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El aleteo de las cejas de Fernando Simón en la Moncloa podría provocar un huracán al otro lado del mundo, que viene siendo este, reducido desde hace un mes y medio a los metros cuadrados de superficie útil de nuestros hogares. Sin embargo, su ceño no se frunce y permanece inmutable sobre las cuencas de sus ojos, a juego con las caracolas grises enroscadas en su pelo. El emisario de la pandemia, pues alguien debe ponerle voz a los efectos de la enfermedad, responde pacientemente a las preguntas de la prensa, hasta que alguien cuestiona la disminución de los fallecimientos. El epidemiólogo encoge los hombros, muestra las palmas y deja que responda la evidencia: "Llevamos cinco semanas aislados".
Simón aparece cada mañana en la ventana situada frente a nuestro sofá. Viste jersey de punto, valga la redundancia, y parece que el habla se le ha ido rasgando con los meses, como a un flamenco viejo. No obstante, este médico zaragozano de 59 años ya se expresaba así antes de que comenzase a dar el parte del coronavirus: un timbre afónico y agudo, ronco y aflautado, que desglosa las cifras de altas y bajas, de vivos y muertos. Parece que siempre ha estado ahí, como Santiago Pemán, el hombre del tiempo de la TVG que durante dos décadas nos advirtió de las nubes y claros con posibilidad de chubascos.
Un pronóstico aplicable al director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, pues al principio no se percató de la presencia de nimbos y luego terminó cayéndole un chaparrón. Lloviese o no, siempre se ha mojado. Su naturalidad ante el micrófono le ha llevado a difundir algún detalle inoportuno, a reírse sanamente tras una ráfaga de flashes que inmortalizaban sus aspavientos o a comunicar con un lenguaje coloquial y sencillo —como él mismo— la evolución de un mal desconocido cuyos destrozos nadie habría previsto.
El 31 de enero, cuando Wuhan solo eran cinco letras, afirmó que creía que en España apenas se diagnosticaría algún caso. Pese a su acostumbrada prudencia, la hemeroteca no perdona: "Esperemos que no haya transmisión local. Si la hay, será muy limitada y controlada". Ahora es fácil echarle en cara que el país se haya cubierto de nubarrones, cuando hasta el cerillero se cree que sabe más que el experto —o el pirómano más que el bombero—, pero en las primeras semanas sus comparecencias irradiaban tranquilidad y sosiego ante la incertidumbre y el miedo.
Simón nos ofrecía la calma antes de la tormenta, cuando Alejandro Sanz lo había cantado al revés: después de la tormenta siempre llega la calma. No obstante, al igual que sucede con las crisis económicas, los sabelotodo emponzoñaron la misma pantalla por la que hasta hoy se nos aparecía él para advertirnos de que ellos, efectivamente, no lo sabían todo. No es ningún consuelo que algunos de sus referentes ideológicos, en otras latitudes, hayan reaccionado tarde o mal, porque aquí cuando interesa se politizan hasta los muertos.
Precisamente, el rostro sanitario del comité técnico de seguimiento de la pandemia del coronavirus fue elegido como la voz del Gobierno —aunque en su caso podría considerarse del Estado— por su falta de sesgo político, porque su intachable currículo nos indica que fue la ministra conservadora Ana Pastor quien en 2003 se lo trajo a España para dirigir el Centro Nacional de Epidemiología y coordinar la Unidad de Alerta y Respuesta Sanitaria, precedente del organismo que lidera actualmente. Durante este periodo, se ha mantenido en el cargo con cuatro presidentes y doce ministros de diferente signo.
Su experiencia lo avalaba: licenciado en Medicina por la Universidad de Zaragoza y especializado en epidemiología por Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, este trabajador incansable desempeñó su profesión en Aragón antes de hacerlo en África, de donde regresó tras el encargo de la titular de Sanidad durante el último mandato de José María Aznar. Y fue precisamente la impericia de otra ministra popular durante la gestión de la crisis del ébola la que lo situó a él ante el micrófono, algo que no debería extrañar, pues Ana Mato no era capaz de distinguir un tigre de un jaguar.
Desde entonces, ha sido el portavoz que le ha plantado cara a la gripe A, al zika o la listeriosis. Más que de escudero del Gobierno, ha ejercido de escudo, amortiguando las embestidas de estas enfermedades en el Ejecutivo de turno. Sin aspiraciones de medrar en política y consciente del riesgo de abolladura, máxime cuando una pandemia es nueva y su impacto, desconocido. Los mismos que lo usaron para protegerse, ahora cargan contra él e incluso piden su cabeza. Sus rostros son distintos, pero responden a los mismos intereses que sus antecesores, si bien las acometidas se producen desde varios frentes.
Estaba ahí para espantar el temor, acallar la alarma y evitar el catastrofismo, aunque eso lo llevaría a ser acusado de negacionista. Su rostro afable, su mensaje serio y su eficacia probada chocaron contra un virus extraño que se reveló como letal, de ahí sus errores en diferido, valga la expresión popular. Fernando Simón era un ciego que se adentraba en el claro, igual que ahora los iluminados se regodean la oscuridad. Lógicamente, ha cometido errores —tanto él como el comité técnico y el Gobierno—, su espontaneidad le jugó alguna mala pasada —no se ciñe al guion de un discurso enlatado— y tuvo que rectificar algunas medidas por absurdas —permitir la salida de niños a los supermercados—, pero quieren hacerle pagar hasta el confinamiento de la ciudadanía en aras de la libertad.
El precio ha sido caro: él mismo resultó contagiado el 30 de marzo y debió permanecer en cuarentena domiciliaria durante dos semanas. Cuando llevaba varios días jornadas cuenta de la evolución del coronavirus, los políticos han decidido suprimir las comparecencias diarias y reformular las ruedas de prensa, por lo que ya no lo veremos tan a menudo dar consejos con sus maneras llanas y pedagógicas ni desmentir los rumores, bulos y fake news. Una dosificación de su carácter calmo, su discurso templado, su confinidad catódica y su mensaje pacífico esquivando los proyectiles de la terminología bélica que se ha impuesto.
Blanco de ataques incesantes y sometido a una gran presión, cometió fallos más que comprensibles. La historia se encargará de juzgar algunos otros: ¿subestimó la pandemia?, ¿reaccionó tarde?, ¿ofreció datos que no se correspondían con la realidad, como los test que según él se realizaban a los colegas de los sanitarios que dieron positivo? Sin embargo, si fuese imparcial, también debería subir al estrado a los aprendices de verdugo, quienes han llegado a criticar hasta su vestimenta, como si un profesional prestigioso y solvente precisase ajustarse el nudo de la corbata para desempeñar mejor su labor.
Al igual que el color de su cabello hace juego con el de sus iris, el cansancio reflejado en sus ojeras acompaña el desgaste sufrido como imagen del Gobierno, aunque muchos echarán de menos su sosegada vacuna contra la inquietud y la histeria. Con sus cejas impertérritas ante las preguntas que cuestionaban unos datos que infundían esperanza achicaba el efecto mariposa o la teoría del caos. "La explicación es obvia y, de hecho, le agradezco que nos permita poner en valor el esfuerzo que hemos hecho todos los españoles durante cinco semanas", respondía educadamente tras disculpar el interrogante.
Hemos conseguido reducir los contactos que suponen una transmisión. Si no estuviéramos viendo esto, es cuando nos tendríamos que sorprender, insistía Simón el lunes, al tiempo que hacía una llamada a la población para que no se relajase a partir de entonces y echase a perder el esfuerzo y el sacrificio realizados. "Pensar que esto que hemos hecho no iba a servir para nada... Hemos de ser sensatos. Las medidas de salud pública que se ponen pueden ser duras, pueden ser difíciles, a veces incluso pueden no entenderse, pero están bien pensadas y bien valoradas [...]. Lo estamos consiguiendo, no lo tiremos ahora por tierra".
Cuando regrese al futuro y todo esto quede atrás, quizás le gustaría viajar al pasado, como Doc al volante de su DeLorean, aunque él prefiera las motos. No cabe duda de que su modestia y humildad le llevarían a corregir ciertas intervenciones, enmendar los fallos y prevenir el mayor número de fallecimientos posible, aunque seguramente pasaría por alto algunos detalles que lo honran, como asumir en público errores ajenos como si fuesen propios.
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