Opinión
El problema


Por Marta Nebot
Periodista
Me está atacando ese labial a 7,95. Me mira desde esos labios carnosos felices o lascivos. Tiene un descuento especial por San Valentín y ahora mismo me parece mi color favorito. Me persigue pantalla tras pantalla. Me pregunto si lo haría hasta el infinito. Parpadea. Me guiña el ojo. Oscila entre la sonrisa y el gemido. Me amenaza con una cuenta atrás que subirá al doble el precio si no me pliego a su insistencia a toda prisa.
Cierro el anuncio y sale otro parecido. Lo vuelvo a cerrar y vuelve el primero. Huyo. Cojo el primer enlace que me encuentro.
Tras cruzar esa puerta no elegida reaparezco en una página de viajes. Tienen un ofertón para volar a Nueva York. Ayer hablábamos de ir. Levanto la vista del ordenador y miro alrededor.
Siento un escalofrío.
Orwell se quedó corto y allí donde esté se ríe.
Miro a la pantalla y los labios han vuelto. No se habían ido a ningún sitio.
Venga va. No exageres. Mira la oferta un minutito y así luego podrás escaparte de este anuncio tan persuasivo.
Para poder hacerme con el chollo tengo que darme de alta, poner todos mis datos, pero eso ya lo hace mi ordenador de modo automático. La tarjeta de crédito no. Nunca le dejo guardarla. No me fío. Igual que no dejo que ninguna aplicación me ubique. Así me obligo a tener que ir a buscar el bolso, sacar el monedero, la tarjeta de crédito y teclearla, como periodo de reflexión mínimo antes de ejecutar la siguiente compra más o menos inducida.
Me hago la ilusión de que saben lo que deseo pero no en qué lugar y de que yo decido lo que compro. Lo hace mucha gente. Eso dicen mis amigos. No les damos nuestros datos más sensibles. ¿En esto ha quedado la intimidad, la rebeldía, el libre albedrío?
La oferta puede ser en muchos colores. Me pongo a verlos para elegir mejor, aunque el que me gustó fue el que me trajo hasta aquí y debería tener prisa por muchos motivos.
Tienen una aplicación que te permite probarlo en tu imagen. Te ves como en un espejo virtual, mejorada -claro-; con todos los filtros, con todas las buenas luces. No ayuda a elegir. Todos quedan de puta madre. ¿De cuáles tendré alguna parecida en el cajón desastre donde guardo el maquillaje?
Madre mía, los gastos de envío son de 4,95 si no me compro más de tres o el equivalente a 30 euros. No me dejan recoger el pedido en tienda. Tiene que ser más de 30 euros o pagar el castigo por frugal.
Estaba intentando enterarme de cómo está el mundo, de las últimas noticias, de lo que va mejor y peor para repensarlo, para repensarme, pero otra vez no lo consigo.
Como una yonqui rodeada de montañas de papelinas. Atacada permanentemente por las promesas de bocas felices o lascivas. Encerrados en cárceles digitales entre barrotes de imágenes de deseos y codicias, custodiados por los camellos que tienen todas nuestras llaves.
¿Será maldad? ¿Será perversión? O ¿Será que somos animales sociales, que somos tan influenciables, que somos pura plastilina?
Entonces me acuerdo de algo que sí me dio tiempo a leer antes de sucumbir una vez más: la película estrella de la Berlinale de este año se titula The light, La luz, y cuenta las dinámicas narcisistas en una familia de clase media y la hipocresía de Occidente frente a la realidad de una familia de refugiados sirios llegada a Europa. El actor protagonista, Lars Eidinger, ha resumido así la tesis de este film en su presentación: “El problema del mundo somos nosotros”. ¿Será eso?
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