Samanta Hudson en modo Panero. Si el poeta dijo aquello de que el fracaso era la más resplandeciente de las victorias, la cantante y actriz dijo que abrazar el fracaso te convierte en una triunfadora, en una revolucionaria. Y Samantha Hudson en modo Kipling. Si el Premio Nobel llamó al fracaso y al éxito, “dos impostores”, Hudson recordó que “si nos pasa una desgracia, si no tenemos suerte, no es porque no nos hayamos esforzado”.
La artista leonesa remató su poético y premionobelesco alegato certificando lo que todos sabemos, incluso entre sus defensores acérrimos: “La meritocracia no existe. No el que más se esfuerza mejor le salen las cosas”. Pero, al parecer, hubo polémica. Y es que no deja de ser polémico decir unas cuantas verdades que atentan contra el statu quo. Y hasta te pueden condenar por ello. Que se lo digan a Jesucristo. ¿Estamos comparando a Samantha Hudson con Jesucristo? Vamos con la meritocracia, que merece unas aclaraciones.
A favor de la meritocracia: el tiempo pone a cada uno en su sitio
El gobierno de los mejores, el gobierno de los merecedores, el poder para quien se lo trabaja, etc. Otra forma más de jerarquía que surge tras la caída del Antiguo Régimen, cuando los privilegios eran marcados por el nacimiento.
Una vez que la burguesía se hace consciente de que con dinero se alcanza el poder —aunque también suceda al revés, por supuesto— comienza a elaborarse la teoría de la meritocracia que, como la mayoría de las teorías, suena bastante bien sobre el papel: las recompensas económicas y los puestos de responsabilidad han de asignarse en función de los méritos individuales.
En este sentido, se entiende que si se asienta el principio de no discriminación (por nacimiento, género, raza, religión, etc.) y la igualdad de oportunidades, el esfuerzo y la responsabilidad individual determinarán el mérito, y el mérito determinará el éxito o el fracaso. Y los privilegios que se obtengan en caso de “éxito”.
Pero una vez que se pone en práctica la teoría comienzan los problemas y la mezcla de conceptos que poco tienen que ver teniendo como resultado un nuevo sistema de organización social que perpetúa las desigualdades, los privilegios… y la furia de los parias a los cuales les queda eso de que el tiempo pone a cada uno en su sitio, que viene a ser como creer en el destino, el karma y la justicia divina.
En contra de la meritocracia: la desigualdad ‘justa’
Si la meritocracia funcionase moderadamente bien no tendríamos los datos de movilidad social que muestran los estudios que abordan la meritocracia desde una óptica crítica. España, por ejemplo, está en la cima en la lista de inmovilismo social, mostrando una estrecha relación entre clase social de origen y de destino.
Es decir, los privilegios de nacer en determinado contexto socioeconómico familiar no garantizan mantener esos privilegios en el futuro, pero ayudan mucho. Lo que todos sabemos, aunque no tengamos ninguna estadística a mano.
Y es que la tesis que vertebra la meritocracia —el esfuerzo individual marca el mérito, el cual define el éxito y conduce a los privilegios socioeconómicos— no funciona porque “el esfuerzo solo explica una parte de las desigualdades actuales: gran parte de ellas se deben a circunstancias que escapan de nuestro control”.
El estudio de Future Policy Lab habla, en este sentido, de lotería social, que se unen a la lotería genética y a la lotería del reconocimiento social para justificar las diferentes tesis contra la meritocracia. Tal vez el término “lotería” —acuñado por el filósofo John Rawls— no sea del todo afortunado para definir las diferencias sociales y genéticas, pero es evidente que la suerte (que aún suena peor) influye en el desarrollo vital de una persona y en sus oportunidades y capacidades para progresar.
Pese a ello, la meritocracia ha logrado, al menos en parte, convertirse en la noción popular de justicia social —a cada cual según sus méritos, a cada cual según su esfuerzo, a cada cual según su grado de responsabilidad individual— logrando “la asunción de que el (desigual) éxito en la competición se debe únicamente a los (desiguales) méritos individuales: o, dicho de otro modo, la desigualdad justa.
Y ese es el sueño meritocrático de los privilegiados y las castas, que los parias asuman que si no consiguen progresar ni tener “éxito” socioeconómico es porque no se han esforzado lo suficiente, que no han tenido un elevado grado de responsabilidad, que no han hecho mérito para ello: “hay igualdad de oportunidades ¿no?, pues habértelo currado más. No todos somos iguales, no vamos a darle a todos lo mismo… eso sería injusto”.
¿Mercado o Estado como tribunal de los méritos?
Dice el estudio de Future Policy Lab que, en una meritocracia, el rol del Estado se limita a igualar la competición en el punto de partida. Y que, a partir de ese momento, es el mercado el que se convierte en la institución social encargada de asignar las distintas habilidades productivas de los ciudadanos a los diversos empleos y puesto de responsabilidad disponibles.
Seguro que habrás oído hablar muchas veces de que tal o cual deportista gana mucho dinero porque lo “produce”. Es el mercado el que está marcando los méritos, el esfuerzo y la responsabilidad individual de ese deportista. ¿Ha hecho más méritos, se ha esforzado más, y ha tenido más responsabilidad individual Messi que cualquier jugador de Tercera División? ¿Son razones suficientes la genialidad del futbolista argentino y el dinero que genera a su alrededor para justificar la diferencia de privilegios socioeconómicos con respecto al futbolista anónimo de Tercera?
En un contexto meritocrático en el que el mercado es el tribunal que analiza los méritos, como el que analiza a un estudiante en una oposición, se normaliza la desigualdad “justa”, aunque esta sea desmesurada.
Pero, ¿qué pasa si dejamos a Messi y su incuestionable genialidad a un lado, y hablamos de tu jefe, o del CEO de tu empresa, o el presidente del banco donde tienes tus ingresos, o del coordinador del partido?
¿Son todos ellos tan geniales, han hecho tantos méritos, han sido tan responsables y se han esforzado tanto para ganar mucho más que tú, para tener esos privilegios que tienen, para tener tanto poder como tienen? ¿Es esa también una desigualdad justa? El mercado dice que “producen” más que tú, y por obra y gracia de la meritocracia, han de jugar en otra liga a la que tú no tienes acceso. ¿Pero es eso cierto?, ¿producen tanto más que tú para quintuplicar tu sueldo?
Muy bien, y si el mercado no debe ser tribunal de nada, y mucho menos del esfuerzo, ¿a quién acudimos para que nos juzgue? Future Policy Lab propone al Estado que, “desde el punto de vista práctico-institucional, juega un papel fundamental en ello, al ser el único que puede asegurar la igualdad de oportunidades sustantiva de manera eficaz”.
Esta igualdad de oportunidades sustantiva, según los investigadores del estudio, “debe promover políticas que aspiren a una movilidad social (cuasi) perfecta, pero también a sociedades que combinen una baja desigualdad económica y una elevada igualdad de oportunidades”.
Como buena parte de las teorías, sobre el papel suena bien, pero, en la práctica, una élite, a menudo cuestionable, también maneja el Estado: “el acceso a esos cuerpos de la Administración (la judicatura, la abogacía del Estado, los técnicos comerciales, el cuerpo diplomático o la Administración Civil del Estado) influye no solo en la pertenencia a la élite administrativa, también a la élite empresarial (a través del uso sistemático de excedencias) y la élite política (a través de servicios especiales y excedencias)”.
De tal forma que existen estudios citados por Future Privacy Lab que afirman que tener apellidos compuestos aumenta significativamente la probabilidad de aprobar exámenes de acceso: un buen resumen del “estado” de la cuestión a día de hoy.
‘Entonces, ¿para qué esforzarse?’: no caigas en las trampas de la meritocracia
Mientras intentamos avanzar en la buena dirección sociopolítica para lograr reducir las desigualdades, que nunca son “justas”, sobre todo para los que más las sufren, ¿qué podemos hacer a nivel individual frente a los equívocos de la meritocracia? Pues justamente no caer en sus trampas. La primera, el esfuerzo.
El esfuerzo tiene premio, pero no es (solo) ese que tú crees
Te harán creer que esforzarse no sirve de nada, porque ya “está todo el pescado vendido” como dijo Jack Black, en su inolvidable alegato de Escuela de Rock: “Renuncia, ríndete, porque en esta vida no puedes ganar, sí puedes intentarlo, pero solo perderás el tiempo, porque todo está gobernado por «ellos» (…) que están en todas partes (…) pero ellos también arruinaron el rock and roll con la MTV, (…) así que no perdáis el tiempo tratando de hacer algo interesante, o puro o increíble porque vendrán ellos y simplemente te llamarán gordo fracasado y aplastarán tu alma”.
Por supuesto, Jack Black se repone y monta una banda de rock en su clase y todos viven su catarsis creativa triunfando ante “ellos”. La realidad es un poco diferente a la que aparece en esta película, pero en esencia el camino es el mismo.
Porque el esfuerzo individual tiene premio, claro que lo tiene, faltaría más: la autorrealización. Haz la prueba. Selecciona algo que te guste mucho hacer. ¿Lo haces esforzándote al máximo, al máximo que tú puedes dar? ¿Conoces otro camino que no sea el esfuerzo para hacer las cosas “bien”?
Que no te engañen, el esfuerzo merece siempre la pena, porque no hay más camino que ese. Pero que no te impongan el grado de esfuerzo desde fuera y en aspectos en los que tú no consideres que debes esforzarte: debes ser tú mismo el que infieras que esforzarse es algo satisfactorio y productivo y que es la única forma de lograr la autorrealización. Porque si a nivel social buscamos un tribunal justo que decida los méritos y cuantifique los esfuerzos, a nivel individual el único tribunal justo eres tú.
Ahora bien, la autorrealización no es sinónimo de éxito, ni de dinero ni de prestigio social. Incluso puede ser sinónimo de fracaso… de fracaso social, porque lo que tú concibes como la apoteosis de la autorrealización puede que no sea productivo según dicta el mercado. Por lo tanto, para “ellos” eres un “fracasado”, pero para ti, eres un triunfador. Y eso es lo que importa, al menos a nivel psicológico, a nivel de salud mental.
No te resignes, pero sé tu mayor crítico: no todo es culpa del mercado, asume tu responsabilidad
Recuerdo una entrevista de trabajo cuando la entrevistadora me preguntó cómo motivaría a los alumnos si no lograban aprobar la oposición: “hay vida más allá del funcionariado, la vida es mucho más que una oposición”. La entrevistadora abrió mucho los ojos, sonrió tímidamente y cerró mentalmente mi candidatura.
Decir que no hay que resignarse nunca jamás en la vida es ridículo ya que, en determinadas circunstancias, la renuncia es la mejor decisión personal. Pero nunca debemos renunciar sin haberlo intentado “con todo nuestro esfuerzo”.
Pero, para lograr la verdadera autorrealización personal, el mayor de los triunfos (no sociales), deberás ser tu mayor crítico. Pero de verdad: eso supone hacer un gran esfuerzo (otra vez el esfuerzo) por no caer en la autocomplacencia.
Porque no todo es culpa del mercado: a veces, es culpa nuestra porque no hemos hecho las cosas bien. Que las trampas de la meritocracia, incluso del Estado, no te desvíen de asumir tu responsabilidad individual, que es fundamental a todos los niveles. Y si no, vuelve a echar un vistazo al experimento de Milgram.
El éxito y el fracaso, esos dos impostores
Cuando Rafa Nadal saltaba a la pista central de Wimbledon leía esos versos del poema If de Kipling en los que se tildaba de impostores al triunfo y la derrota, al éxito y al fracaso. Siempre hemos pensado, en este sentido, que para unos niños que están aprendiendo a moverse en esta sociedad marcada por la impostura, no les vendría mal conocer antes la historia de Carlos Boluda que la de Rafa Nadal.
Así entenderían, realmente, los peligros de que los “triunfadores” sean incuestionables referencias sociales poniendo la alfombra roja a las depresiones y los problemas de salud mental por no lograr ganar tantos Grand Slams como tu ídolo, por creer en ese impostor llamado “éxito” como el único objetivo vital.
No, niños, la referencia debe ser Boluda, un chico que no pudo “triunfar” a pesar de su talento. Pero la vida sigue, porque el fracaso es la más resplandeciente victoria, que dijo Panero. ¿O fue Samantha Hudson?