente del sujeto, sino que somos nosotros quienes lo definen, al sentirlos, al entenderlos, al razonarlos.

Hasta Kant, el sujeto era pasivo en el acto del conocimiento pero el giro copernicano kantiano supone considerar al sujeto activo en el acto de conocer, de forma que el objeto, cuando es pensado, es regulado por el entendimiento.

Así, todo conocimiento exige la participación de dos elementos, el principio material externo al sujeto, y el principio formal que deriva del sujeto. De esta forma, el sujeto que conoce introduce ciertas formas, que no preexistiendo en la realidad, son imprescindibles para conocerlas. La forma sería pues el modo en el que nuestro razonamiento ordena y sistematiza los datos sensoriales a través de dos formas a priori: el espacio y el tiempo, las bases de la geometría y la matemática.

Con el giro copernicano, por tanto, ya no se puede hablar de condiciones del objeto en sí, sino de condiciones del objeto en relación con el sujeto, concepto que podría relacionarse también con el principio antrópico.

La capacidad de pensar el objeto de la intuición es, en cambio, el entendimiento. Ninguna de estas propiedades es preferible a la otra: sin sensibilidad, ningún objeto nos sería dado y, sin entendimiento, ninguno sería pensado. Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos, son ciegas. (…) Ni el entendimiento puede intuir nada, ni los sentidos pueden pensar nada. El conocimiento únicamente puede surgir de la unión de ambos.

Para el profesor de filosofía Javier Echegoyen, el idealismo trascendental que gira en torno a este postulado es la culminación del pensamiento moderno: “Toda la filosofía anterior a la modernidad, mantiene una concepción realista del mundo: los objetos, sus propiedades y relaciones existen independientemente de la experiencia que podamos tener de ellos. Pero con Kant aparece la concepción idealista: no sabemos cómo puede ser el mundo independientemente de nuestra experiencia de él; todo objeto del que tenemos experiencia ha quedado influido por la estructura de nuestro aparato cognoscitivo”.

La ética de Kant: atrévete a cumplir con tu deber

Ilustración de Kant - Pixabay
Ilustración de Kant – Pixabay

Si el ser humano pertenece a dos mundos, el fenoménico o reino de lo sensible, definido por la causalidad, el segundo está definido por las leyes de la ética, siendo el reino del noúmeno, la cosa-en-sí, el reino de los fines.

¿Y cuál es el fin, el destino del ser humano? Usar su razonamiento para decidir su comportamiento y, así, conocer la cosa-en-sí, aquello que no es posible comprender con el conocimiento sensible. Es la razón práctica, que no es otro “tipo” de razón, sino otra vertiente de la razón, su capacidad para determinar el deber.

La muerte del dogma es el nacimiento de la ética

Kant también revoluciona la ética al entregar al ser humano la completa autonomía sobre la elaboración de sus propias leyes morales: ni Dios, ni el Estado (con sus leyes) pueden socavar la libertad del razonamiento individual. Somos nosotros los que nos imponemos la ley, basándonos en nuestra voluntad y razonamiento. “Muy fuerte” para finales del siglo XVIII… o para cualquier época.

La ética de Kant es formal puesto que no tiene fines, “solo” se ocupa de cómo debemos actuar, criticando aquellas éticas fundadas en contenidos ya que afectan a la autonomía de la voluntad.

En las éticas prekantianas se determinaba lo que era el bien y el mal y, de ahí, se obtenía la ley moral. Kant, de nuevo, hace el camino inverso, un nuevo giro copernicano: primero el cómo, y luego el qué, sobre el que ya no será necesario reflexionar, porque el cómo responde todas las preguntas.

Y bien, ¿cómo debemos actuar? A través de las diferentes formulaciones del imperativo categórico, uno de los hallazgos filosóficos más rotundos (y comprensibles) de la filosofía kantiana.

  • Actúa solo según aquella máxima según la cual puedas querer que al mismo tiempo tu acto se convierta en ley universal. O, dicho de otra forma, actúa de modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una (supuesta) legislación universal.
  • Actúa de tal modo que trates a la humanidad como fin y no como medio.

Y esta es la tesis esencial de la ética kantiana que debería resolver cualquier dilema moral: ¿mi acto puede ser universalizable? Si la respuesta es sí, es ético, ese es tu deber, ese es el camino. Si la respuesta es dudosa, no es “categórica”, sigue buscando, ese no es el camino.

Si “usas” a las personas para conseguir un fin más “elevado”, aunque este sea, paradójicamente, una “salvación para la humanidad”, ese acto no es ético: mejor no salvar a nadie por esos medios, porque el fin, ya sabes, no justifica los medios.

Porque en el acto ético no debe haber un fin, según Kant, no busca salvarnos, conseguir el bien, actuar bondadosamente para que que nos digan lo “buenos” que somos.

Todo eso son imperativos (principios básicos objetivos que son válidos para todos) hipotéticos (instrumentales) que determinan a la voluntad para alcanzar determinados objetivos: “si quiero que confíen en mí, tendré que decir la verdad”, “si no quiero que me multen, tendré que respetar los límites de velocidad”, “si no quiero cartas negras en casa, no defraudaré a Hacienda”, “si no quiero que me digan que soy un cerdo, voy a recoger la caquita de mi perro”, “si quiero un chuche, voy a portarme bien”.

No están mal, es un comienzo, pero Kant nos dice que si aspiramos a una ética universal y necesaria (o una “legislación” universal) que nos convierta en sujetos morales autónomos capaces de alcanzar el conocimiento más elevado, la cosa-en-sí, ser verdaderamente libres y, tal vez, incluso, reflexionar sobre lo que está aún más allá, debemos aplicar los imperativos categóricos, vinculados a las categorías kantianas que hacen posible el entendimiento.

Es el rigorismo kantiano del deber por el deber: frente al “debes porque quieres” de la ética prekantiana, al “debes porque debes” kantiano.

La práctica del deber te hará libre

'El pensador' - Pixabay
‘El pensador’ – Pixabay

Para Kant, la libertad procede del ejercicio de la razón práctica, siendo definida como la capacidad de los seres racionales para determinarse a obrar según leyes que son dadas por su propia razón: como dice Echegoyen, libertad equivale pues a la autonomía de la voluntad para establecer su deber.

En este sentido, el ser humano adquiere conciencia de su libertad porque tiene conciencia del deber, por lo que la libertad es la autonomía que consiste en darnos la ley a nosotros mismos.

Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto: el cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí.

¿Y qué pasa cuando la “ley moral que hay en mí” choca contra la ley ciudadana establecida por un acuerdo más o menos democrático? ¿un acto puede ser legal e inmoral, y viceversa? Sí, puede serlo, ya que las leyes ciudadanas suelen ser imperativos hipotéticos elaborados para conseguir fines más o menos positivos para el conjunto de la ciudadanía.

¿Qué hacer entonces en caso de conflicto? ¿Respetar la ley ciudadana o respetar la ley individual? “Haz lo que debas“, respondería Kant (y Spike Lee).

Pero, cuidado, solo las leyes autónomas razonadas según el imperativo categórico merecen ser consideradas “éticas”, razón por la cual las leyes generales y las particulares, en mayor o menor medida, suelen coincidir… no siempre, pero suelen coincidir.

Kant y la fe racional

Si la faceta pura de la razón elaborada a base de juicios sintéticos a priori es la base del conocimiento científico de la física o las matemáticas y nos dice qué podemos conocer, y la faceta práctica, por su parte, nos indica qué debemos hacer, aún nos queda qué podemos esperar, cuál es el destino del ser humano. ¿Hay alguna respuesta “razonada” para esto?

Y es que existe una tendencia en el ser humano a usar la razón para elaborar juicios cada vez más generales, tratando de elevarse hacia el conocimiento de la cosa-en-sí. Para Kant, el error de la filosofía dogmática era usar las categorías del conocimiento para tratar de conocer realidades trascendentes, los noúmenos o cosas-en-sí que no se pueden conocer mediante la experiencia: alma, Dios… ya sabes.

El filósofo alemán se ocupa de esta ancestral tendencia del razonamiento humano en la dialéctica trascendental de su Crítica de la razón pura, tratando de estudiar la estructura de la razón y los argumentos dialécticos generados por el uso puro de la razón en su afán por captar lo incondicionado, lo metafísico, lo que está más allá de lo sensible.

Pero cuando la razón se asoma al abismo metafísico, cae en una serie de ilusiones y errores fruto de su limitación, son las llamadas antinomias, las contradicciones que surgen en nuestro razonamiento en sus intentos de concebir la naturaleza de la realidad trascendente.

Kant agrupa estas antinomias en cuatro: la finitud o no del mundo, la existencia o no de un ente simple indivisible, la existencia o no de la libertad, y la existencia o no de Dios.

Para abordar estas antinomias, Kant se saca de su ancha manga filosófica el concepto de Vernunftglaube, la fe racional, un concepto que turba tanto a la teología como a la ciencia… (lo cual ya es mucho), y debatido incesantemente desde entonces.

La fe racional pura no puede nunca transformarse en un saber mediante todos los datos naturales de la razón y la experiencia, porque, en este caso, el fundamento del asentimiento es solamente subjetivo; es decir, es una exigencia necesaria de la razón (y, mientras seamos hombres, siempre seguirá siéndolo) suponer tan sólo, no demostrar, la existencia de un ser supremo. (…) Una fe racional pura es, por tanto, la guía o brújula por la que el pensador especulativo puede orientarse en sus bordeamientos racionales en el campo de los objetos suprasensibles, pero por la que el hombre de razón común, aunque sana (moralmente), puede trazar su camino, tanto con propósito teórico como práctico, de un modo completamente adecuado al fin total de su destino.

Por lo tanto, Kant no trata de demostrar ni refutar la existencia de Dios (u otros conceptos o ideas suprasensibles como la inmortalidad del alma) sino que deja abierta la posibilidad de su existencia que no se puede certificar (ni refutar) desde el razonamiento.

Dicho de otra forma, como nuestro afán de conocimiento no tiene límites, y siendo consciente de que alguien le preguntaría sobre Dios en su filosofía, Kant incluye este concepto como corolario en su colosal obra: “al fin y al cabo soy Kant, el terror de la selectividad”, debió pensar, “no voy a dejar ni un solo cabo sin atar, chicos”.

Críticas (e influencia) de la filosofía de Kant

Tumba de Kant - Depositpohtos
Tumba de Kant en Kaliningrado – Depositphtos

Pero claro que dejó cabos sin atar, porque a pesar de que en ocasiones lo pareciese, Kant ni era perfecto ni una cosa-en-sí, ni tampoco fue inmune al paso del tiempo, especialmente a los avances en el campo de la ciencia: la geometría no euclidiana derrumbó el espacio como síntesis a priori como dijo Rolando García y la teoría de la relatividad también amenazó 150 años de kantismo.

Mientras aún hoy muchos filósofos siguen reivindicando, si bien no todos, muchos de los postulados de Kant, como la prestigiosa filósofa Christine Korsgaard que en su obra Actuar por una razón vuelve a la razón práctica que teorizó el filósofo alemán, muchos otros pensadores no tuvieron piedad con él.

Como los marxistas, que señalaron que el imperativo categórico “formal y abstracto”, “una especie de moral universal, que sirve supuestamente para todos los tiempos y para todas las clases”, indicaba la “debilidad práctica de los burgueses alemanes que separaban los principios teóricos de la ética de los intereses de clase”, “exigiendo lo imposible y que jamás llega por eso a nada real”.

Para Lévy-Bruhl, por su parte, la ética no es un concepto universal y necesario, sino un hecho social que depende de otros hechos sociales por lo que hay que estudiarlo como fenómeno empírico, reemplazando el sujeto abstracto de Kant por un individuo como una realidad concreta en un medio específico.

Y, en fin, estaban también todos aquellos que se burlaron de Kant por ser “un hombre que era todo pensamiento y nada de vida“. A lo que Kant hubiera respondido: ¿pero acaso hay más vida que el pensamiento?”.



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