Opinión
La suspensión de condena que apesta a pecado
Periodista y escritora
-Actualizado a
En pocos días hemos conocido dos casos que dan una idea de cómo funciona esta sociedad con los asuntos de la violencia sexual contra la infancia, y no puedo dejar de pensar en la Santa Madre Iglesia. Advierto desde ya que yo nunca pienso en la Santa Madre Iglesia para bien. Se trata de un monitor en Valencia y un padre en Sevilla, ambos delincuentes contra niños y niñas, ambos condenados por violencia sexual contra esas criaturas, ambos en la calle y en condiciones similares.
El caso del monitor de Valencia es el de no pocos profesionales del ramo, según vamos conociendo en los testimonios de las mujeres. La Audiencia provincial le ha condenado a 5 años y 7 meses de cárcel por haber agredido sexualmente a tres niñas de 7 y 8 años. Además de realizarles tocamientos en los genitales, encontraron en su domicilio fotografías de agresiones sexuales a menores, tanto de menores solas como con adultos. En fin, un retrato completo.
El padre de Sevilla ha sido condenado por la Audiencia provincial a 4 años de prisión por delitos continuados de exhibicionismo de material pornográfico a menores de edad. El tipo obligó a sus hijos de nueve y seis años a “visionar en su teléfono móvil videos de pornografía y a recrear entre ellos el contenido de los videos de naturaleza sexual”. Lo hizo durante los años 2018, 2019 y parte de 2020.
Ambos tienen algo en común: no cumplirán su condena porque así lo ha decidido la autoridad competente.
Yo, que recibí una estricta educación católica, con todos sus sacramentos, entiendo bien por qué apesta todo esto. Hiede a pecado, a la idea del pecado que tienen los católicos, y que debería estar muy muy lejos de nuestra idea del crimen y el delito. Cuando te arrodillabas ante el sacerdote para cumplir con el sacrosanto sacramento de la penitencia, había dos momentos esenciales. El primero consistía en reconocer tu pecado. El segundo, que se llamaba “propósito de la enmienda”, significaba que te comprometías a no volver a hacerlo, no volver a pecar.
Pues más o menos eso es lo que ha sucedido en los dos casos anteriormente expuestos. El monitor eludirá la pena de prisión —la Fiscalía pedía 13 años— porque ha admitido el delito y, ojo a esto, con la condición de que no vuelva a delinquir en los próximos 5 años. En el caso del padre de Sevilla, se suspende la pena con la condición de que no vuelva a delinquir en 3 años. ¿Y cómo sabe el juzgado que uno y otro no volverán a delinquir? ¿Qué medidas han tomado para cerciorarse? Ninguna. Como en las órdenes de alejamiento, la condena se basa en la confianza en el delincuente. O sea, los juzgados le dicen al criminal que no vuelva a hacerlo, el tipo asegura que así será, y todos contentos. Más o menos como si el ladrón asegurara que no volverá a robar o el secuestrador que se cuidará de no volver a llevarse a nadie a cambio de un rescate. Lo que pasa es que, mira tú por dónde, este tipo de penas solo acaban recayendo habitualmente en delincuentes que han agredido a mujeres o a niños y niñas, delitos sexuales o de maltrato machista.
Recuerdo mis días de confesión. Lo del sacramento de la penitencia era bastante cómodo, la verdad, a medida que te ibas haciendo mayor, incluso acababas cogiéndole el gustillo. El hecho de pasar por el confesionario limpiaba cualquier asunto del que te arrepintieras (o no), cualquier asunto mal visto a los ojos de Dios y su pequeña (o gran) sociedad. Lo limpiaba y empezabas de cero siempre que hubieras expresado tu propósito de la enmienda. Así que salías de allí limpia de polvo y paja, casi a estrenar, lo que siempre resultaba, a qué negarlo, un aliciente.
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