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Cristóbal Soriano, el republicano 43564 de Mauthausen

La deportación

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Soriano (centro), en el homenaje recibido ayer, en el Día Nacional de Francia.

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MADRID.- “Aprendí los números a palos. El castigo más suave eran 25. Y mientras te azotaban te obligaban a ir contando los golpes –‘ein, zwei, drei, vier, fünf…’. Si te equivocabas volvían a empezar. Y así, a palos, es como yo aprendí a contar”. También otro número. La siniestra cifra que no ha borrado la irreductible sonrisa de este catalán de 96 años. El 43.564. El número de prisionero que Cristóbal Soriano llevó cinco años bordado en la solapa de su pijama de rayas del campo de exterminio de Mauthaussen.

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Recuerda su infancia en el barrio de la Barceloneta como la de “un chico de la calle”, un chaval feliz que disfrutaba jugando entre los muelles en los que hoy se levanta el Puerto Olímpico. Su padre, marino de un transatlántico, pasaba media vida transportando emigrantes a América. Así que con 12 años, Tófol dejo la escuela para contribuir al sostenimiento de una familia numerosa como aprendiz de don Arturo, un sastre de Barcelona.

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Preso 43564, el trozo de tela que Soriano llevaba cosido a la solapa.

Lo que les esperaba era otra afrenta: la del maltrato galo en los campos de refugiados de Argeles, Saint-Cyprien y Gurs. “¡Uh –prolonga la vocal en la exclamación- eso es otra gran historia! Sufrimos mucho, pasamos hambre, dormíamos en la playa, sin barracones ni nada, custodiados por moros y negros franceses. El que tenía dinero podía comprar, y el que no lo tenía, como yo…”. 

La deportación

“El 23 de noviembre de 1940 a José y a mí nos deportaron a Mauthausen. José no podía trabajar por su herida y lo enviaron a Gusen, ¡que era mucho peor! A mí me dieron mi número y me pusieron a trabajar en la cantera. Había 186 escalones. Por la mañana los bajábamos bien. Pero por la noche… Por la noche teníamos que subirlos cargados con enormes piedras para la construcción del muro del campo. Era invierno. Cuando subíamos, las SS nos daban puntapiés para que cayéramos. Y entonces caían todos los que venían detrás”.

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Escalera de la cantera de Mauthausen. FNDIRP

“Muchos morían en la caída. Y los que quedaban malheridos eran asesinados con inyecciones de gasolina, duchas de agua fría o gas, o simplemente a palos”, prosigue Tófol, que pasó meses bajando y subiendo aquellos peldaños. Hasta que, en un extraordinario gesto de bravura y amor, se ofreció voluntario para que lo mandaran a Gusen para cuidar de su hermano. El gesto le sirvió de poco.

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