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Jeremy Corbyn, según sus detractores, es el resultado funesto de un conjunto de aciagos factores que han permitido que la casualidad le lleve a ocupar el liderazgo del Partido Laborista británico. Digamos con precisión que es un líder que no tiene la capacidad de liderar a sus detractores, que no se sabe si son muchos, pero sí se sabe que son muy poderosos e influyentes: el lobby sionista que le acusa de anti semita; los sucesores de Tony Blair que le califican de loser, agitador e incapaz de ganar unas elecciones generales; y, finalmente, todo el espectro mediático del establishment británico que le acusa de incompetente e inapropiado no sólo para aspirar a liderar el partido de la oposición sino para ser el próximo primer ministro de Reino Unido.
Un servidor, que ha visto y oído debates políticos en distintos países y distintas décadas, no puede menos que sorprenderse por el fuste argumental de las diatribas a las que ha sido sometido Corbyn: el exprimer ministro David Cameron le imputaba el no saber “vestirse decentemente” y instaba a buscar un asesor para comprarse una buena corbata. La mayoría de parlamentarios laboristas (que son abierta o embozadamente blairistas), asumieron el rol colectivo de Bruto y cual indefenso César le navajearon en público, pidiéndole en forma desesperada que abandone el cargo, porque él no podía garantizar el retorno de los laboristas al poder.
La mayoría de parlamentarios laboristas (que son abierta o embozadamente blairistas), asumieron el rol colectivo de Bruto y cual indefenso César navajearon en público a Corbyn
Ante la impasibilidad de Corbyn que recibía cada andanada retórica como si oyera llover, algunos, ya con la voz quebrada y sabedores que no podían en su caso emplear apelativos que describen universalmente a cualquier político, llegaron a implorarle su renuncia: “Todos sabemos que eres un hombre decente, honesto y fiel a tus convicciones, pero el partido necesita un hombre con arrastre electoral para la victoria. Si sigues, estamos perdidos”
Corbyn no renunció, una mayoría abrumadora de parlamentarios laboristas le quitó la confianza (212 para censurarlo y sólo 40 en su favor) y se convocaron nuevas elecciones internas para definir el liderazgo del partido. Corbyn, un impresentable para la élite, contrariamente tiene un enorme carisma entre la juventud y en aquellos desafectos al discurso laborista que fomenta la responsabilidad fiscal y el carácter inevitable de la austeridad para que en algún futuro lejano el país pueda retornar al bienestar. La burocracia del partido maniobró de diversas maneras para impedir primero su candidatura y luego para que las decenas de miles de nuevos militantes que se afiliaron al partido no pudieran votar. Tras no conseguirlo, pusieron una valla de 29 euros para que cada nuevo militante pudiese acceder a su derecho al voto.
Este sábado pasado las urnas hablaron cambiando las tornas: el 61% de la militancia ratificó su liderazgo, tirando abajo el argumento de que Corbyn no representaba el “sentir” mayoritario del partido. Los perdedores, 212 parlamentarios que le quitaron la confianza han quedado en un limbo. No han perdido su estatus parlamentario, pero lo más probable es que la mayoría de ellos no pueda asegurar su escaño en unas eventuales próximas elecciones generales, pues ahora la militancia podrá elegir directamente quiénes serán sus representantes a cualquier cargo parlamentario futuro. Para aquellos que exigían a los militantes pragmatismo, no pedir lo imposible y acatar la austeridad, el horizonte ─de no ser reelectos─ se les presenta muy austero. Perderán la vivienda que les asigna el Parlamento y volver a su antigua casa ─por la cual han recibido durante años jugosas rentas por tenerlas alquiladas─, y perderán un salario básico anual de 85.000 euros más una serie de ingresos por gastos administrativo. Esto sin contar el grado de influencia en asuntos comerciales que precisan concurso legislativo y que son muy difíciles de rastrear y más aún de cuantificar.
Pero no todo es esperanza en el partido laborista después de la victoria de Corbyn. El establishment no va a quedarse cruzado de brazos y la demolición mediática que se avecina será colosal
La derrota de los conjurados contra Corbyn es quizás el último epitafio de la Tercera Vía, cuando Tony Blair y gran parte de la socialdemocracia europea renunció al socialismo y a la democracia de un plumazo, en aras de un pragmatismo asociado a la prosperidad: “Estando un solo día en el poder, se puede hacer mucho más que años protestando en las calles”, ése fue el lema con el que se renunció a la pureza ideológica. Y funcionó mientras la economía navegaba su ciclo expansivo. Ahora que éste está agotado, el pragmatismo ya no conduce a la prosperidad sino a la miseria y precariedad.
Pero no todo es esperanza en el partido laborista después de la victoria de Corbyn. El establishment no va a quedarse cruzado de brazos y la demolición mediática que se avecina será colosal. Los personajes como el uruguayo José Mujica son muy pintorescos y quedan muy bien en el tercer mundo, no en el hemisferio norte donde la parafernalia y la aparatosidad del poder y sus políticos es la regla. Corbyn ni siquiera tiene un Volkswagen viejo como Mujica, apenas una bicicleta, es vegetariano y abstemio en un país donde las copas son parte importante de la etiqueta social. Por si fuera poco, dada la tradición bélica e imperialista de Reino Unido, es un tenaz opositor a las guerras. Lo que le ha merecido un novedoso insulto de la clase política: ¡Pacifista!, apelativo que retrata más que al insultado, la catadura moral de quienes lo vilipendian.
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