Opinión
Excomunión ya
Por Helena Sotoca
Divulgadora de arte con perspectiva feminista en @femme.sapiens
Mi trabajo consiste, entre otras cosas, en estudiar a las artistas. Buceo en el trabajo de todas aquellas mujeres a las que el canon artístico ha pasado por encima de ellas como una apisonadora y, cuando saco las conclusiones, se las cuento a las personas que quieren escucharme. Pues bien, el otro día, absorta ante una obra de Sofonisba Anguissola —el retrato que le hizo al catoliquísimo Felipe II— me sorprendí de repente buscando qué detalles de ese cuadro le hacían peor. Peor que un retrato que hubiera podido pintar un hombre, me refiero.
Me espanté. Al fin y al cabo llevo años quitando del camino a puntapiés todos esos argumentos falsamente biologicistas que nos quieren convencer de que las mujeres nacemos sin el talento de pintar. Descubrí pasmada cómo en mi fuero interno, aún me creo todas estas chorradas que se inventaron unos cuantos para que les barriéramos la casa y les preparásemos la cena por los siglos de los siglos.
Y entonces, caí. El machismo es como una religión y yo —nosotras, las feministas— me peleo —nos peleamos— contra esta fe absurda cada puñetero día. La creencia principal de esta religión es que el hombre es un ser superior a la mujer; su objetivo, mantener el status quo de dominación-sumisión; las consecuencias, toda una cultura de violencia sobre aquellas que cuestionan su fe. Así, hay creyentes, agnósticos y ateos; practicantes y no practicantes; extremistas y también de los que sólo acuden a su dios cuando necesitan que les resuelva alguna situación.
He promulgado desde bien pequeña y con orgullo que soy atea. En mi familia se me ha enseñado que ser atea es una forma de rebelarse contra el poder —en este caso de la Iglesia con mayúsculas, la de Cristo—, pero también de inteligencia, porque aquello de creer en algo porque sí sin tener ninguna constatación es absurdo.
Pero cuando se trata de la religión machista, qué difícil es no creer. Tanto la Iglesia de Cristo como la del Macho Supremo —llamémosla así— se han colado en nuestra cultura, de eso no hay duda. Pero si bien me ha resultado una tarea extremadamente sencilla tirar a Dios a la basura, sacarse del medio la idea de que siempre va a haber un hombre que va a poder hacer las cosas mejor que yo por el puro hecho sexual, no sólo no es una tarea sencilla, sino que aún no la puedo tachar de la lista. Esta sensación de la eterna medalla de plata no es otra que la famosa otredad de De Beauvoir.
En los últimos años hemos asistido a la publicación de estudios que nos confirman que las mujeres también participaron en la creación de las pinturas rupestres, que también cazaban, que hubo civilizaciones en las que fueron tratadas como iguales. Asistimos a ello con emoción y con un poco de incredulidad. Nos cuesta imaginárnoslas porque esta fe en la que hemos sido adoctrinadas no nos ha proporcionado referentes femeninos.
Volviendo al cuadro de Anguissola —que se puede visitar en el Museo del Prado—, es perfecto, sin peros. Porque, y ojalá me excomulguen ya de una vez, esto no va de sexos, sino de un desprecio sistemático hacia nuestro trabajo que nos ha condenado a dudar cada día de si lo que hacemos es suficientemente bueno. Ojalá nuestra lucha sirva para que las niñas de hoy aireen mañana su genialidad sin santa humildad.
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