El cura que mandaba en la columna Durruti
La deportación de las milicianas y el saqueo de Lleida
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ZARAGOZA .- “¿Qué prefieres? ¿Irte a casa o quedarte en la columna?”. Estas palabras del Buenaventura Durruti a Jesús Arnal en Bujaraloz (Zaragoza) iniciaron en el verano de 1936 una de las historias más paradójicas de la guerra civil: la del cura que, tras salvar el pellejo por aclamación de los libertarios de su pueblo –Candasnos- en un juicio popular se convirtió en protegido y hombre de confianza del líder anarquista, además de pasar a ser el responsable de la intendencia de sus tropas.
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Arnal, fallecido en 1971, siempre rechazó dos de los apodos con los que era conocido, el de “cura rojo” y el de “secretario de Durruti”. Años después de la guerra sostenía que “nunca estuve a favor del anarquismo” e insistía en que “era sólo un escribiente en el despacho de la columna”. Sin embargo, siempre mostró su respeto por el jefe libertario: “Era un hombre justo, y si alguien dice que fue un asesino y un ladrón, es un calumniador”.
La sublevación franquista sorprendió a Arnal en Aguinaliu, un pequeño pueblo del prepirineo oscense donde llevaba unos meses como párroco. Una peripecia de varias semanas le llevó hasta Candasnos, donde, tras esconderse en la casa de su familia, fue detenido y puesto a disposición del comité de defensa local, que dirigía su amigo Timoteo Callén. Este, tras evitar que un grupo de milicianos paseara al cura, organizó el apresurado juicio público en el que fue absuelto: una asamblea vecinal frente al ayuntamiento, en cuyo balcón se encontraban él y el reo.
La deportación de las milicianas y el saqueo de Lleida
Tuvo éxito en ambas, aunque el de la primera resultó efímero: “La orden se cumplió al pie de la letra, pero fue un fracaso. No habían pasado quince días cuando volvieron a aparecer mujeres en las centurias, quizás las mismas que habíamos pasaportado”, señala él mismo en Yo fui secretario de Durruti (Mira Editores, 1995), la versión revisada de su autobiografía póstuma Por qué fui secretario de Durruti, publicada en 1972 en Andorra.
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Una columna con autonomía económica
También recuerdan sus aptitudes para el comercio, que mantenía años después de la guerra –vecinos de la zona lo vinculan con algunas actividades estraperlistas- y que ya había cultivado durante la contienda. De hecho, la columna Durruti, en cuyo centro de mando se encontraba, logró la autonomía económica con un sencillo sistema: compraban en los pueblos de Los Monegros y La Hoya al precio de mercado el cereal que revendían poco después en la zona levantina, donde cotizaba al alza por su escasez. “Los camiones regresaban con frutas y verduras y con dinero suficiente para comprar más trigo”, y otros artículos como ropa o tabaco, relató a Enzesberger.
“Me quedé anonadado, pues acababa de perder no solo a un amigo, sino también un decidido protector, único apoyo real con que contaba"
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Su relación con Durruti fue breve. Se conocieron a finales de julio o primeros de agosto de 1936 y el líder libertario moría apenas tres meses y medio después en Madrid. “Me quedé anonadado, pues acababa de perder no solo a un amigo, sino también un decidido protector, único apoyo real con que contaba” en la columna, relata en sus memorias, en las que explica que no fue a su funeral en Barcelona y en las que da por buena la versión oficial del fusil naranjero que se disparó de manera accidental.
La volátil amenaza de Queipo y el encuentro sin testigos con tres maquis
Tras cruzar a Francia por Catalunya fue conducido a Hendaya, pasó unos días en un campo de prisioneros en Irún y fue trasladado a Pamplona, donde en unas semanas, tras la mediación de la familia Jandín, con la que estaba emparentado, salía del campo de La Merced y quedaba limpio.
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El viento se había llevado, en solo unos meses, las inquietantes palabras que le había dedicado en una de sus homilías radiofónicas nada menos que el sanguinario general golpista Queipo de Llano: “Sabemos que en la Columna Durruti hay un curita. El sabrá por qué está allí. Nosotros se lo perdonamos todo, menos que opine en asuntos de guerra”. Los sublevados sabían, cuando menos, donde estaba durante la guerra.