Una ideología oscura, espiritualista, antihumanista, anticlásica, antinaturalista y casi antitodo que inspiró el primer estilo artístico moderno, antecedente del impresionismo, surrealismo y expresionismo en más de 300 años.
Con estos mimbres no puede extrañar que el manierismo se haya convertido en uno de los movimientos culturales más enigmáticos y apasionantes de la historia del arte que dio como resultado una filosofía que comparte caldo de cultivo con nuestro tiempo marcado por la inestabilidad, la incertidumbre y la desintegración.
El manierismo, el reverso tenebroso del Renacimiento
Muchos se han hartado de admirar durante medio milenio al “hombre del Renacimiento”, ese ideal humano definido por su racionalismo, intachable equilibrio y absoluta autoconfianza que consideraba el universo un dominio exclusivo del todopoderoso… ser humano. Los manieristas también se hartaron de él.
Y reaccionaron tratando de hacer volar por los aires buena parte de los pilares que sostenían la revolución científico-humanista del Renacimiento. Porque el mundo que veían a su alrededor (y en el interior de sus corazones heridos) poco se parecía a un cuadro del primer Rafael. Nada era perfecto, especialmente después del Saco de Roma que marcó un antes y un después en el centro del universo renacentista que encarnaba la ahora capital italiana.
Con la Reforma en el horizonte, con el movimiento católico reformista, con la invasión extranjera, con el sacco di Roma y toda la confusión que le sigue, con la preparación y el curso del Concilio de Trento, con la nueva orientación de las rutas comerciales, con la revolución de la economía en toda Europa y la crisis económica en el ámbito mediterráneo, comienza y se hace realidad la crisis, y en parte también, la disolución del humanismo en Italia.
El manierismo. La crisis del Renacimiento y el nacimiento del arte moderno. Arnold Hauser
Una reacción al clasicismo más ensimismado
Si unos bárbaros podían presentarse a las puertas del Vaticano y arrasar con todo, ¿qué sería lo siguiente? Si como dijo el historiador del arte y eminente especialista en el manierismo Arnold Hauser, la historia de Occidente es una historia de crisis, el manierismo es la cristalización de la crisis del clasicismo romano, esa efímera y “sutil cresta” que dominó el arte y el pensamiento en la capital cultural europea durante apenas un puñado de años.
Porque si a nivel artístico obras como La Expulsión de Heliodoro o La Transfiguración de Rafael o La conversión de San Pablo de Miguel Ángel (auténticos tótems del clasicismo que también fueron los primeros manieristas) ya anuncian que este estilo está agotado, a nivel conceptual el clasicismo se agrieta porque los pensadores de la época comprendieron que aquello no era más que un ideal soñado, una ficción que no podía durar en un mundo que se hacía pedazos
Tras el Saco de Roma y el ambiente de catástrofe que se instaló en Italia y se expandiría por todo Occidente “la ficción del equilibrio y la estabilidad que encarnaban el clasicismo ya no se podían sostener”.
Había terminado el sueño renacentista de un idilio de los dioses en la tierra; la humanidad occidental experimenta una «tremenda perturbación»; el universo que se habían edificado la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento se viene abajo.
Y entonces llegaron ellos, los manieristas, que respondieron a la soberbia clasicista con una postura paradójicamente altiva: “¿queréis arrogancia? Pues ahora veréis”. Como el joven rebelde que se revuelve contra la autoridad patriarcal haciendo todo lo contrario a lo que se les exige, a veces en plan suicida, el manierista repudió con vehemencia todo lo que habían construido sus antecesores hasta transformarse en un apóstata del clasicismo.
La autodestructiva rebeldía del manierismo
El término “manierismo” deriva de maniera, estilo, “pintar a la manera de” tal como la definió Vasari, famoso cronista del Renacimiento. Pese a ello, con el tiempo, los historiadores terminaron por quedarse con otro matiz vinculado a este movimiento cultural: el amaneramiento, el exceso, la pretenciosidad, adjetivos que arrastró el manierismo durante siglos, mientras era ridiculizado y censurado, especialmente en las etapas más “equilibradas” de la historia del arte posterior.
Pero es evidente que la maniera manierista es amanerada (valgan las redundancias), excesiva y pretenciosa en no pocas ocasiones, lo cual, sin duda, sedujo a los movimientos artísticos contemporáneos, la rebeldía vanguardista que llegaría muchos años más tarde y que redescubrió el manierismo como un movimiento de reacción revolucionaria, al menos a nivel formal y conceptual.
Porque si bien los manieristas comenzaron copiando literalmente la maniera de los grandes artistas precedentes, pronto se alejaron de ella, distorsionando sus principales rasgos, desde la unidad espacial a la precisión anatómica, desde el equilibrio compositivo al rigor naturalista: “las fórmulas de equilibrio sin tensión del arte clásico ya no bastan”, dice Hauser a este respecto.
Y así comienzan a revertir buena parte de los valores de sus antecesores, “sustituyendo la normalidad suprapersonal por rasgos más sugestivos y subjetivos”: de una espiritualidad desatada al intelectualismo extremado coqueteando con “lo bizarro y lo abstruso” construyendo torres de marfil de autocomplacencia en los que aislarse de un mundo que se desvanecía: el intelectual manierista se envuelve en su erudición para soportar la decadencia de su alrededor que termina por conquistar también su obra… y, a larga, derribar los cimientos de sus torres aún más frágiles que las de sus antecesores.
Pero, mientras tanto, el manierismo rompe con el naturalismo, el antropocentrismo y el humanismo del clasicismo formulando nuevos principios formales y conceptuales que se plasman en obras que poco tienen que ver con las del venerado (y para ellos envarado) Quattrocento. Hauser define de forma brillantemente lapidaria la obra de arte manierista en este párrafo que sintetiza este movimiento:
La obra de arte manierista es siempre un alarde de habilidad, un logro audaz, un espectáculo ofrecido por un prestidigitador. Es un castillo de fuegos artificiales del que brotan chispas y colores; decisivo para el efecto que se persigue es la oposición contra todo lo meramente instintivo, la protesta contra todo lo puramente racional e ingenuamente natural, la acentuación de lo oculto, problemático y ambiguo, la exageración de lo particular, lo cual, por medio de esta exageración, alude a su opuesto, a lo que falta en la obra: a la extremosidad de la belleza, que, demasiado bella, se hace irreal; de la fuerza, que, demasiado fuerte, se hace acrobática; del contenido, que, sobrecargado, deja de decirnos algo; de la forma que, independiente, se hace vacía.
Así, según Hauser, el manierismo se erige en el primer estilo privado de ingenuidad, la primera orientación estilística moderna, la primera que está ligada a un problema cultural y que estima que la relación entre tradición e innovación ha de resolverse por medio de la inteligencia.
Si el gótico dio el primer gran paso en la evolución del arte expresivo moderno, el segundo lo dio el manierismo “con la disolución del objetivismo renacentista, la acentuación del punto de vista personal del artista y la experiencia personal del espectador”.
La filosofía antihumanista del manierismo: todo es mentira
Más allá de la expresión artística, el manierismo encarna una ruptura filosófica con el periodo precedente definido por su humanismo, entendido este como el movimiento que priorizó la razón sobre la fe y se interesó por el concepto del hombre como centro del universo.
Así, el carácter antihumanista del manierismo supone la destrucción de la fe en el hombre y sus mantras clásicos: no hay equilibrio posible entre razón y fe, entre religión y derecho, entre alma y cuerpo, entre espíritu y materia. Y la coincidencia del orden divino con el humano es una inverosímil quimera.
O dicho de otra forma, todo es mentira, no hay armonía posible en un mundo entregado al caos: el Renacimiento y sus valores son pura ficción, un ideal ingenuo cándidamente desconectado de la realidad.
Según Hauser, la clave para el entendimiento del mundo mental del manierismo se encuentra en la idea que muchos años más tarde difundió Kierkegaard, uno de los padres del existencialismo, de que el pensamiento abstracto y sistemático no tiene nada que ver con nuestra existencia real.
Los artistas y escritores del manierismo no sólo tenían conciencia de las contradicciones insolubles de la vida, sino que las acentuaban e incluso las agudizaban; preferían aferrarse a estas contradicciones irritantes que ocultarlas o silenciarlas. La fascinación que ejercían en ellos lo contradictorio y lo equívoco de todas las cosas era tan intensa, que convirtieron en fórmula fundamental de su arte la paradoja, con la cual aislaban en una especie de cultivo puro la contradicción.
Sabían, en fin, que con su actitud contradictoria y paradójica no se podía ir muy lejos, pero, eso sí, “moriremos con las botas puestas”.
El fin del manierismo y la llegada del Barroco
Al igual que los jóvenes rebeldes se oponen a sus padres por inercia, pero al menos en privado no dejan de quererlos (y admirarlos, ¡quién no puede admirar a Miguel Ángel y compañía!), los manieristas nunca dejaron de mirar de reojo a sus padres espirituales, primero para copiarlos en su fase formativa, y luego para distorsionar lo aprendido cuando consideraron que sus valores eran ficticios y censurables.
Ciertamente, el carácter paradójico del manierismo, reafirmado por sus propios protagonistas en un alarde de petulante ironía, pero también quizás autoparodia, encerraba el principio de su fin que no tardaría en llegar, no sin antes derrumbar el mito del Renacimiento, por supuesto.
Y entonces llega el Barroco, un estilo popular (y a menudo populista) potenciado por la propaganda de la Contrarreforma católica que miraba con rencor al manierismo por haberse desligado de la misión divina (y pedagógica) del arte y haberse entregado por primera vez en la historia al arte por el arte.
Los manieristas no sintieron que debían transmitir ningún mensaje más allá del que su arte demandaba, pero esta altanera (y autodestrutiva) independencia estaba condenada al fracaso una vez que las instituciones religiosas recuperan el control y el papel del arte como difusor de su ideología.
Es el final del manierismo que se diluye en el triunfante y apabullante Barroco, ofreciendo, no obstante, diversas soluciones formales (y filosóficas) que influirían en grandes artistas de las épocas posteriores, a pesar de que el manierismo como movimiento cayó en desgracia.
Hasta que, muchos siglos más tarde, en plena reacción contra el academicismo artístico, se suceden una serie de movimiento radicalmente reactivos, independientes, formalmente revolucionarios e irrenunciablemente personales que recuperan los valores del manierismo.
Y es que sin aquellos contradictorios arrogantes que destruyeron el Renacimiento probablemente no hubiéramos tenido impresionistas, ni surrealistas ni expresionistas. Solo hay que observar una obra de El Greco, probablemente el genio manierista más grande de la historia, para comprobar que aquel oscuro, extraño y paradójico movimiento posclásico tuvo una inmensa trascendencia siendo, aún hoy, un periodo apasionante que despierta controversia, debate y fascinación.
Porque, al fin y al cabo, la historia nos ha demostrado que el progreso (o lo que sea que hagamos en el mundo) es un permanente diálogo, (a veces a gritos, eso sí), entre tradición y modernidad, estabilidad e innovación, serenidad y rabia, paz y revolución, armonía y caos: es decir, entre nuestra faceta más clásica (y brillantemente equilibrada) y nuestra faceta más manierista (y adorablemente perturbada).