Opinión
Porno, placer y peligro
Por Octavio Salazar Benítez
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba y miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional
Cuando echo la vista atrás y pienso en mi imperfecta paternidad me doy cuenta de que mis mayores errores siempre tuvieron que ver con esas situaciones en las que no supe sino castigar a mi hijo. En las que no fui capaz de tender puentes, de establecer un diálogo y me vi abocado a una espiral consecuencia de no haber sabido previamente encauzar y conversar. Tampoco quise darme cuenta de que él ya pertenece otro mundo, a esa Poshistoria de la que habla Almudena Hernando, en la que las subjetividades y los procesos relacionales se están construyendo en otros escenarios y con otros vocabularios. Todo ello mientras que no solo padres y madres, sino educadores en general, seguimos usando herramientas no ya del siglo XX sino en muchos casos del XIX.
De manera similar, como jurista contemplo aterrorizado cómo no deja de expandirse el lenguaje punitivista y las lógicas sancionadoras, que no son sino la manifestación más evidente de nuestro fracaso en la construcción de una sociedad democrática. Me escandaliza comprobar que tenemos un Código Penal con sanciones más duras que en los inicios de nuestro sistema constitucional. Y me deja perplejo que pretendamos solventar discriminaciones estructurales y violencias sistémicas acudiendo a la sanción individual, como si el problema fuera de sujetos tóxicos, a los que tratar como si fueran enfermos necesitados de tratamiento médico, y no de una cultura incompatible con la justicia y la sostenibilidad de las vidas. En plural, siempre en plural.
En este contexto, contemplo con cierto estupor todo lo que en estos días se dice sobre y en torno a las medidas anunciadas por el Gobierno para impedir el acceso de los menores a contenidos pornográficos en Internet. No sé si me inquietan más la iniciativa política o los coros que la celebran. Partiendo de que tenemos un serio problema no solo con el acceso temprano de los y las menores al porno, sino en general con sus procesos de socialización en un capitalismo de pantallas en el que los poderes salvajes le van ganando la batalla al Estado de Derecho, me preocupa que desde el ámbito institucional las propuestas no sean otras que las limitaciones y los controles no solo de menores sino de todos y todas.
Más allá de las más que discutibles consecuencias en el ámbito de derechos fundamentales, y de las dificultades que de entrada se me antojan para hacer compatibles las herramientas propuestas con elementos esenciales de la autonomía de los ciudadanos y las ciudadanas, me inquieta que desde un gobierno progresista no haya la capacidad de abordar las raíces del problema. De nuevo, echo en falta luces más largas, capacidad de imaginación y propuestas que enlacen con lo que yo entendí siempre como paradigma republicano de la convivencia y, por tanto, con el papel del Estado más centrado en remover los obstáculos que impiden la igualdad real que con interferir en los espacios de autodeterminación de los individuos.
Me alarma especialmente que el abordaje de la pornografía se plantee desde el convencimiento de que poner vallas al campo va a ser la mejor manera de cambiar los imaginarios machistas y hasta violentos de unas generaciones que, por otra parte, no hacen sino reproducir fielmente los comportamientos y valores que sus mayores les hemos puesto en bandeja. Me daría mucha más confianza cualquier propuesta, insisto, de un gobierno aparentemente progresista, si se abordara con seriedad y rigor la centralidad de la educación sexual o la imprescindible perspectiva feminista en la revisión crítica de programas, contenidos y, por supuesto, formación del profesorado. Algo, por otra parte, incompatible con la pervivencia de un modelo que ampara centros concertados de ideario católico y que, además, presenta la dificultad añadida de una descentralización territorial que, con lógicas nada cooperativas, usa la educación también como arma arrojadiza y partidista.
Se trataría, nada más y nada menos, que hacer efectivo el mandato del artículo 27.2 de la Constitución, haciendo de él una lectura evolutiva que nos permita situar las escuelas en la realidad de un siglo XXI, cuya complejidad no puede ser abordada con luces cortas ni con la facilona respuesta de convertir el BOE en un santuario de sanciones y hasta de advertencias morales. Todo ello, sin olvidar la obviedad de que enseñar no solo es responsabilidad de las instituciones educativas, en un contexto en el que padres y madres no hemos dejado de desertar de responsabilidades que hoy, por múltiples factores, nos sobrepasan.
Me temo que todo lo que rodea la sexualidad, los cuerpos, los deseos, continúa siendo una suerte de tabú que no nos atrevemos a afrontar con mirada emancipadora y constructiva. No dejamos de inventarnos o de alabar castigos y reprimendas sin ofrecer alternativas que nos reconcilien con la alegría de los placeres compartidos, con el valor de las disidencias corporales o con el goce que supone disfrutar de la piel propia y ajena. Nada que ver, claro, con las dinámicas de violencia y dominación que, por cierto, no solo vemos en el porno, sino también en redes sociales, en los espacios políticos e institucionales o en muchos acontecimientos deportivos.
Tal vez tendríamos que ir pensando pues en hacer algún tipo de carnet, también restrictivo, para el acceso de menores, y casi de mayores también, a todos esos lugares donde el odio y la furia campan a sus anchas. Pero, sobre todo, creo que tendríamos que estar no solo advirtiendo y educando desde una perspectiva igualitaria e inclusiva sobre los peligros de la red y de todo lo que habita en ella, sino también construyendo en positivo un uso crítico de las tecnologías, una mirada no complaciente con el lenguaje audiovisual y, sobre todo, una reivindicación de la sexualidad como una de esas dimensiones de lo humano en las que conviven el placer, el peligro, los riesgos, los precipicios y la celebración. Algo mucho más complejo que reducirlo todo al esquema de buenos y malos, que tanto recuerda a la moral propia de un régimen de verdad, y que nos obliga a problematizarnos pero no para fustigarnos con el látigo del pecado sino para aprender a disfrutar del sexo como una conversación de la que pueden brotar las más imposibles fantasías. Algo que a los adolescentes, pero incluso a niños y niñas, habría que ir contándoles no como si fueran sujetos asexuales y angelicales, sino como seres con cuerpos y deseos, en construcción, que hoy más que nunca necesitan herramientas para no perderse en una selva donde les amenazan el capital erótico y los empoderamientos narcisistas, pero también los catecismos laicos que hacen de nuestra fragilidad pretexto para el adoctrinamiento.
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